IV. Las dos arcillas

Verdad que los hombres todos iguales somos y hermanos, supuesto que Dios nos hizo a todos de un mismo barro, y en el nacer y el morir igual venimos y vamos; pero en vida es otra cosa; hay jerarquías y grados, hay plebeyos y aristócratas, hay hombres necios y sabios; quiénes nacen para ricos, quiénes nacen para ochavo. Mejor que todo un discurso lo dirá este breve diálogo.

Por obra de un alfarero salieron de un mismo barro un tiesto para maceta y otro para el reservado. Puestos en venta, los dos aquistó un mismo amo; quien llevándolos a casa, luego fueron colocados: uno con mata de flores en la ventana del cuarto, el segundo en cierto sitio que nombrar es excusado. Cierta vez, por carambola, ambos tiestos se juntaron, y uno con otro tuvieron este interesante diálogo; empezándolo, el primero, el tiesto desheredado:

—Desque os vistieron de flores me parecéis otro, hermano. ¿No se os acuerda, sin duda, que somos del mismo barro, ni que cuando llegue el día que para nada sirvamos, en el saco del trapero volveremos a juntarnos?

—Verdad es —repuso el otro—, ¿ni cuándo yo lo he dudado? Barro somos y nos hizo, bien lo sé, la misma mano, y en polvo nos volveremos cuando así lo quiera el amo; pero, con todo, decidme, dejando la envidia a un lado, ¿dejaremos de haber sido en el tiempo que sirvamos, yo, una maceta olorosa, cuando vos, inmundo vaso?