I EL BÁLSAMO DE LA MECA

A partir de Arenas, el puerto de Gredos sube y sube por espacio de dos leguas; el viajero costea un grupo de montañas, de aspecto feroz, las más áridas y empinadas de ambas Castillas; y salvando dos o tres pueblos más, baja a Madrigal de la Vera, pueblo cacerense.

De Ávila, tierra de santos, venimos a Extremadura, tierra de conquistadores.

Los extremeños, dando a un lado la etimología geográfica de su región, dicen que Extremadura deriva de extrema en todo. En parte tienen razón. A la trágica tristeza de las mesetas castellanas; a la visión alpina de las grandes moles graníticas con su cortina de nieve, corrida en invierno, de un tirón, desde el cenit hasta los valles profundos; sigue, a partir de estas gloriosas alturas, una sucesión de montes y vegas que van a empalmar con el regazo lejano de la Vera de Plasencia.

Al luminoso cielo de Castilla, que da a los campos resecos un reflejo gris plomizo, sucede este cielo de Extremadura, menos deslumbrador, pero de matices más variados. Suben de las vegas vapores acuosos, que recorta el viento, y navega el sol por un archipiélago de «rocas aéreas», como llama el salmista a los cúmulos o borreguillos. Hasta el aire que se respira parece otro. Bate estas solanas una atmósfera animada, vital, chispeante; especie de champaña etéreo que embriaga los pulmones.

También los hombres están cambiados. Al castellano, pálido y cenceño, reflexivo y altanero, cuya tranquilidad muscular contrasta con la intensidad febril de su pupila, sucede el extremeño, membrudo y sanguíneo, con mucha dosis de amor propio, pero ágil de carácter, agradable y, a ratos, insinuante.

Esa diferencia de tipos y de poesía de ambas regiones, dan la sensación de dos mundos diversos en el espacio de pocas leguas.

A Madrigal de la Vera llegué una buena tarde, a retaguardia de una tropa arrieril, esperada en el pueblo como agua de mayo, a causa de venir con cargas de pimentón, artículo indispensable a los extremeños por su afición a los picantes y a los embutidos de cerdo.

Algunos de esos arrieros son ordinarios de los pueblos, que van y vienen de las estaciones inmediatas; los más, son trajinantes riojanos y salmantinos que exploran estas tierras, vendiendo su pimentón como oro molido.

Como quiera que yo venía de Arenas con carta de recomendación del insigne don Braulio para su primo el médico de Madrigal, preguntando a los arrieros topé con uno que iba con carga consignada a nombre del doctor. Al entrar en el pueblo, emparejé con mi guía, y sin sacudirnos el polvo del camino, paramos ante la casa.

Dio el arriero un aldabonazo; abrió la puerta una moza, y el hombre preguntó si estaba el doctor. Como la respuesta fuera afirmativa, soltó el arriero el vozarrón y dijo con la mayor naturalidad:

—Pues dile que llegaron las cargas, juntamente con un tío forastero.

No tuvo que molestarse la otra con el recado, porque a este punto bajaba la escalera toda la familia: el médico, su mujer y cinco muchachos, entre niños y niñas.

Sombrero en mano, saludé a los esposos, y preguntando por don Blas Pimentel, que así se llamaba el doctor, le entregué la carta del señor Corvalán.

Don Blas rompió la nema, leyó el papel y, estrechándome la mano, me dijo:

—Trae usted el mejor de los pasaportes, puesto que lo refrenda mi primo Braulio. Sea usted bienvenido a esta casa y entre usted a tomar posesión de ella. Antes me permitirá que despache a este hombre.

Referíase al arriero que en la calle estaba al cuidado de las mulas cargadas y de mi caballo. En pocas palabras quedaron arreglados. Don Blas dio orden de que entraran los animales, y dejando a su mujer en el zaguán para recibir las cargas, me hizo subir a su despacho.

—¿Qué se hacía en Arenas el gran halconero de Pedro Bernardo? —me preguntó sonriente.

—Cazando, según acostumbra —le respondí—; pero esta vez por cuenta de su hermana la Generala, que da quince y raya a don Braulio en la caza de altanería.

Y a continuación referí la caza del palomo Paco por el azor Corvalán, adiestrado por la castellana de Arenas.

—Sí; los dos hermanos son tal para cual —observó el doctor, cuando acabé mi relación—; dos tipos de castellanos viejos de los que quedan pocos, muy señores de su casa y enamoricados de rancias pragmáticas. La Generala es un trasunto de esas ricas hembras castellanas que nos sonríen desde las páginas empolvadas de la historia y desde los cuadros de nuestros grandes retratistas. Pero tampoco se queda atrás Braulio; por su figura y por sus aficiones es un hidalgo del tiempo viejo.

¿Sabe usted a qué debo mi crédito profesional, base de la pequeña fortuna que disfruto? A una antigualla, a una ranciedad quirúrgica con que me vino hace años, ofreciéndose a ser el anima vilis del experimento. ¿No se la refirió Braulio?

—No, señor —respondí—; pero tendré mucho gusto en oírla ahora. Diré, sin embargo, que me hizo grandes elogios de usted en todos los conceptos.

—Ahí donde vio usted a mi primo —añadió el doctor satisfecho con el cumplido—, ahí donde le vio tan suelto y ágil de miembros, padeció en tiempos de ataques de gota en los pies, enfermedad más conocida con el nombre de podagra. Cansado de probar uno y otro medicamento, la casualidad puso en sus manos un manuscrito de Yuste que, como otros papeles del célebre monasterio, sirvieron para envolver granos y especias cuando el cierre de los conventos por Mendizábal. El tal manuscrito era nada menos que un Diario de la vida de Carlos V en Yuste, redactado por uno de los padres jerónimos que fueron compañeros del Emperador. Desgraciadamente, la obra que, a estar completa, hubiera valido un tesoro, tiempo hacía que fue descuartizada y andaba repartida por entregas para usos domésticos.

Algunos de estos papeles sueltos fueron los que vio mi primo. En ellos, con esa letra itálica tan de moda en el siglo XVI, pródiga en abreviaturas y extremadamente ligada, el buen fraile consignaba al dedillo las efemérides del César en su retiro: los personajes que iban a visitarle, los correos que recibía, sus paseos a caballo o en silla de manos, sus conversaciones en el refectorio y en la huerta, etc.

Una de las efemérides decía así:

“Día 6 de mayo (1557). El César recibió a un comendador de Malta recién rescatado de los Baños de Argel. Tuvo con el caballero larga y entretenida plática, y cuando este se partió, entretuvo el emperador a los frailes con la sabrosa relación de una receta con que curaron de la gota en Argel al comendador. Cuando llegó cautivo y viéronle hinchado y que para nada servía, seis turcazos le atirantaron, y desnudándole los pies se los pusieron en un cepo, dándole en las plantas 400 golpes con una caña muy liviana; lo que fue bastante para que los pies se deshinchasen más de cuatro dedos. Enseguida entraba un cirujano, que le escarificaba toda la parte deshinchada, haciéndole echar materia y la sangre extravasada con los golpes. En diez veces de administrarle esta receta, el comendador curó de la enfermedad. Los turcos la juzgan infalible para la podagra, y llámanla El bálsamo de la Meca”.

Cuando esto leyó mi primo Braulio, dio un bote de alegría, y tomando el portante para este Madrigal, vínose a mí con la maravillosa receta. La leyó, me preguntó qué tal me parecía, pero yo no aventuré opinión alguna. La tal receta era una verdadera cura de moro, un medicamento heroico que lo mismo podía sanar al paciente que matarlo. Pero Braulio, que venía resuelto a todo, exigió de mí que se la aplicara, y no hubo más remedio que complacerle haciendo yo de sayón y de cirujano a un tiempo.

El resultado fue maravilloso. En menos días que los turcos curaron al comendador, curé yo a Braulio, si bien el pobre quedó renqueando unos días.

—Y después —interrumpí—, ¿cómo no dio usted cuenta a la Academia de Medicina de un tratamiento tan… eficaz contra la podagra?

—¿Para qué? ¿Para que los académicos se rieran de mí y me llamaran bruto y médico a palos? No, señor; dejé a mi primo que se hiciera vocero y propagandista del nuevo método. A su reclamo fueron acudiendo a mi clínica otros enfermos de podagra y a todos curé a cañazos e incisiones en las plantas de los pies. Resumen: que mi tratamiento empírico de la gota en los pies tiene tanta fama en estas tierras como la hidroterapia del abate Kneipp, y que este pueblo extremeño de Madrigal es la Meca de los gotosos, como el bávaro de Worishofen es la de otros enfermos.

—Muy oportuna es la cita —repuse—; como que a medida que usted hablaba se me acordaba de Kneipp, quien, por cierto, se inspiró también en un tratado del doctor Hahn que cayó en sus manos.

—Ni mi teoría ni la suya —añadió el doctor— están científicamente establecidas. Nos limitamos a ser empíricos con buen sentido. Eso de curarse uno andando descalzo en agua fría o sobre nieve recién caída y sin secarse luego los pies, parece tan disparatado como curar otro a fuerza de flagelaciones y escarificaciones. De ahí, que algunos cofrades vecinos me llamen el doctor Sangredo; pero les dejo que se rían de mi lanceta como yo me río de sus linimentos narcóticos y antigotosos.

En este punto de la conversación, llega a mi olfato un olor penetrante que casi me hace estornudar. Es que la señora médica entraba a dar cuenta del recibo y acomodo de la carga, y, como es natural, venía atufando a pimentón. Arrimados a la cola, seguían dos arrapiezos, parecidos a dos diablillos rojos, según iban tiznados del polvo de las sacas. Tomó don Blas el recado, de un soplamocos ahuyentó a los mascarones y, abriendo una gaveta, sacó el dinero para pagar al ordinario.

—Ea —me dijo—; véngase conmigo, que verá la casa.