I PARALELO ENTRE CARLOS DE GANTE Y QUIJOTE DE LA MANCHA

TODO este trayecto es incomparablemente hermoso. Una serie de lozanos valles y de extensas arboledas. Junto a los pinos del norte, el naranjo, el laurel y el granado, y ciñendo estos vergeles, un vasto anfiteatro de montañas con nieves casi eternas.

De pronto, desde un alto del camino, aparece la Vera, rica y pintoresca, cuajada de plantaciones y de caseríos. Jarandilla es el centro de la Vera y allí está el castillo que habitó Carlos V, mientras acababan el palacete que se hizo fabricar junto a la casa de los frailes de Yuste.

A un tiro de fusil de Jarandilla se pasa un puente, y al poco trecho aparece Cuacos, en cuya jurisdicción está enclavado Yuste.

A Cuacos llegué la víspera de San Juan, en la noche, y como es consiguiente, hallé al vecindario entretenido con los preparativos de la verbena, fiesta que celebran los aldeanos con tanta o más alegría que la Noche Buena. Brillaban en los balcones linternas y faroles; algunos portales se exornaban con arcos y guirnaldas de verdura, y erizábanse en las calles más anchas, barricadas de leña y de trastos viejos, cuyo incendio esperaba con impaciencia la gente menuda. Los más traviesos habían prendido fuego a algunas hogueras y hacían auto de fe en Judas, saltando y alborotando como diablillos.

Al incendio de las piras se agregaba el estrépito de petardos y cohetes, algunos tan rabones, que serpenteaban a ras del suelo, y el estallido en la lumbre de algún leño verde, pletórico de savia.

Sorteando estos mongibelos, hice rumbo a la hostería, colmada de gente como santuario en día de jubileo.

Sin arredrarme, entré el animal, vi al mozangón de la cuadra, hícele mi escudero a favor de una propineja adelantada, y libre ya de impedimenta, me lancé a la conquista del yantar, porque en las posadas, y más en días de trajín, no basta con decir «aquí estoy yo»; hay que pedir, instar, implorar.

Hacía de comedor un estrado junto al zaguán, siguiendo a igual plano la cocina, cuya acampanada chimenea se destacaba en el fondo como dosel de un trono. Estaba la hostelera de media anqueta en un taburete, con la espumadera a guisa de cetro, y a su lado, hundido en un sillón de brazos, con el cuerpo feamente doblegado por la cintura, un personaje de flaco rostro y de rugosas manos que sería su marido y señor. Su cara afeitada, su nariz corvina y unos ojillos grises que brillaban como los de un gato, daban al viejo tullido cierto parecido con Luis XI, tal como lo vemos en el teatro. Para más semejanza, el cuitado suspiraba a cada momento: «¡Ay, Virgen de Guadalupe!», bien así como el de Valois tenía siempre en los labios a Nuestra Señora de Embrun.

Dudando estaba yo a cuál de los dos, si al castellano o a la castellana, diría la embajada de mi estómago, cuando rimbombó en la estancia un vigoroso rebuzno, como trompa de faraute. Yérguese el inválido y mirando en dirección al zaguán, dice con voz alterada:

—Vaya un par de pigres. ¡Ni que hubieran llevado a bendecir el agua!

Eran los interpelados el asno aguador y la moza de cántaro que juntos fueran a por agua al río. Otro rebuzno del animal, que olía las huéspedas de la cuadra, subrayó la imprecación del viejo, en tanto que la chica, con ayuda de un arriero galante descargaba los cántaros a pulso. La moza disculpó la tardanza con el gentío que llenaba las calles y con el miedo del burro a las fogatas y a las carretillas.

El viejo, por todo comentario, dijo a su mujer:

—Esta polla está ya en edad de poner huevos y quiere gallo. Mujer; busca otra más nueva que esté menos picardeada.

Y no dijo más, porque diole un tirón la enfermedad y suspiró quejumbroso: «¡Ay, Virgen de Guadalupe!».

La muchacha se enjugó una lagrimilla con la punta del delantal y fue a sentarse junto al fogón. Entonces hablé a la mesonera y la expuse mis deseos, conviniendo en que se me serviría la cena en el soportal.

Volví a cruzar las antesalas: el comedor ocupado por mozos forasteros libando, y alegrándose con el albarillo de las guitarras, y el patio obstruido por un zaguanete de arrieros, cuál con la vara de avellano, cuál con la fusta de reata.

Afuera, sentados en el soportal, un coro de maestros cantores, con blusa de obrero, entretienen el hambre cantando. Deben de ser de lueñas tierras, porque su habla es exótica. En efecto, son corcheros ampurdaneses de los que bajan periódicamente a Extremadura y Portugal a la limpia de los alcornoques; cantan en la lengua de Ausías March, del divino Ausías, como llama Jorge de Montemayor al Petrarca lemosín. Junto a ellos, porque el porche no da más, otra rueda de bardos, de cuclillas en el solado, hace oír una cantiga en la lengua del Rey Sabio. Son segadores gallegos que, en espera del pote, sacuden la morriña cantando.

El soportal es una grillera; pero como la casa es horno y la calle quemadero, allí me quedo y me siento ante una mesa que está libre, mirando los fuegos artificiales que queman en la plaza. Noto cierto revuelo en mis vecinos, los trovadores provenzales y galaicos, e indago la causa. Era que la ventana que daba a la cocina se transformaba en aparador y en ella aparecía una bien oliente cazuela de arroz. Uno de los catalanes se levanta, la lleva a la mesa y los compañeros completan el servicio tomando platos y cubiertos. Aparece enseguida el pote de los gallegos, y a comer se ha dicho.

A poco rato me toca a mí, si bien para más distinción, es la maritornes la que viene a poner la mesa. Los corcheros mientras comen, parlotean y bromean con esa alegría tan característica de los hijos de Cataluña de que hace mención un canciller de Castilla en el siglo XIII 5; los segadores mascan taciturnos y acansinados como bueyes rumiando. No estriba esta diferencia de carácter en que aquellos sean catalanes y estos sean gallegos, sino en que unos son obreros y otros jornaleros.

El jornalero y el obrero se distinguen desde luego en su aspecto exterior y en su trato: el primero es un hombre humilde y dócil, el segundo es un hombre altivo e independiente. De ahí la supuesta superioridad de los cráneos dolicocéfalos sobre los braquicéfalos, o al contrario, en nuestra Península.

Estas reflexiones me hacía en tanto que saboreaba una espléndida tortilla de jamón, cuando se acerca un hombre y me dice:

—Caballero, voy a comer y no hay otro sitio donde sentarse. ¿Tendría usted inconveniente en que me siente a su mesa?

—Ninguno, amigo —le respondí casi sin mirarle—. En la guerra como en la guerra.

El hombre tomó un taburete donde lo encontró y sentose frente a mí. Mirele entonces y le conocí enseguida. Era Pedro Mingote, el famoso Mingote del «Monte de las Ánimas» de La Adrada, pero más moreno y con la ropa más raída. Iba, sin embargo, muy limpio, y aunque no le hubiera conocido, le juzgara por lo que realmente era: un artista bohemio. También él me conoció, por lo que levantándose y quitándose el sombrero, me estrechó la mano.

—Llega usted a tiempo, Mingote. Cenaremos juntos; yo le convido.

—Juntos cenaremos, sí señor —me respondió—, pero pagando yo el escote de los dos.

—¿Le ha ofendido a usted mi invitación?

—Por el contrario, la agradezco. Pero yo quiero corresponder a su agasajo de La Adrada.

—¿Quién se acuerda de aquello? —contesté—. Además, no fui yo el anfitrión, sino el señor Vicente.

—¿Y el rico café con que me brindó usted en aquella mañana? Nada, nada; hoy es mi desquite. Ha de saber usted que estoy platudo —añadió placentero, llevándose la mano al bolsillo, del que sacó un puñado de pesetas.

Luego, con acento trágico, declamó:

¡El cielo quiso darme en este día, tras de tanto dolor, tanta alegría!

—¿Descubrió usted algún tapado por ahí? —le pregunté.

—No, señor; este dinero lo gané con mi industria, y ahora mismo acabo de cobrarlo. He servido de modelo a un pintor de este pueblo, y el hombre no se portó mal. Diome quince pesetas por dos lecciones... Pero ya se lo explicaré luego. Ahora, comamos.

Y asomándose a la ventana aparador, dio una voz a la criada para que trajera otro servicio. Lo que empezó en comida iba a concluir en banquete. Ante la expectativa del refuerzo culinario, repartí mi ración con Mingote para no estar yo comiendo y él mirando.

Tras esto, anudamos la conversación.

—Explique su aventura pictórica —le dije.

—Pues estuve en Yuste y allí me encontré con un hombre pintando al aire libre. Hablamos un poco; di a entender al pintor quién era yo, le pareció bien mi tipo y propúsome servirle de modelo. Me apresuré a aceptar. Vinimos a Cuacos, llevome a su casa y el artista me vistió un casco, luego un gorro de corte, después un tabardo, enseguida una cota de armas; más tarde, me obligó a atacarme gregüescos y calzón de punto; sentarme, estirar las piernas como un tenor de ópera que representa Don Carlos o Raúl de los Hugonotes, etc., etc. Y yo, hecho un mascarón, aguantando vela. No me ha pesado; por dos lecciones, a hora por día, hame regalado con quince del ala, como antes dije.

—Señor don Pedro Mingote, ¿qué vulgaridad es está del ala?

—Quise decir de adehala —repuso mordiéndose los labios.

—Muy bien... Y este pintor, ¿es vecino de Cuacos?

—Seguramente, porque aquí tiene casa abierta. Debe de ser una reencarnación del Ticiano, porque no sueña más que en pintar a Carlos V o asuntos con él relacionados. Yo, por ejemplo, le he servido de modelo de Hernán Cortés. Ya sabe usted la entrevista famosa del conquistador de Méjico con el emperador allá en Orán.

—Bien, hombre —le dije, sin dejar de comer...—. ¿Qué tal le pareció a usted Yuste? Yo no le he visto aún.

—Pues será mejor que reserve mi opinión —contestó Mingote pinchando una aceituna—, porque así lo verá usted sin prejuicios. Todo espectáculo está dentro del espectador. A Yuste se va por Carlos V, y la impresión que allí se recibe depende de la opinión en que el visitante tenga al César. La habitación de Carlos V a unos se les antoja la celda vacía de un loco; a otros, el santuario de un héroe.

—¿Qué fue para usted el Emperador?

—Un hombre entre loco y héroe, un Quijote imperial. Un hombre empeñado en establecer la monarquía universal, que todo lo veía a través de este prisma fantástico. Nació duque de Borgoña, fue rey de España, llegó a emperador de Alemania, y ni fue valón, ni español, ni tudesco. En poco estuvo que volviera del revés el guante (Gante) en que nació; haciendo el paralelo entre las lenguas que conoció en su tiempo y que poseía, dijo que «el alemán era lengua para hablar con los caballos»6. Lo cierto es que cuando Lutero, en la Dieta de Worms, pronunció su discurso en alemán, se lo hicieron repetir en latín, porque al Emperador le placía más esta lengua.

Por lo que se refiere a España, la consideraba como su gallina de los huevos de oro de las Indias. Fue una desgracia que el patrimonio de Isabel la Católica pasara a manos de un nieto pródigo extranjero, que descuidando los propios recursos de España, vivió inflado con la abundancia y esplendor de los tesoros de América. Un ejemplo entre ciento: cuando por vez primera desembarcó en España, en Villaviciosa de Asturias, como le sirvieran, entre otros platos, sardinas fritas que nunca había probado y que le gustaron mucho, prohibió que se las presentaran en lo sucesivo, porque se enteró del poco precio en que se vendían. Cuéntase en cambio de Isabel de Inglaterra, que para estimular la pesca del arenque en su país, se aficionó a este pescado y llegó a prohibir a los ingleses el uso de la carne dos días por semana.

Fue campeón del catolicismo, y tuvo preso al Papa, disculpó que colgaran de la horca al obispo Acuña y, aquí en Yuste, llamaba hideputa al pobre fraile que desafinaba en el coro.

Había en él cierta influencia atávica, cierto desequilibrio mental que fue y sigue siendo el buitre de los Austrias. Sin hablar de su madre, la infeliz doña Juana, a su abuelo paterno Maximiliano que se titulaba rey de Reyes, los italianos le cambiaron el nombre por el Sin cuartos, a causa de su avaricia y pobreza; Federico III, padre de este y bisabuelo de Carlos, murió de una indigestión, después de haberse pasado la vida organizando sociedades de templanza, de las que era presidente. El Emperador, por no ser menos, se empeñó aquí en poner muchos relojes a una misma hora, cuando no había podido arreglar el reloj de su imperio.

—Esto no pasa de ser una leyenda, como la de los funerales en vida —argüí.

—Lo sé —retrucó Mingote, que aprovechó la interrupción para beberse un vaso de vino—; pero estas leyendas dan la medida del juicio que los contemporáneos del César hicieron de él, tomando a insigne chifladura su retiro a un convento después de pegar fuego a Europa por los cuatro costados. Por menos llamaron loco a Nerón, porque en el incendio de Roma subió a una colina a cantar versos de Homero.

—¿Es este todo el concepto que le merece Carlos V?

—Admiro en él sus deseos de inmortalidad y de gloria, aunque errara en creer que la voluntad consigue todo lo que desea. En lo demás, no fue el fénix de su tiempo, ni mucho menos. Bien es verdad que le tocó vivir en un siglo que daba a puñados los grandes hombres. Fue, sí, un águila que empolló los aguiluchos que habían de escalar el empíreo a más altura que él. Aun así desconoció a algunos de ellos y quiso aniquilarlos. Cuando Carlos V vio por primera vez al Reformador, en aquella Dieta de Worms, al hombre cuya palabra revolvía el imperio, hubo de volverse a uno de sus cortesanos, diciendo con desdén: «Por cierto no será este hombre el que me convierta en hereje». Más tarde se arrepintió de no haberle quemado vivo. No llegó a comprender el Emperador que el movimiento reformista estaba en la Iglesia, en el pueblo, en el siglo.

Tampoco se enteró de la reconquista católica a que se lanzó la milicia de Loyola. Lea usted si no su conversación en Yuste con san Borja, tal como la refiere el cronista Sandoval.

Note usted que ni siquiera el siglo en que floreció Carlos V lleva su nombre, sino el de los Médicis, y es porque, al revés de estos príncipes y del gran papa León X, el Emperador no supo adornar la realeza con la serenidad de las Gracias. En lo que también le llevó ventaja su rival Francisco I, el cual, en vísperas de una batalla, oía música, sonetos y cuentos de amor, en tanto que Carlos de Austria velaba repasando las cuentas del rosario.

—Por último, Mingote, ¿tampoco le impresiona a usted el retiro del César a este rincón del mundo, este vencimiento de sí mismo, que tanto encomian sus panegiristas?

—Déjese, amigo, de vencimientos de sí mismo y de otras frases hechas adobadas por filósofos. La mayor parte de los titulados «héroes de sí mismos» son Diógenes soberbios que pisan la vanidad de los hombres con una vanidad mucho mayor. Carlos V se retiró porque se veía viejo y enfermo, y porque se consideró caballero andante vencido después de la cerdosa aventura de Magdeburgo. Pero se retiró con ostentación. «El que se retira con ostentación —escribe Séneca— convida a todos a que le visiten», convoca turbam. Esto hizo el Emperador, y así convirtió Yuste en palacio y Cuacos en arrabal de cortesanos y soldados.

So pretexto de hacerse eremita, hizo ni más ni menos que un mercader de Flandes que liquida sus negocios y se retira al campo. Al soltarse el regio manto, quedó el hombre al vivo: el flamenco aficionado a la buena mesa, a la cerveza y a las mujeres, aunque estas no las catara en Yuste. No obstante, para su compaña y conhorte se trajo a este retiro una servidumbre compuesta de cuarenta y cinco personas, de las cuales: cuatro cocineros, un pastelero, dos salseros, dos panaderos, un frutero, un gallinero, un cazador, un tonelero, un cervecero, dos sirvientes de cava, etc., etc.

Trájose también la reliquia de uno de sus amoríos: el hijo natural de la Blomberg, que aposentó en Cuacos, haciéndole pasar por cosa del mayordomo Quejada. Por cierto que el tal rapaz —porque era un niño de diez años— gustaba de merodear en cercado ajeno, lo que le valió una pedrea de los chicos de este pueblo. Fue entonces cuando la voz de la sangre pudo más en el Emperador que la razón de Estado, y el niño Jerónimo resultó ser don Juan de Austria. Aún les dura el susto a la gente de Cuacos, y esto que ha llovido desde entonces; como que el Emperador les amenazó con arrasar el pueblo si no daban cumplida satisfacción del agravio. Lo más chusco es que mientras el viejo león sacudía airado las melenas, el orbe católico le creía un manso cordero postrado al pie de la Cruz, haciendo ejercicios de cristiana paciencia.

En fin, llegó el último del Emperador; se murió. La parte principal voló al cielo, en expresión del maestro León; quedó en tierra su cuerpo, al que no tuvo por qué pedir perdón del mal trato que le diera, como diz que hizo el seráfico de Asís en su hora de muerte; y quedó, además, la fama de «héroe de sí mismo», como antes decía usted.

A buen seguro que Cervantes le tenía presente cuando escribió el irónico epitafio de Don Quijote:

Yace aquí el hidalgo fuerte, que a tanto extremo llegó de valiente, que se advierte que la muerte no triunfó de su vida con su muerte. Tuvo a todo el mundo en poco; fue el espantajo y el coco del mundo, en tal coyuntura, que acreditó su ventura, morir cuerdo, y vivir loco.