I DE RE AGRARIA Y ALGO MÁS
PASADA la floresta, límite por este lado del valle de La Adrada, se entra en la serranía.
En el laberinto de sendas y vericuetos, apenas se distingue el camino de herradura, que es el hilo de Ariadna conductor del viajero por estos andurriales.
En frente y a los flancos, el macizo de la sierra alza sus cimas cuajadas de nieve, que se deshiela en madejas de agua por entre las vertientes.
Cortan el camino charcas y lodazales, y regatos improvisados para llevar el agua a los campos bajos. Por los recuestos, se escalona en andenes la tierra labrantía, verde a la sazón, fecundada por el sol de gloria del estío y por las aguas cimeras.
A cosa de media tarde, tropiezo con un hombre que, en mitad del camino, está cavando un surco para llevar el agua a su campo. Como la cacera intercepta el paso, paro el caballo e interpelo al labrador:
—¿Qué, amigo, regando?
—Sí, señor —me contesta—. Hay que aprovechar el agua, que hoy baja abundante, porque si no, mi campo se queda sin ninguna.
—Pero, ¿no hay represas donde guardar el agua y repartirla a turno por las acequias?
—No, señor; aquí no tenemos más riego que el que baja de la sierra. Crea usted que es el más natural, el más barato y el menos expuesto a riñas entre los regantes; porque los de arriba tienen buen cuidado de soltar el agua sobrante, si no quieren que esta se les lleve la tierra. Año de nieves, año de bienes —concluyó, señalándome las cumbres encaperuzadas de blanco.
—Pero, ¿cuándo se acaba la nieve? —le arguyo.
—Entonces quedamos al arbitrio de las nubes. Por cierto que este año andan reacias en enviarnos agua, y de seguir así, van a acertar las cabañuelas.
Pregunto qué son estas, y él me responde:
—Llamamos cabañuelas a la consulta que se hace al cielo, el día de san Marcos, del tiempo que hará en los doce meses del año. El 25 de abril salimos los labradores al campo, y según esté el día, húmedo o seco, así predecimos humedad o sequedad en el mes de enero. En los once días siguientes, aplicamos el pronóstico a cada uno de los once meses que quedan.
—¿Y aciertan ustedes?
—Las cabañuelas dan muchos chascos, como los melones que se siembran también en este día de san Marcos. Pero ¿qué le vamos a hacer? Es tradición de nuestros abuelos y con ella seguimos y seguiremos.
Doy la razón al buen hombre, y salvando el regato sigo marcha.
Bordeo unos alfalfares con setos de castaños y moreras, y al llegar a una fresneda, oigo el ruido de un torrente. El agua, que viene mansa y limpia, cae en la hoya de un canchal y se desborda luego por un cauce pedregoso hasta buscar otro despeñadero.
La amenidad del sitio me incita a pararme, y así que descabalgo, veo sentado al pie de un árbol un hombre negro, quiero decir, vestido de este color.
Es un cura de sotana y sombrero de paja, que está rezando horas.
Saludo, y el clérigo, mascullando aprisa lo que le faltaba del rezo, acaba por santiguarse, cierra el breviario, se levanta y viene a mi encuentro.
Es un hombre ya viejo, pero de edad indefinida; largo, delgado y huesoso; de cara morena, casi cetrina; frente ancha, despejada, igual; ojos grandes, vivos, muy brillantes y nariz larga y afilada. Su fisonomía es tan bondadosa, que parece tener grabados en ella los diez mandamientos.
Nos damos la mano y nos pedimos mutuas nuevas. Yo le digo que soy un madrileño de paso para Yuste, y él me dice lo que ya me suponía: que era el vicario del pueblo inmediato.
—Sí, señor —recalcó—; soy el cura de Mijares que vio usted rezando vísperas, pero que, en realidad, vino aquí a pescar truchas. Al fin y al cabo, es la ocupación más compatible con mi ministerio: pescador de almas y pescador de truchas. En este sitio abundan que es un primor. ¿Ha oído usted hablar de las truchas del Tormes? Pues las de este riacho son hermanas de las que a aquel envía la laguna de Gredos. Yo vengo a pescarlas entre semana, cuando mis ocupaciones me lo permiten; porque la trucha, en buena hora lo diga, es mi única tentación.
—Ya lo creo —respondo—; como que es un bocado de cardenal, no tanto por su exquisitez, cuanto por ser fama que de las truchas gustaba sobremanera el gran Cisneros. Ni faltan historiadores que aseguran que el cardenal fue envenenado con una trucha en su último viaje de Torrelaguna a Aranda.
—¡No quiera Dios que tal me suceda! De todos modos mucho me halaga saber que este pobre clérigo gusta de lo que gustaba todo un cardenal de Toledo... Aquí las tengo —añadió señalándome un cestillo tapado— vivas y coleando; y usted las ha de probar, porque como a la cuenta ha de pernoctar en el pueblo, desde ahora le brindo cena y cama en la vicaría.
—Muchas gracias, señor cura... He oído decir que esta clase de pesca es muy divertida.
—Tanto como una cacería. La trucha es la pantera del agua por sus manchas, su voracidad y su agilidad. Es el más desconfiado de los peces de agua dulce, y para cogerla, hay que ir materialmente en busca de ella. Luego, para atraparla, se necesita ser todo un maestro en la esgrima de la caña de pescar. Ni aun esto basta; la operación de llevar la trucha pescada al cesto, es un acto tan dramático como el acoso del jabalí. Por esto empecé diciendo que era una caza–pesca, pero tan fácil, que basta unas pocas semanas para ser un buen pescador de truchas. Hoy ha favorecido la pesca un cielo velado por nubes grises, con intermitencias de sol que caldeaba la atmósfera.
—¿Cómo está usted solo, no hay competencia de trucheros en estas aguas?
—La gente de estos contornos no tiene tiempo ni afición para estas andanzas. En otras partes, este sería un punto de cita de trucheros; con fábricas en el pueblo para el escabechado de truchas y barbos, tan abundantes en estas cercanías del Tiétar. Aquí, nada; la gente sólo come truchas cuando estas se amontonan y casi se entregan, pero nadie se cuida de guardarlas y arreglarlas para cuando no las hay. Todo es rutina y abandono.
—Algo de esto he barruntado por el sistema de riego que aquí emplean.
—Estos aldeanos ni pueden ni saben regar más que de las cuatro maneras que decía su gran paisana Santa Teresa: o con sacar agua de un pozo, o en noria y arcaduces, o de un río o arroyo, o con llover mucho, que ha dicho de la Santa: «Lo riega el Señor sin trabajo alguno nuestro, y es muy sin comparación mejor que todo lo que queda dicho». Hablando en cristiano es mucha verdad; pero, a Dios rogando y con el mazo dando. Por no hacerlo así, la agricultura en este jirón de Castilla es una lástima, todo lo espera del cielo y continúa como en aquellas épocas lejanas en que la sequía o las inundaciones arruinaban los campos. Entonces, como ahora, la desesperación sacaba en rogativas al santo patrón, y lo que este no hiciera intercediendo para lograr el favor de Dios, ni lo hacían los ministros de Felipe IV, ni lo hacen los de Alfonso XIII... Pero, alón, que pinta la uva; vamos andando si le parece a usted, porque tramonta el sol, y para llegar al pueblo hay que andar algo.
En efecto, el horno de luz en que horas antes ardía el valle, menguaba en brillo y en calor; ya no refulgían los altos neveros, e iban desdibujándose los horizontes. Oíanse en la fresneda los últimos píos de las crías llamando a los padres, y en el césped que mojaba el salto de la cascada cuarreaban los noctámbulos batracios.
Tomé de las riendas al caballo e híceme compañero a pie del señor cura, quien a su vez embrazó el cesto de las truchas y el aparejo de pescar.
Cuantos labradores salían al través del camino nos saludaban reverentes diciendo: «Vayan ustedes con Dios», o bien: «Vaya con Dios el señor cura con la compañía». Esta coletilla es cortesía obligada cuando se saluda a un amigo que va con un desconocido, tanto que si ella se omite, el preterido musita: «La compañía te dé mal de ojo».
Algunos venían también al través que ni mirarnos se dignaban, cosa que me extrañó, no por mí, sino por el cura, el cual, comprendiendo mi extrañeza, díjome:
—Son ovejas extraviadas de mi aprisco espiritual, fanáticos que hasta el saludo me niegan, como si la educación estuviera reñida con la manera de pensar. Yo les perdono, porque la caridad cristiana así me lo aconseja; pero, como pastor de almas, les compadezco. ¿Qué entenderán estos labriegos de prédicas trascendentales, cuando tan siquiera saben los derechos y deberes de la ciudadanía? De ahí que algunos de ellos en vez de atenerse al arado y a la azada, peroren en el casino y en la taberna, haciendo bueno aquel dicho: «Cuanto más salta el mono, más se le ve la cola». Cuenta Fermín Caballero que los habitantes de un pueblo de Andalucía, en su tenacidad de no querer reconocer el nuevo señorío de la Casa de Medinaceli, cada vez que rezaban la letanía, en llegando al janua cœli, entendiendo ellos que decían Medinaceli, en lugar de «Ora pro nobis», respondían en voz grave: Pase, pase. Pues esta inocentada me recuerda la predicación de la libertad de cultos en este país, que acogían los campesinos gritando: «Eso, eso, la libertad de cultivos; a la dehesa de los señores». Hacia la misma época, esto es, por los años de La Gloriosa, un Ayuntamiento republicano bautizó la plaza del pueblo con el título de «La Constitución». Pues, ríase usted, los más entendieron «La Constantina», la mujer del alcalde, y decían «La Plaza de la Constantina»; tanto es así, que otro monterilla que después vino, hizo quitar la lápida para mortificar a Constantina, que estaba reñida con la nueva alcaldesa.
—Estos galimatías —respondí— son hijos de la ignorancia de las clases inferiores cuando se les confía privilegios, antes de estar capacitadas para ejercerlos.
—A esto iba, caballero; antes que un hombre pueda nadar, debe entrar en el agua; antes que pueda jinetear, debe montar a caballo; y antes que pueda ser ciudadano inteligente, debe recibir educación cívica, que nadie se cuida de dar en España. De ahí resulta que estos pobres aldeanos se dividan en bandos políticos y con más ardor se disputen por el color de una escarapela, signo de esclavitud, que por la conquista de un derecho positivo, emblema de libertad.
Mientras, por entre los senderos de la montaña salían al camino zagales, boyeros y algunos labriegos rezagados con los aperos de labor. Detalle que me chocó, es que algunos llevaran a rastras arados de orejeras.
—Esta sí que es una antigualla que debiera desterrarse —díjome el cura, cuando se lo hice notar—; no sirve más que para arañar la superficie del suelo. Sin embargo, con esta clase de arado se consiguen dos cosechas; porque como la siega se hace también de una manera rudimentaria, sucede que las espigas más maduras, al desgranarse por sí solas, derraman nueva simiente en el suelo; y como el arado no las arranca, al crecer naturalmente, ahorran al agricultor nueva sementera.
—Vaya, no hay mal que por bien no venga.
—Esta clase de arado —siguió diciendo el clérigo— está en consonancia con el cultivo de la tierra, casi prerromano. Por cierto, que de Plinio acá perdió el cultivo dos plantas: el lino y la morera, aunque ganó otras dos: el maíz y la patata. Y así seguimos. En tanto se ha industrializado todo medio de producir, el arado de orejeras sigue escarbando a flor del suelo; púdrense los ricos frutos en el árbol, se ignora los fundamentos de la alternativa, se carece de capital y de crédito, no hay caminos, falta el agua en primavera y amenaza vegas y aun poblados en otoño.
—Pero algo cogerán ustedes, siquiera para hacer pan.
—No pocas veces peligra este también —respondió el cura—. Si bien esta serranía no abunda en cereales, quiero decirle cómo se hacen las cosechas. El trigo se corta, cuando está muy maduro, con un cuchillo grande a falta de hoz o de guadaña. Las gavillas se llevan a un sitio cerca de la era, donde se esparcen hasta un pie de altura. Entonces se llevan yeguas o mulas que, dando vueltas al galope por el pequeño circo, pisan la cosecha. A esto llaman «la trilla». Como el uso de las granjas es casi desconocido, un aguacero fuerte y duradero da al traste con todo el grano... Pero todo se lleva con resignación, porque la agricultura es una ocupación demasiado fácil y seductora para cambiarla por otra.
—Norabuena, señor cura —contesté—; pero lo que no debe llevarse con resignación es que los que pueden y saben no ayuden a los que no puedan ni sepan.
—Tiene usted razón —repuso el clérigo—. Pero la gente rica de los pueblos tiene sobrada labor con las intrigas y asechanzas del cacicazgo, para consagrar tiempo y caletre a problemas de esta naturaleza. Quedan el maestro y el cura para formar el hombre, pero... ¿ha visto usted alguna escuela aldeana?
—Mucho que sí —respondo.
Y evoqué el espectáculo de tantas escuelas rurales que viera en días anteriores2.
—Pues lo peor no es esto —añadió el cura—, sino que los maestros de escuela condenados a la miseria han de recurrir a otros medios para atender a las más perentorias necesidades de la vida, como que algunos se ven obligados a buscar un jornal en las faenas del campo. Añádase a esto, que en épocas electorales el alcalde ocupa al maestro para que le ponga las actas en buena letra, y que en primavera y en verano los padres se llevan los niños a los trabajos del campo, y se comprenderá por qué los chicos no aprenden nada.
Pues lo mismo le pasa al cura. Los padres, entre que sus hijos ganen el pan o aprendan el catecismo, optan por lo primero. Ahora comprenderá usted que me sobre tiempo para pescar truchas.
Más de 10.000 escuelas están en locales alquilados, y, de ellos, muchos carecen en absoluto de condiciones higiénicas. Hay escuelas confundidas con los hospitales, con los cementerios, con los mataderos, con las cuadras. Hay escuela que sirve de entrada a un cementerio, y los cadáveres son depositados en la mesa del profesor, antes del sepelio, para entonar los últimos responsos. Otra también en la que no pueden entrar los niños hasta que no sacan las bestias que van a pastar. Las hay tan reducidas que, apenas hace calor, se produce en los muchachos desvanecimientos por escasez de aire y ventilación. Hay escuela que es depósito de estiércol en fermentación, y se le ocurre a alguna autoridad local decir que, de esta suerte, están los niños más calientes en invierno. Una escuela de Cataluña convive con la cárcel. Otra, andaluza, se convierte en toril cuando en el pueblo hay capeas.
Pero esto no puede seguir así. Esta noble, esta abandonada clase rural, músculo de la nación, alma de la raza, ¿seguirá muriéndose de inanición y de abandono? Abran los ojos quienes puedan ver, y oídos los que quieran oír los aislados clamores, que ya suenan en los recovecos de las aldeas. Yesca son donde prende ya la chispa volandera. Hagamos todos porque el humo que brote sea como nube de incienso ofrendado al trabajo sano y fecundo de la tierra, en vez de incendio que todo lo arrase.
En estos y otros dichos llegamos al pueblo.
Como por salir tarde la luna había que recurrir al alumbrado público, brillaban en las esquinas lámparas eléctricas de filamentos metálicos, muy a propósito para alumbrar una mesa de despacho, pero que al aire libre parecen cocuyos fosforescentes.
La contextura del territorio, con su abundancia de torrenteras productoras de hulla blanca, permite al país este milagro natural de pasar de la tea a la luz eléctrica. Pero estos esplendores eléctricos aplicados a callejas sucias y a hogares pobres, se antojan vislumbres de diamante en manos sucias.
Al enfilar una calle que lleva a la plaza vimos atascada una carreta de heno, cuyo salvamento se difería hasta la mañana siguiente. Como por ninguno de los flancos que quedaban libres podía pasar mi cabalgadura, el clérigo tuvo la amabilidad de retroceder conmigo para tomar por otra calle.
Por fin llegamos a la plaza de la iglesia, donde estaba la vicaría.
A la puerta vimos hablando el ama con el sacristán, allí venido para entregar las llaves de la torre y recibir órdenes del cura. Este se las dio para el otro día, confiándole además mi cuartago, con el encargo de que le cuidara como al caballo de Santiago; y para más obligarlo, le regaló una de las truchas.
Luego, pasando el cesto al ama, díjola sonriente:
—Jacinta: a ver si te luces aderezándolas como yo cogiéndolas; que todo se lo merece el huésped que aquí ves.
Yo me incliné ante este cumplido.
—¿Cómo le gustan a usted? —me preguntó.
—De cualquier manera, señor cura.
—Pues que las frían. Así las comerá usted con las tres efes, que es como las truchas saben mejor: Francas, frescas y fritas.
El ama encendió un candelero que llevaba a prevención; el cura atrancó la puerta, y los tres, de uno en uno, subimos la escalerilla.