I. LA VUELTA A MADRID

SALIENDO del regazo de la sierra, ¡qué sensación tan distinta la que da la árida planicie!

Esa Mancha toledana —cuyos aledaños tocamos poco más allá de Talavera, pasado el Alberche—; esa llanura amplísima y despoblada, con su color ocre y con la leyenda cervantina que allí campea, es la doble personificación de la tierra y de la raza.

Todos los pueblos se parecen; pero estos viejos pueblos toledanos tienen algo que les diferencia de los demás. Guardan muchos recuerdos históricos en palacios, castillos e iglesias, pero no ofrecen nada grande y permanente del trabajo contemporáneo. Talavera de la Reina retrata en el Tajo la rota diadema de sus antiguos torreones, llora sus perdidas manufacturas de seda y apenas sostiene las de alfarería y loza ordinaria; Maqueda tiene destrozado su castillo, aunque ostenta con orgullo, en medio de la plaza, su ilustre Rollo, con cuatro leones por capitel; en Torrijos y en Illescas de la Sagra son casi recuerdos, respectivamente, el alcázar de don Pedro el Cruel, y el en que vivió el prisionero de Pavía; injuriado por el tiempo, levanta sus desportillados torreones el castillo de Escalona, como ejecutoria de un marquesado...

Pocas son las casas que no luzcan escudos heráldicos en la portada; pero faltan los ilustres huéspedes de antaño, porque la miseria o el absentismo les hicieron emigrar. Los pocos hidalgos que quedan se van muriendo lentamente a la sombra del viejo solar, como el perezoso de los trópicos al pie del árbol, después de haberse comido todas las hojas.

Las poblaciones, pocas y desperdigadas, parecen caravanserrallos, hospederías en el desierto. Los que fueron campos de labrantío, son ahora dehesas o pampas incultas. Distritos hay por los que se hacen dos y tres leguas de camino sin encontrar una sola casa habitada. Dicen que de esto tuvieron la culpa dos Santas y un Honrado 7; pero ¿quién la tiene ahora que sigue todo igual?

Estos campos de soledad, estos pueblos silenciosos, fueron un tiempo núcleos de población, centros fabriles donde florecieron el arte árabe y el comercio judío. No es importuno el recuerdo: como si perdurasen los odios de raza o de religión, a las abluciones coránicas y al cordero pascual israelita han sucedido y permanecen, como ejecutorias de cristianos viejos, el horror al agua y el culto al cerdo.

Bien es verdad que a esto contribuyeron, además, la sequía del suelo y la poca ganadería del país.