II. OCTAVA EPITALÁMICA

Aquella misma tarde, don Braulio empezó el ojeo de su sobrino, logrando dar con el prófugo en una casa extraviada del pueblo, desde la cual tenía emplazadas las paralelas para el asedio de una mujer.

En vez de fruncir el ceño y de hablar con voz avinagrada, el tío trató al sobrino como a un camarada. Se congratuló de verle al cabo de tanto tiempo, y luego, por sus pasos, llevó la conversación al terreno de la disidencia doméstica. El capitán, si bien no alabó la conducta de su sobrino, dio a entender que la dictadura materna fue extremada dando mujer que no se pedía; que hallaba muy humano, muy natural, el capricho por otra hembra, y que él mismo le ayudaría a satisfacerlo, sirviéndole, si preciso fuera, de encubridor —alcahuete fue la palabra que soltó don Braulio en prueba de llaneza y confianza—, a condición de que Paco acabara por disimular y volver junto a las dos atribuladas mujeres.

Date a deseo y olerás a poleo. Tanto habló don Braulio y tan bien se insinuó en el ánimo de su sobrino, que este, entregándose del todo, le confió su mal de amores y cúya era la causa.

Saber callar cuando no se debe hablar no es cosa tan fácil como generalmente se cree. Los hombres sagaces usan de tantos artificios para descubrir lo que les importa saber, que es bastante difícil ocultárselo. Por otro lado, cuando el secreto es de alguna importancia, la utilidad o la vanidad —y Paco se hallaba en ambos casos— tienen un interés peligroso en publicarlo. La mayor parte de los hombres se parecen al criado de Terencio, que nada podía ocultar, al modo de un cántaro agujereado.

En suma: que Paco estaba chiflado por una viuda joven y hermosa que, por más parecerse a Judit, defendía intacta su viudez contra los halagos y asechanzas de un hombre a quien sabía casado. Don Braulio tomó el nombre y las señas de la mujer fuerte, y diciendo a su sobrino que no hay hija de Eva que no caiga tarde o temprano, se despidió, anunciando que iba a empezar las negociaciones amorosas. Al otro día volvieron a verse tío y sobrino: este inquiriendo, ansioso; el otro dando buenas esperanzas. Al tercero, quedó arreglado todo. La viuda, rendida al fin a las instancias del uno y a las persuasiones del otro, venía en otorgar una cita amorosa, a condición que esta se celebrase en una quinta de las afueras, al toque de ánimas, y que dama y galán se encontraran en una alcoba a oscuras.

Don Braulio, al comunicar esta noticia que a tanta altura diplomática le ponía, acreditó igualmente su previsión, manifestando a Paco que tenía ya dispuesto el escondite para recibir a los tórtolos; un verdadero nido de amor, una quinta, próxima al castañar del convento, con habitaciones amuebladas que en tiempo de verano se alquilaba a los forasteros y que por feliz coincidencia estaba aún por arrendar. A esa quinta, don Braulio en persona llevaría la viuda de tapadillo, al toque de oración de aquel mismo día, y, una hora después, al enamorado doncel.

Paco no encontraba palabras para alabar la destreza de su tío, y menos para demostrarle su agradecimiento; pero tampoco estaba el otro para oírlas, porque el tiempo apremiaba. Así que, dándole una palmadita en el hombro, se despidió del sobrino hasta la hora convenida.

Bien hubiera querido el mancebo acelerar la marcha del tiempo, para anticipar la puesta del sol en este día y aparecieran las estrellas que habían de ser las luminarias de su noche de amor; mas como todo llega en este mundo por sus pasos contados, así llegó la hora en que tío y sobrino, procurando no ser vistos de nadie, llegaron junto a la casita, donde seguramente estaría esperando la caprichosa viuda.

La noche estaba serena, y tibio y silencioso el ambiente; silencio y oscuridad apenas interrumpidos por el cabrilleo de las estrellas y los trinos de un ruiseñor en la olmeda del río. Los dos hombres dieron un rodeo a la casa, como medida de cautela, y a continuación don Braulio arrimó a la fachada una escalera de jardinero, ayudando a trepar a su sobrino. A pocas varas del suelo estaba una ventana abierta y por ella se entró el galán. Entonces don Braulio retiró la escalera, y fuese...

A cosa de las diez, le vimos entrar en el Casino. El Capitán, como le llamaban sus amigos de Pedro Bernardo y de Arenas, venía sonriente, alegre y, por lo que se vio después, dicharachero. Recorrió los billares y las mesas de juego; pero, cosa extraña en él, en esta noche ni tomó el taco, ni se sentó a ninguna de aquellas, limitándose a llamar aparte a algunos de los tertulios y hablarles al oído.

De lo que les dijera puedo dar fe, porque acercándose también a mí, que en el Círculo estaba por fuero de transeúnte, díjome:

—Al filo de la media noche tengo citados aquí a algunos de los notables para que me sirvan en un empeño. Dese usted también por invitado. No le importe perder la noche, porque verá ponerse en escena la obra de mi hermana Petra; pero, por Dios, no revele usted a nadie el argumento.

Y Corvalán se marchó a casa de la Generala, a la que encontró velando en un gabinete, rezándole a un san Pedro de Alcántara puesto en una capillita entre dos cirios ardiendo. Hablaron los dos hermanos, y a esto de media noche el capitán volvió al Casino.

Cumpliendo un encargo suyo, el conserje tenía reservado un saloncito con la mesa servida para un refresco. A ella nos sentamos todos los apalabrados por el capitán: el juez, el alcalde, el secretario municipal, el notario, el teniente de la Guardia Civil y tres personas más, entre fabricantes y ricos hacendados de Arenas.

El convite fue espléndido: empanadas de perdiz y de jamón, truchas escabechadas, mazapán y melindres de la tierra, cerveza, licores y vino de Jerez y amontillado. Don Braulio dijo ofrecérnoslo a nombre de su hermana, la Generala, cuyo era también el obsequio de una caja de habanos; y cuando se sirvió el café, dijo lo que quería de nosotros.

Tratábase nada menos que de ir en comitiva a la casa donde estaban encerrados los dos amantes y sorprenderles en el garlito. La Generala deseaba con este golpe de mano poner fin al escándalo marital de su hijo y que este se decidiera por herrar o quitar el banco, o enmendarse o divorciarse.

—Señores y amigos —terminó diciendo Corvalán—, constándome que todos ustedes quieren por igual a mi señora hermana doña Petra, no dudo que la servirán en este empeño, fuera de que yo también les quedaré agradecido.

Ninguno de la reunión puso reparo a estas manifestaciones; antes bien, pareció a todos tan divertido el lance, que, por unanimidad, casi por aclamación, decidimos actuar de testigos y manifestantes, dando así tiempo a digerir el espléndido ágape de la Generala.

Como era de rigor, don Braulio tomó el mando de la cuadrilla, que se repartió en dos coches de colleras, apostados a todo evento en la plaza, y al trote corto arreamos hacia el cigarral.

En estas y otras, la del alba sería cuando llegamos a la finca. Tomó la delantera el capitán, y, sacando una llave del bolsillo, abrió la puerta de la casa, invitándonos a que le siguiéramos, alumbrando nuestros pasos dos postillones, a cada flanco, con hachas de viento. Subimos la escalerilla, y al término de un corredor topamos con una puerta cerrada. Era la correspondiente al sitio donde estaba Paco refocilándose en el huerto de Venus, acariciando las más regaladas pomas del mundo.

Tampoco se detuvo allí don Braulio, sino que, echando mano a otro llavín, abrió bruscamente la puerta. Paco, que había oído el ruido de los coches y la irrupción de gente en la casa, pero que no esperaba verse en descubierto, saltó de la cama y, empuñando un revólver, se aprestó a repeler la invasión.

—Quedo, sobrino, quedo —dijo el capitán desde el umbral—. Soy yo, tu tío Braulio.

—¿Qué burla es esta, tío? —repuso el mancebo—. ¿Qué significa esto? ¿Así pone usted en la picota mi honor y el de la mujer que está conmigo?

—Querido sobrino —repuso don Braulio dando un paso adelante—. Tu honor está a salvo y, si se quiere, más acrisolado en este instante. Señores —añadió volviéndose solemnemente a nosotros—, entren ustedes a dar fe de cómo mi sobrino Paco no es un adúltero, como por ahí se dice, sino un marido cabal que se acuesta con su mujer.

La comitiva fue entrando de uno en uno, y al resplandor de las hachas vimos a Paco al pie de la cama, y en esta un bulto de mujer arrebujada en las sábanas. Ansioso el joven de salir de dudas, tira nerviosamente de la ropa de la cama, y con esto se pone al descubierto el torso de una hermosa mujer, cruzados los brazos y bajados los ojos púdicamente.

—Mírala, Paco —dijo don Braulio en actitud teatral—. Es tu mujer.

Era, sí, la nuera de la Generala, que, instruida por doña Petra, se avino a representar esta comedia conyugal, jugando el todo por el todo.

—¿Me perdonas? —dijo la joven llorando y tendiendo los brazos a su marido, que apenas se daba cuenta de lo que veía.

—Sí —repuso este instintivamente. Y luego, repuesto de la sorpresa—: Y tú, ¿me perdonas? —añadió comiéndosela a besos y abrazos.

—Todos perdonados y nosotros también —repitió sentenciosamente el capitán—. Ea, señores, ahuequemos de aquí y dejemos en paz a los tórtolos.

Cuando tomamos el coche, clareaba el día. Del castañar del convento venía el eco de la campana que tocaba al alba, mientras los gallos de la vecindad cantaban la diana en los corrales. Los postillones hicieron crujir la tralla, y en menos de quince minutos, los expedicionarios llegamos a la plaza de Arenas. Aquí se deshizo la caravana, yéndonos todos a tomar la horizontal.

Todos, menos don Braulio, a quien le faltó tiempo para ir a contárselo todo a su hermana. La Generala escuchó impasible el desenlace de la aventura, como autor que estaba segurísimo del éxito de su drama. Después de oír al embajador, se levantó del sofá donde pasara la noche; mudó las velas a san Pedro, y llamando a las criadas, ordenó que removieran la casa como el día de la boda del señorito. A continuación, comisionó al capitán para que contratase la banda del pueblo, la cual debía apostarse en el puente por donde habían de regresar los esposos, y saludarles con bombo y redoblante.

Arreglados estos preliminares, Corvalán, tras un corto descanso, tomó la vuelta de la quinta, cargando en una tartana el equipo de novios que vistieran sus sobrinos cuando la boda.

Ya todo Arenas sabía la novedad. En poco tiempo los salones de la Generala se llenaron de familias que iban a darle el parabién, y los señoringos concertaron salir en cabalgata al encuentro de la pareja.

A esto del mediodía, atravesaba el puente, que une la población con el arrabal, la tartana florida en que venían Paco y su mujer, en traje nupcial, acompañados de don Braulio, muy erguido y peripuesto. La charanga tocó la marcha real, y el escuadrón volante se desplegó en dos alas dando estruendosos vivas.

Así, como en alegre tornaboda, alternando la música con los vítores, llegó la comitiva adonde la Generala, la cual, al frente de su corte femenina, esperando estaba en el atrio alfombrado de flores, y a sus hijos recibió con mayestática gravedad, limitándose a besarles en la frente.

Siguiose a esto el obligado piscolabis a la reunión; la arrebatiña infantil al pie de los balcones; las limosnas a la pobretería, que así acude a una boda como a un entierro, y, por remate, la invitación a un sarao vespertino.

Esto era ya echar la casa por la ventana; pero como la Generala decía: «El Corpus tiene su octava y la boda de Paco también».

Don Braulio me llevó a la fiesta y me presentó a la Generala, la cual hízome amabilísima acogida.

Como estaba enterada por su hermano del objeto de mi viaje, la buena señora quiso que le contara alguna de mis impresiones de camino. Cuando llegué al episodio del «viejo y la niña», tuve la suerte de interesarla y conmoverla, y como uno de los votos que doña Petra hiciera en el novenario fuese la de prohijar una huérfana, recayó esta elección en Ramona.

Dile las gracias por su caridad, y sin pérdida de tiempo se envió un propio al monte de La Adrada con una carta mía al señor Vicente, recomendando otra de la Generala.

Supe posteriormente que el señor Vicente se avino a entregar la niña y que la pobre Ramona tuvo en doña Petra una tutora compasiva y amante.