JORNADA OCTAVA
EL HALCONERO DE PEDRO BERNARDO

HE aquí un nombre de pueblo que suena a nombre de cruzado, por más que el Pedro Bernardo avilés no tenga nada que ver con Pedro el Ermitaño ni con el gran abad de Claraval.

El pueblo da nombre a la sierra en que está enclavado. El contraste del macizo sombrío de las montañas con el limpio verdor de las abras por las que se cuela el Lanzahita; la visión de tanto pueblo y alquería; las aspas giratorias de los molinos; las mujeres, con trajes charros, lavando en las acequias del ejido, y el ondular de las recuas por escarpes y laderas, dan la sensación de un paisaje de nacimiento en que cada palmo de terreno ofrece una nota variada y pintoresca.

Pedro Bernardo fue un tiempo famoso por sus sombreros de paño y por sus cazadores de rebecos; pero las fábricas vinieron a menos por la competencia de la gorra y del hongo barato, y los cazadores se acabaron con la veda de las cabras monteses, reservadas a las escopetas del rey y de algunos magnates.

Todo esto me lo cuenta en el casino don Braulio Corvalán, hidalgo del pueblo, capitán retirado de infantería, que se pasa el día adiestrando halcones, y la noche jugando al tresillo.

Es un tipo moreno, de complexión recia y de gran bigote negro borgoñón. Este don Braulio fue un tiempo de los aficionados a correr gamuzas; pero al ocurrir la interdicción venatoria, colgó la escopeta de caza, jurando no volver a empuñarla en su vida. ¿Cómo había de resignarse a fusilar gazapos y perdigones un hombre avezado a la caza mayor?

—Esto, unido a los mordiscos de una pícara gota que me atormentó hace tiempo —siguió diciéndome el señor Corvalán— me convirtió a la cetrería, haciendo que los halcones cacen por mí.

—Caza nobilísima es esta, señor don Braulio —contesté—; ¿pero está permitida?

—Como si lo estuviera; porque la ley de Caza si no la autoriza, tampoco dispone nada en contrario. Aunque así no fuera, en los pueblos no se hila delgado en esta materia. Figúrese usted que hace pocos días, el bruto del secretario municipal fusiló a una cigüeña anidada en el campanario, porque sí, porque le dio la real gana; porque ni la autoridad ni nadie se había de meter con él. Además, aviado estaría yo si también me prohibieran la caza de altanería; como que tengo aves adiestradas que valen más de 500 pesetas.

—Y ¿de qué le sirven a usted?

—Para cazar y para venderlas. En Inglaterra, en Francia y en Alemania, donde se conserva todavía la tradición de la caza de altanería, hay aficionados con los que canjeo mis aves; fuera de que en España no faltan aristócratas que también vuelan el azor en sus posesiones. Por estos mismos días ha llegado a Madrid un embajador marroquí con tres halcones que envía el sultán al rey de España.

—¿Es remunerativo el negocio? —seguí preguntando.

—Una cría de halcones niegos, o cogidos en el nido, vale unas veinticinco pesetas; si el halcón es mudado o cogido al paso, suele valer de ochenta a cien pesetas. Cuando está domesticado y adiestrado, su precio depende de la oferta y de la demanda. En general, un halcón perfecto vale de cuatrocientas a quinientas pesetas. El mejor ejemplar de la clase es el halcón peregrino o pasajero que anida en los cantiles de las playas; y no es cosa de poco mérito alcanzar un nido que se halla en plano vertical y a una altura de más de cien metros. Añádase a esto el tiempo y paciencia que se necesita para enseñarles a cazar, y comprenderá usted por qué se cotizan tan alto algunos halcones.

—Por cierto, que para mí sería una novedad ver un halcón cazando.

—Pues hoy lo verá usted. Cabalmente, en estos días de siega pululan bandadas de cuervos y cornejas que devastan los campos; y el juez, que sabe mis aficiones, me ha requerido a que esta tarde dé una batida aérea a los avechuchos.

Por de pronto, don Braulio quiso llevarme a su morada; un edificio apartado, muy en consonancia con las aficiones de su dueño; un caserón con cubos salientes en los dos ángulos, cuya vetusta arquitectura daba a entender que otrora fue aquello un baluarte o alcazaba del pueblo. Encuadradas sobre el antiguo patio de armas corrían las galerías del plano superior con unos arcos tapiados y otros resguardados por esterillas y persianas.

En uno de estos corredores, expuesta al aire y al sol, estaba aposentada la volatería en alcándaras y jaulones, entre un arsenal de trofeos de altanería; redes de malla, cuerdas, señuelos con alas de pichón, cascabeles, chaperones, guanteletes y demás.

De algunas jaulas colgaban cartelas con el nombre del huésped alado, seguido de su filiación. Así:

CAÍN. Halcón macho. Práctico en el vuelo de huida y en el vuelo a lance directo. Gran cazador de palomas.

LUZBEL. Azor. Adiestrado para el vuelo bajo. Cazador de liebres.

GOLIAT. Gerifalte gruero. Cazador de patos.

Y así sucesivamente, con Caifás, Tarik y Mambrú, nombres, como se ve, sonoros y significativos de los principales educandos del señor Corvalán.

A cuidado de estos avechuchos y, por ende, a servicio de su dueño, era una sola persona, el joven Melchorcán, halconero y ayuda de cámara juntamente.

A primera vista el tal Melchorcán causaba extrañeza. Era un doncel que escasamente tendría diez y ocho años, de cutis fresco y sonrosado, de ojos azules, pero con la cabeza enteramente blanca, que hacía más blanca el negro bozo que alfombraba el labio. Pensé si este albor capilar consistiría en tener el cabello embadurnado con polvos de arroz, como estilan los lacayos de algunas casas grandes, pero pronto averigüé la verdad.

—Este joven —me contó el señor Corvalán llevándome a su despacho, convertido en museo de arreos militares y cinegéticos— es hijo de un antiguo cazador de rebecos, criado en los picachos de la sierra. Una tarde, y de esto hará tres o cuatro años, estando juntos padre e hijo en su puesto, avizorando la presencia de alguna cabra montés, oyeron los graznidos de unos aguiluchos asomados en un mechinal del tajo cortado a pique al pie de los cazadores. Como estos hacían igualmente a pelo que a pluma, se les ocurrió apoderarse del nido para negociar la cría; pero como la aguilera estaba en un precipicio, no había más remedio para llegar a ella que descolgarse por un cable. A este fin, el padre ató una cuerda al hijo por la cintura, lió el cabo a un árbol, a manera de torno, y fue arriando soga hasta llegar al nido. El muchacho, empuñando un cuchillo que le servía para cortar los espinos y zarzas de la muralla, iba cogido a la cuerda con la otra mano, y gateando entre las grietas del tajo pudo llegar al nidal y apoderarse de la cría implume. Dio una voz, y el padre procedió a izarle, cobrando soga y arrollándola al torno del árbol. Entretenidos en la faena, no vieron dos puntos negros que asomaban en el horizonte y que en un momento se convirtieron en dos águilas gigantescas. Eran los padres de los aguiluchos, que desde las alturas habían visto el robo de la nidada y venían en auxilio de su prole. Los cazadores, si bien cuitados por los aleteos y graznidos de las águilas, no por esto se intimidaron; el padre seguía izando al hijo, y este ascendiendo con tiento y cuidado; un metro escaso faltaría para llegar a la cima, cuando una de las águilas, una hermosa águila real, acometió tan de cerca al muchacho, que este se vio en la necesidad de defenderse dando mandobles con el machete. En uno de los golpes ciegos que daba al aire, tocó la soga y la hizo un corte. ¡Qué terror! ¡Por arriba el águila que pugnaba por picotearle en los ojos; por abajo la sima abierta para tragarlo! Por fortuna, se libró de uno y otro peligro, porque a los pocos minutos llegó a salvamento, con la serenidad bastante para no soltar la presa. Pero el susto fue de órdago. ¡Qué tal sería que en menos de cinco minutos se le puso al muchacho todo el pelo blanco!

Como usted comprenderá, un chico de esta historia era el que yo necesitaba para halconero; y por esto le tomé a mi servicio. Su nombre propio es Melchor, por lo que, a raíz de su metamorfosis capilar, diéronle en llamar Melchor Cano; pero como el mancebo no tiene nada de teólogo, yo se lo acorté en Melchorcán, nombre más eufónico y que tiene cierto dejo escuderil.

No pude menos de celebrar el buen gusto del capitán en esto de poner nombres a personas y animales. A todo esto, las rapaces de la galería alborotaban la casa con sus chillidos desagradables.

—Algo revueltos están sus educandos, señor Corvalán —le dije, por no decir que estaban hechos unos alborotadores insufribles.

—Es que Melchorcán está con ellos, y como le conocen, háblanle a su manera. Además, como él les sirve la comida, quiérenle más que a mí que los educo. Los halcones se parecen en esto a los niños, pero aventajan a algunos hombres, en que tienen el estómago agradecido. Cabalmente, todo el secreto de la cetrería está basado en este principio.

—¿Cómo así, señor Corvalán?

—El arte de adiestrar a los halcones empieza por domesticar el ave. Se le ciñe el chaperón para poderla manejar más fácilmente; se le pone apiolada en la muñeca; se le acaricia con una pluma; se le acostumbra, en fin, a perder el miedo al hombre. Luego viene la lección del señuelo, que aprende pronto, porque el halcón llega a comprender que en el señuelo va la comida. El señuelo es un tablero en forma de herradura, en el que se fijan dos alas de paloma y donde se atan los pedazos de carne que se quiera dar al ave. Cuando está acostumbrada a comer en el señuelo, se le enseña a coger el animal para cuya caza se desee utilizar el halcón. Y aquí hago punto, porque usted juzgará de lo demás asistiendo a la cacería de cuervos anunciada.

La cual no se hizo esperar, porque a poco vimos venir al juez entre dos pardillos de cara afeitada y buen cogote, que por la pinta serían Camachos de pueblo o labradores ricos. Bajó Melchorcán a abrir; el capitán hizo las presentaciones de rigor, y enseguida nos echamos afuera, llevando apiolado y encapillado a Mambrú, que había de ser el héroe de la jornada.

Bajando y subiendo callejas empinadas, algunas con escalinata, salimos al descampado. En el primer rastrojo vimos cernerse la bandada de cuervos, a los que se la tenía jurada el juez por el daño que hacían a sus labrantíos.

Hicimos alto todos; tomó el capitán a Mambrú de manos de Melchorcán, quitó el chaperón al ave y la preparó para el vuelo.

A una distancia de cien o ciento cincuenta metros donde posaba la bandada, soltó el halcón, dándole un capirotazo. El pájaro empezó por describir círculos alrededor de su dueño, subiendo en espiral a gran altura.

Tan pronto como los cuervos le vieron, iniciaron la desbandada; pero como el vuelo del halcón es mucho más rápido que el de aquellos, en muy poco tiempo los alcanzó. Eligió por víctima uno de los que estaban más separados de la columna, lo agarró y rápidamente se remontó de nuevo, entre los fuertes graznidos de terror del prisionero.

Soltó luego la presa, y cayendo sobre ella, con las alas plegadas, la pasó con el espolón. Volvió a remontarse, y por segunda vez se abatió para rematar a su víctima, rompiéndola con el pico la columna vertebral.

Como Mambrú había cumplido con su obligación, Melchorcán se dispuso a darle el cebo de premio: los sesos, el corazón y el hígado del cuervo, que de derecho le correspondían. Y fue cosa curiosa por demás ver cómo el halcón, que estaba posado con las alas abiertas sobre el cadáver, volvió dócilmente a manos de su dueño a un pequeño silbido que este dio.

Todos, y yo en particular, veíamos con interés este ejercicio de cetrería; y no hay que decir si el capitán se enorgullecería de su educando, por ser el primer vuelo que este hacía en libertad.

Pero Mambrú se la tenía guardada. Hastiado, sin duda, de la carne de caballo muerto que le servían a diario, y hallando suculentos por demás los despojos palpitantes de la pieza cobrada, el halcón resolvió hacerse independiente y cazar por su cuenta; así que, esquivando las caricias del capitán, echó a volar en busca de los fugitivos cuervos, que estarían a cien varas de distancia.

Mambrú, como un colegial tímido, hacía su escapatoria volando de mata en mata y de árbol en árbol; pero alejándose cada vez más, mientras su amo probaba atraerlo con llamadas y silbidos, secundándole Melchor, quien, a su vez, pretendía atrapar al fugitivo, corriendo tras el halcón y llamándole por su nombre.

A los gritos del halconero acudió la muchachada de los labradores vecinos, gritando a coro con él: ¡Mambrú, Mambrú!, hasta que el halcón, asustado de tal escandalera, voló y se perdió de vista. Entonces Melchorcán volvió sobre sus pasos, y vino a reunirse con nosotros, pero sin dejarle la chiquillada, que a grito pelado iba cantando:

Mambrú se fue a la guerra, mire usted, mire usted qué pena; Mambrú se fue a la guerra no sé cuándo vendrá, do re mi, do re fa, no sé cuándo vendrá.

—Vámonos, señores —dijo amostazado el capitán—, que ya ello no tiene remedio. Perdí trescientas pesetas que me hubiera valido la venta del malandrín, pero ya me indemnizaré con solos y arrastres... Por cierto que queda tiempo sobrado para echar una partida hasta la hora de cenar.

Y vuelta al Casino, donde no tuve más remedio que hacer unas veces de apuntador y otras de mohíno en la partida de tresillo organizada por el señor Corvalán.

El capitán fue afortunado en el juego: llegó a ganar tantas pesetas como cifras tenía el guarismo de las que le birlara Mambrú, esto es, tres pesetas, con lo que las trescientas de pérdida quedaron rebajadas a doscientas noventa y siete.

—¡No decía yo! —exclamaba satisfecho don Braulio al guardarse las ganancias—. Principio quieren las cosas.

Volvimos a vernos por la noche, y a hora conveniente nos retiramos a nuestros alojamientos, porque habíamos convenido en salir de madrugada para Arenas de San Pedro, viaje que a todo trance había de hacer el capitán por tenerle citado a consejo de familia una su hermana, viuda de un general y vecina de aquella localidad.