JORNADA QUINTA
EL VIEJO Y LA NIÑA
DÍA de mucho, víspera de nada; o como decían los sopistas de Salamanca: Post festum, pestum.
Tras la fiesta vino la peste; peste de basura e inmundicias en la plaza, peste de mendigos en las calles y peste de cuatreros en los campos. A conjurar esta triple calamidad, ocurre un bando del alcalde que pone en movimiento al ministril que lo pregona, al son de tambor; al alguacil que arroja a los pobres, forasteros; y a los guardas jurados que avizoran en las lindes de las heredades. Los labriegos, prevenidos, vigilan sus cosechas y ganado.
A poca distancia del pueblo hay una casita de campo cercada por una tapia, en medio de campuzanos adehesados pertenecientes a la finca. Viven en ella dos hermanas, dos mujeres solteronas, sin más compañía que una niña, la cenicienta de la casa, que sirve de doméstica y de porquera. Barre el suelo, friega platos, saca y acarrea agua del pozo y, en las horas de descanso, pastorea una cochina con dos marranetas, que le dan que hacer más que dos criaturas traviesas.
La casa aquella y sus inquilinas tienen mala fama en La Adrada. En ella vivió el tío Blas, un viejo avaro, el hermano de las dos mujeres, que acaparó dinero y tierras con préstamos leoninos e hipotecas usurarias. Cerrada la puerta a pobres y necesitados, el tío Blas la abría únicamente a las víctimas que iban a ponerse al alcance de sus garras. Como no cultivaba sus tierras, se excusaba de labradores y colonos. Así, sin amigos ni criados, vivía retirado en compañía de dos hermanas, tan secas de corazón como él.
Pero un día, estas corrieron al pueblo a dar parte de que a su hermano le había ocurrido una horrible desgracia. Acudió el juzgado y se supo todo. El tío Blas acostumbraba encerrarse en una habitación donde tenía instalado un baúl de hierro en que guardaba sus monedas. Allí pasaba horas enteras regodeándose, con la vista y con el tacto, en la contemplación y cuenta de su tesoro. Llamáronle las hermanas para cenar, y como nadie contestaba y la encerrona duraba más de lo regular, se alarmaron; creyeron en una muerte repentina, y ante la imposibilidad de abrir la puerta, corrieron azoradas al pueblo.
Al comparecer la justicia y forzar la puerta de la estancia en que se había recluido el tío Blas, vieron a este, cadáver, con la cabeza cortada, metida en el baúl con el tesoro que este contenía. A juzgar por la situación en que se encontró al tío Blas, este fue víctima de su vicio. Indudablemente, cuando el viejo iba a palpar o sacar las talegas, la pesada tapa del cofre cayó sobre el cuello del avaro y le decapitó a manera de guillotina; cayó la cabeza dentro del baúl y el tronco quedó fuera.
Nadie se afligió por la tremenda desgracia y el tío Blas fue enterrado como un ajusticiado por el castigo de Dios.
Esta ocurrencia colmó la antipatía de todos hacia la casa maldita, a la que correspondieron las dos hermanas encastillándose en ella, sin asomarse nunca por el pueblo, disfrutando solitarias y egoístas de la herencia del avaro, que el notario de La Adrada administraba.
Una tarde llamó a su puerta una pobre niña extraviada o abandonada de sus padres en el camino. Por su aspecto y por sus modales se conocía que era hija de mendigos. Las hermanas se conmovieron por primera vez en su vida, la hicieron merendar y la preguntaron quién era y de dónde venía; concluyendo, de común acuerdo, por recogerla, pero con su cuenta y razón. Ya que era imposible procurarse una criada en la comarca, por la antipatía general que todos tenían por ellas, tomarían aquella chica a su servicio.
La niña dijo llamarse Ramona; no sabía leer ni escribir y tampoco ninguna de las labores de su sexo. Aparentaba unos nueve o diez años de edad, pero era una muchacha crecida, fuerte y sanota, acostumbrada a las inclemencias de la vida vagabunda. Todo esto ayudaba los planes de las hermanas y, desde el primer día, la agobiaron de trabajo, tratándola con despego, como a un animal que les era útil.
Ramona, acostumbrada tal vez a peores tratos, no se daba por sentida, y menos por resentida; encontraba muy natural esto de tener que trabajar para comer. Como, además, no trataba con más personas que sus señoras, se fue acostumbrando a las solteronas, a pesar del mal trato que de ellas recibía, y les prestaba obediencia, como un perro a su amo, sin quererlas ni aborrecerlas.
Su único amor era una muñeca que acostaba con ella y llevaba en brazos cuando salía a pastorear los cerdos. Esta muñeca era un fantoche con cara de niña, bastante bien hecha, que Ramona se encontró en la dehesa colindante y que seguramente habría caído de algún carro de saltimbanquis que iban o venían de dar una función de títeres en el pueblo. Ramona alzó el muñeco del suelo y aquella tarde, cuando la llamaron desde la casa antecogió sus tres cerdos y vino alegre como unas pascuas. Las solteronas no hicieron caso de su hallazgo, y dejáronla en posesión del fantoche.
Desde este día, Ramona se sintió más feliz porque tenía una compañera en aquella muñeca que, aunque no hablaba ni movía los ojos, parecía entender y corresponder a lo que ella le decía. Poco a poco, con guiñapos y cintas viejas que tiraban las señoras, la niña la fue vistiendo y, a poco tiempo, le fue aderezando una pequeña guardarropía.
A todo esto, por esos días en que fue la feria de La Adrada llevaba cerca de un año en la casa. Con ocasión de esa fiesta, las hermanas iban por única vez al pueblo para cobrar sus rentas en la notaría, hacer compras en la feria y asistir a los oficios divinos y a la procesión.
Aquel día Ramona lo pasó entero en el campo, con su muñeca, con los cerdos y con una hogaza que le dieron las señoras, quienes al irse al pueblo cerraron postigos y ventanas de la casa, llevándose la llave de la puerta. Esto le pareció a la niña un día de asueto: no tenía que hacer ningún menester casero y camparía por sus respetos, allá en la dehesa, oyendo las campanas del pueblo, viendo volar a lo lejos cohetes y globos de papel y cruzar por los senderos alegres caravanas de mozos y mozas.
De su alegría hacía partícipe a la muñeca, zarandeándola para que no se durmiese, hablándola y levantándola en vilo para que viera todo cuanto a ella le alegraba.
Ya cuando atardecía, llegaron sus señoras y desde una ventana le dieron voces. Ramona arreó la cochina en dirección a la casa, y en esto vio que le faltaba un marranillo. Mira a todos lados, corre cuitada de acá para allá y no lo encuentra. Comprende que se le ha perdido o que se lo han robado, y desesperada, grita y llora. Ya cerca de la casa, le preguntan sus amas, y antes que responda entienden lo que pasa. Salen frenéticas y descargan golpes y dicterios sobre la infeliz.
Cansadas las manos y las lenguas, una de las hermanas entra los dos animales que quedaron, y cuando la niña se dispone a atravesar el umbral, la otra hermana le arrebata la muñeca del brazo y va a cerrar la puerta. Ramona se arrodilla; gimiendo y suspirando pide perdón, y ya que la dejan fuera, suplica su muñeca. Todo es en vano; las solteronas la rechazan y antes de cerrar la puerta, una de ellas grita:
—Busca el cochinillo, porque mientras no vuelvas con él, no entras más en esta casa.
Y afuera se queda la pobre niña dando alaridos de dolor. ¿Qué va a ser de ella? La noche va cerrándose, velan las sombras el horizonte y el aire empieza a refrescar. ¿Cómo encontrar el cochinillo a aquellas horas? ¿Dónde pasará la noche?... Torna a la casa y vuelve a implorar a voces; pero la casa, implacable, se muestra silenciosa y cerrada, sin un rayo de luz que se filtre por las ventanas.
Ramona comprende que no hay remedio y se aleja llamando y buscando a ciegas al cochinillo. Más que cansada, medrosa por el silencio y la oscuridad, se acuerda de la choza de campo que le sirve de refugio a ella y a los cerdos cuando llueve. El instinto se la hace encontrar y allí decide pasar la noche. Pero así que entra, tropieza con un bulto.
Despavorida, pregunta:
—¿Quién está aquí?
Enciéndese una cerilla y Ramona ve un hombre que se incorpora en el suelo y, con suavidad, la dice:
—No tengas miedo, muchacha. Entra, que cabemos los dos.
Duda la niña entre quedarse o irse; pero el desconocido vuelve a decirle:
—La noche está fría. ¡Vaya! Entra y dormiremos juntos.
El tono de voz de este hombre y su semblante bondadoso, que la niña ve a la luz de otra cerilla que aquel enciende, tranquilizan a Ramona.
El huésped de la choza es el señor Vicente, a quien el frío de la noche hizo entrar en el primer tugurio abierto que encontró a la salida del pueblo. Está reclinado en el suelo sobre unas pajas y se abriga con una manta. A su lado se sienta la niña, y los dos huéspedes miran silenciosos el jirón de cielo estrellado que se atisba desde el fondo de la choza aportillada.
—¿Qué te pasa, hija mía? —pregunta al fin el señor Vicente—. ¿Cómo andas sola? ¿Vienes perdida?
La niña, llorando, se lo explica todo, sin olvidar el secuestro de su muñeca.
—No te apenes, hija —dice el señor Vicente—. ¿Cómo te llamas?
—Ramona.
—Pues bien, Ramona, mañana se arreglará todo; mañana tendrás tu muñeca. Ahora, a dormir, que es tarde y hace frío— ¿Quieres comer? —añade, brindando a la niña con pan y queso de las alforjas.
Come Ramona, y acabada la refacción, el señor Vicente esparce la paja, hace que se tienda la niña a su lado y estirando la manta para que llegue a los dos, se entregan al sueño.
Ramona durmió como niño en el regazo paterno; pero, cuando fue de día, se le recrudeció el dolor de la víspera.
—No llores, chiquilla —le dijo el señor Vicente, enjugándole las lágrimas—. Ea, vuelve a contármelo todo.
Ramona repitió la relación de la noche, añadiendo ahora cómo y con quién vivía, y señalando la casa que señoreaba la dehesa. El señor Vicente la oía acariciándose la barba, en actitud pensativa. Cuando la niña acabó de hablar, le dijo:
—Mira, Ramona, no te muevas de aquí hasta que yo vuelva. Voy a hablar a tus señoras.
—No le recibirán a usted.
—Ya verás que sí. Conque lo dicho; quietecita aquí, que yo volveré pronto. Ahí te dejo la alforja y la calabacita del agua para que tomes un bocado.
A todo esto, el señor Vicente se había lavado en un regato próximo la cara y las manos, y limpiado la capa de polvo y paja. Empuñó el bordón y echó a andar hacia la casa.
Aunque era temprano, se veían ventanas abiertas y ropa de cama aireándose en una de ellas, señal de que los inquilinos estaban de pie. Sin llegar a la puerta, el viajero se detuvo a pocos pasos de la fachada, y dijo en voz alta:
—¡Ave María!
A esta salutación sucedió el asomarse una de las hermanas.
—Dios le ampare, hermano —dijo, creyendo que se trataba de un mendigo.
—Así sea —contestó el señor Vicente—. ¿Es esta la casa que perdió ayer tarde un cochinillo?
—Sí, señor; ¿sabe usted de él?
En esto, se asomó la otra hermana.
—Señoras —dijo el señor Vicente—, si me lo permiten, quisiera hablarles sobre este asunto.
La esperanza de recobrar lo perdido y la buena apariencia del señor Vicente hacen que las mujeres le abran la puerta, y en el mismo umbral, aquel empezó así su parlamento:
—Señoras, ante todo les voy a hacer esta pregunta: ¿Les convendría a ustedes un hombre que les trabajara sin vivir en esta casa y sin cobrar salario; es decir, un mozo de balde?
—No necesitamos mozo ni criado, porque nos bastamos las dos solas —contestó desabrida una de las solteronas.
—Ya sé que no son ustedes labradoras, pero necesitarán leña o carbón para la casa.
—Lo compramos con nuestro dinero. Repito que no necesitamos de usted. ¿Eran estas todas las nuevas que nos traía en albricias del hallazgo?
—Por desgracia, señoras, no hay tal hallazgo. El cochinillo está perdido definitivamente, como que lo habrá robado y matado alguno de los gitanos que vinieron a la feria. Pero yo vengo, en nombre de Ramona, a indemnizar a ustedes de la pérdida.
—¡Aviadas estamos! No nos hable usted de esta pícara, que nos cuesta más que ella vale. —Yo les pagaré también la parte de Ramona —sigue diciendo, sin inmutarse el señor Vicente.
—Pero, buen hombre, ¿qué le importa a usted de ella? ¿Es usted su padre? Ea, acabe de explicarse.
—Sí, señora, voy a explicarme, y quiera Dios que ustedes me entiendan —responde el señor Vicente con humildad—. Yo no soy nada de Ramona, como no sea su hermano en Jesucristo. Esta noche me la encontré afligida y sola en medio del campo. Sé que la infeliz no tiene padres ni bienhechores, y sé también que, por la pérdida del cochinillo, ustedes le han despedido. Trato únicamente de reparar su falta, pagando lo que ella deba.
—¿Trae usted mucho dinero? —dice con sorna una de las mujeres.
—Lo que se llama dinero, no, pero algo equivalente... Se me ocurre una idea. Han dicho las señoras que compran la provisión de carbón. Sé por Ramona que son ustedes dueñas de un encinar en el vecino monte. Pues bien, yo me comprometo a cortar leña y hacer el carbón que necesiten por el tiempo que fijemos. Creo que a las señoras les convendrá el trato, porque, sobre ahorrarse el gasto del combustible, a mí no me han de pagar nada por mi trabajo. Solo necesito un hacha y un horno, que para lo demás yo me arreglaré.
La proposición es tan halagüeña, que las hermanas se miran y tácitamente convienen en aceptarla. El señor Vicente lo comprende, y, más animado, vuelve a la carga.
—Las señoras fijarán la cantidad de carbón con que se den por pagadas de la deuda de Ramona.
—Pues ya puede usted echar arrobas —responde una de aquellas—. Calcule usted: un año que la desharrapada se ha llevado con nosotras, comida y vestida y alojada, para no hacer nada. A esto hay que añadir la pérdida del animal.
Y a propósito de la marraneta, la solterona hizo las cuentas de la lechera.
—Bueno —replicó el señor Vicente—. ¿Les parece bien a las señoras veinte arrobas por el marranillo y otras veinte por los gastos de Ramona?
Las hermanas, calculando cada arroba al precio que a ellas les costaba, dijeron que sí.
—Pues no molesto más —concluyó el señor Vicente—. Cuenten ustedes con las cuarenta arrobas, que entregaré en el monte por remesas semanales o quincenales, según se dé. No olviden de avisar al guarda para que sepa a lo que voy. Ahora, antes de despedirme de las señoras, he de pedirles un favor... Que me entreguen la muñeca de Ramona.
—Esto faltaba —repuso una de las arpías—, que diéramos gusto a la pícara desagradecida. No damos la muñeca.
—Pues entonces la compro. Añado diez arrobas más y serán cincuenta. Venga la muñeca.
Las solteronas se la entregan, y el señor Vicente se despide, mientras ellas se dicen, mirándole desde la puerta:
—¡Qué hombre tan raro!
—¡Vaya! No hay mal que por bien no venga —contestó la otra.
Es de suponer la alegría con que Ramona vio venir al señor Vicente con la muñeca. Brincó como una cervatilla y colmó de besos a sus dos amigos.
Después que el señor Vicente me contó todo esto, al otro día que le alcancé en el camino, acabó diciéndome:
—Me pareceré a Jacob, que sirvió a Labán siete años por Raquel (señalando a Ramona) y otros siete años por Lea (señalando a la muñeca que la niña llevaba en brazos).