II. MENIPO II

Ido el señor Vicente nos quedamos solos a la puerta de la cabaña el forastero y yo, porque también Ramona se corrió al pinar a disputar piñas a las ardillas; y por ganas de hablar, conté a mi acompañante el rasgo de nuestro huésped metido a leñador:

—He aquí un hombre acreedor a la cruz de Beneficencia —contestó mi oyente al final de la relación—. ¡Cuántos héroes anónimos como este hay en el mundo sin cruces y sin premio de ninguna clase, como no sea el sentimiento del deber cumplido!

—Dice usted verdad, señor... ¿Cómo le llamaré a usted?

—Llámeme Mingote a secas, que a nombre de Pedro Mingote llevo extendida la cédula. Es nombre de guerra que me viene pintiparado, porque yo, como bola de billar, ruedo por el mundo caramboleando.

—¡Bravo, señor Mingote; la metáfora me indica que es usted hombre de historia!

—No lo crea usted; por no tenerla ando por estos andurriales llevando vida aventurera, casi miserable, como bola sin manija, que dicen los criollos.

—Pues esto no se compadece con lo que usted representa; porque su porte, su educación, aquella cita de Shakespeare...

—Comprendo su extrañeza. Sí; soy un caballero andante de nuevo cuño, o, si le parece a usted mejor, un pícaro; porque a esto viene a parar la antigua caballería traducida a la prosa de la vida corriente. Soy también letrado, que es lo mismo que decir hidalgo pobre dos veces, con la agravante de conllevar con buen ánimo y conformidad mi pobreza.

—Gran cosa es el resignarse con su suerte —repuse—; como que esto fue en tiempos principio de sabia filosofía, aunque es ahora prurito quijotil que da patente de vencido.

—Sí; tal es el calificativo puesto en moda por ciertos sociólogos modernos, apologistas de la grandeza material y cuantitativa. Se es un vencido cuando no se escalan las alturas; como si el todo de la vida fuera el éxito, casi siempre circunstancial. ¡Cuántos encumbrados por causas fortuitas resultan tontos en evidencia, como esos pavos reales que abren la rueda y hacen reír a la gente con la estulticia de su voz!

—Convengo en ello, señor Mingote; pero el mundo es así, y hay que ser realista en la lucha por la existencia.

—Otro enunciado con el que tampoco estoy conforme. Se habla mucho de la lucha por la existencia; dícese que la vida es un combate continuo; pero tengo para mí, y en esto pienso como Novicoff, que el principio que domina en la Naturaleza no es la lucha, sino el principio de la expansión de la vida. En el mundo biológico, como en el social, hay individuos y grupos que pueden fundirse unos en otros, y grupos e individuos que no pueden fundirse. Si la unión resulta ventajosa para cada cual, ella se verifica; tal es el principio de la asociación. Si el antagonismo produce ventaja a una sola parte, la lucha aparece con todas sus consecuencias; de ahí la lucha de clases, las reivindicaciones sociales. Es decir, que en lo que se refiere al hombre, la lucha por la existencia se reduce a la lucha del individuo contra el medio, hasta llegar a conseguir el equilibrio social. A destruir las fuerzas perturbadoras que a esto se oponen, ocurren los apóstoles de las armonías económicas y de la Justicia universal, así como los propagandistas del homicidio y del reparto colectivos.

Pues bien; yo, que también me siento enemigo de la sociedad actual, yo, que odio la vida reglamentada y codificada, no soy ni idealista ni utopista, ni pensador ni energúmeno, ni apóstol ni sicario. Soy un estoico, al que no se le da nada de la vida corriente y deja que se las entiendan los hombres con ellos.

—¿Qué clase de estoicismo es el suyo?

—Cité antes a Shakespeare y a Novicoff; ahora me meteré con Séneca, cuyo es el estoicismo natural y humano que yo practico: «Sean cuales fueren los sucesos que sobre ti caigan; sean de los que llamamos prósperos, o de los que llamamos adversos, o de los que parecen envilecernos con su contacto, mantente de tal modo firme y erguido, que, a lo menos, se pueda decir siempre de ti que eres un hombre».

Soy un estoico, repito; pero como no quiero serlo a la manera de Diógenes, rodando su tonel por las calles de Atenas, en vez de exhibirme como filósofo cínico en la Puerta del Sol, abandono la Corte y salgo al campo, donde no me acongoja lo que he de comer ni cómo he de vestir.

—Esto, señor Mingote, revela flaqueza de ánimo, falta de energía individual.

—Pudiera ser; pero un hombre que no es ningún idiota, y a quien no le importa ni comer, ni dormir al raso, ya comprenderá usted que posee un potente individualismo para crearse una vida aparte. Yo me he fabricado una ermita dentro de mí mismo. El altar de esta ermita es mi corazón; el ermitaño es mi alma. A mi alma le he dicho que como no salga de esta ermita, aunque ande todo el mundo, no sentirá congoja; pero que si sale de su ermita le tocará padecer con el cuerpo, que es el asno que lleva la reliquia.

—Todo esto tendrá alta inteligencia mística, señor Mingote, pero huele a egoísmo.

—¿Por qué? —repuso algo amostazado mi hombre—. ¿Porque vivo en mí y para mí? ¡Pues si todos hacen lo mismo! Cada uno se encierra dentro de sí, y desde allí mira cómo va el mundo, pareciéndole que va muy mal. Cada cual no piensa más que en cuidar su interesante persona, anteponiendo a todo su conveniencia y llevando siempre el Yo por delante.

—Bueno, y ¿usted se cree valer algo?

—Contemplándome a mí mismo, nada; comparándome a otros, mucho.

—Entonces, ¿por qué no procura ser más que estos otros? ¿Por qué no se abre camino? ¿De qué le sirve su talento si no lo hace valer?

—¡Quién hace caso de un pobre diablo! Un vestido de terciopelo, un chapeo con pluma, una espada al cinto, infunden atrevimiento y dan patente de impertinencia para tratar con autores, libreros y comediantes; pero cuando ese hombre se ve pobre y con remiendos en el vestido, se vuelve tímido, se esconde para que no le vean; y si por acaso se manifiesta, es para que todos pongan a ganancia su talento.

—Convengo en ello; pero ¿por qué no cambia usted de oficio? ¿Por qué no se hace comisionista, comerciante o cosa así?

—No sirvo para esto. Soy artista, soy escritor, y quien dice esto, dice un desmañado, un inepto, en la vida práctica. Además de esto, no quiero rebajarme al nivel de esos prosaicos burgueses, llenos de susceptibilidades y de pequeñas vanidades, que manejan con tal cual acierto sus negocios, y no pasan de aquí.

—Pues estos son las hormiguitas de la República, señor Mingote, porque hombres de talento los tenemos en tanta abundancia, que son una calamidad; ya no sabemos qué hacer de ellos. Ahora más que nunca el talento anda de sobra; ¡y tan de sobra, que se muere de hambre por no encontrar quien lo emplee!

—Pues me moriré de hambre. Aut Cesar, aut nihil. Estoy satisfecho con mi papel de Edipo errante entre la piara de filisteos y logreros.

—¡Ah, Mingote! Ahí duele. El exceso de miseria es como el exceso del vino: que embriaga, pero de desesperación y de rabia. La pobreza que arrastra usted es la que le hace hablar así.

—¿Qué es la pobreza para que se la tema tanto? —repuso Mingote con cierta exaltación mística—. Es como el hierro de que se valen los artistas de Eibar para incrustar oro. Sin la pobreza, ¿cree usted que yo sería tan sano de cuerpo, tan ecuánime de espíritu ni tan enamorado de la vida? Refiérome a la vida naturista, al gozo de la vida que infunde el sol de nuestra tierra.

—Esto es ya atenerse a la realidad...

—Sí; como las aves emigradoras, sé escoger la época de viaje y el clima de las tierras que he de atravesar. No le extrañe el número de vagabundos que pululan por los caminos de España; ello no significa que haya entre nosotros más pobres que en otras partes, sino que como las aves del cielo, salen a gozar del buen sol y de los frutos del campo.

El lazzarone napolitano y el golfo madrileño, tumbados a la bartola, viviendo por vivir, no se cambian, a buen seguro, por el minero inglés, el cual, si gana buenas libras esterlinas, su trabajo le cuesta, viviendo, como un topo, bajo tierra.

La vida es tanto más amable cuanto menor es el esfuerzo que hacemos en vivir. Además, la bohemia tiene sus encantos, a lo menos en nuestra España. No todo es sudar la gota gorda y rascarse la mugre como se figuran los blandengues bien hallados en el pudridero de cafés, casinos y demás encierros.

—Pero esto de pasar las noches comido de pulgas, picado de mosquitos, despertarse con el gallo y echar a andar expuesto a las cornadas traicioneras de una pulmonía o de un tabardillo pintado...

—Más cornadas da el hambre, decía Lagartijillo. Menester es pasar cochura por hermosura; que hermosura es dormir con reposo a la manta de Dios, sin que turben el sueño acreedores, ni despierten celos, ni haber de dar pan a los hijos.

—¿Y cómo se las arregla usted para viajar sin dinero?

—Aquí del pícaro o del mendigo, porque sitios hay donde no valen arte ni industria para ganarse un pedazo de pan, y hay que comer. Yo he pedido en ocasiones, pero, en general, sé ganarme alojamiento y comida donde quiera, cotizando una u otra habilidad.

No crea usted, sin embargo, que la vida del pobre errante sea tan perra y calamitosa como muchos creen.

Y puesto que la he probado, quiero, si es que no le cansa mi cháchara, hacerle una descripción a lo pícaro de la vida vagabunda que a trechos le parecerá regalada y principesca.

—Siga usted hablando, señor Mingote, que le oigo con mucho gusto.

—Pues ahí va. Cuantas veces salgo a pie de Madrid, donde, dicho sea de paso, inverno, viviendo de copias y de traducciones, me proveo de una carta de socorro; un papel que despachan en el Gobierno civil y da derecho al portador a cobrar dos reales en los pueblos de etapa; lo justo para no morirse de hambre en el camino. Acompañando un certificado médico, fácil de procurar, añaden bagaje en el Gobierno. Con carta de socorro y bagaje, en carros o a lomo de caballerías, he visto tragando el polvo de las carreteras familias de militares y de magistrados trasladados de destino, que con ese expediente se ahorran los gastos de viaje.

Al término de cada etapa, se da con los huesos en un pajar de era o de mesón; yacija limpia y blanda que en tierra de Castilla se otorga, como por derecho propio, a los pobres viandantes. Venteras hay que añaden a la partida un buen pichel de vino y un cuscurro de pan, porque en los pueblos la pobreza es santa.

Y sigue la marcha, que en días serenos es verdaderamente triunfal, como que se anda bajo el palio azul del cielo y hollando alfombra de césped y de flores campesinas. Los arroyos se despeñan brindando agua cristalina y pura; arbustos y árboles frutales alargan sazonadas frutas, que nadie niega al caminante necesitado, con tal que no dañe la planta; y como si ello fuera poco, ocurre a veces el agasajo cabreril de un cuenco en el que espumea el néctar de las ubres.

De tarde en tarde, se llega a las ciudades o capitales de provincia, y aquí, como en el campo, prevalecen los fueros del pobre. Usando de esta prerrogativa, yo he sesteado a pierna suelta en Las Delicias de Sevilla, bajo el puente romano de Córdoba y en las alamedas de la Alhambra, placer negado a los turistas, por adinerados que sean, porque las ordenanzas municipales se lo vedan, en tanto que nadie se mete con el pobre vago. Ya cuando se pone el sol y refresca el aire, ábrense al forastero necesitado unos palacios encantados, vulgarmente llamados Refugios, que, entre otros regalos, dan el inestimable de una cama limpia y mullida. Recuerdo el de Sevilla, la Casa de Mañara, donde hermanos o cofrades próceres se disputaron el honor de lavarme y besarme los pies antes de acostarme.

Callo otras menudencias, como la sopa de los conventos, el rancho de los cuarteles y las menestras de los palacios, que son ágape sobre ágape, cuando se sabe escoger el tiempo o la ocasión; no menos que las sobras de los mataderos o de la pesca en las playas, con que se aderezan, de balde, sabrosas ollas podridas que no las come el rey mejor, porque se comen con más gana; y por último, el regalo de un traje o de un buen par de calzado, dados sin pedirlos, por alguien que practica la obra de misericordia de vestir al desnudo.

Dicho esto, se me ocurre preguntar: ¿Soy un vencido?

—Ni vencido, ni escéptico —respondí—. Es usted un epicúreo.

—Hasta cierto punto, sí —contestó Mingote, halagado por ese epíteto—; porque tengo salud y humor para conllevar esta vida. Siento en mí, no obstante, el lastre de realismo de la edad presente, reñida con andanzas y aventuras, que diputa por degeneraciones. Por esto quisiera haber vivido en tiempos de Gil Blas, de Guzmán de Alfarache y de otros modelos de la épica picaresca. Lo confieso; soy un español rezagado del siglo XVII.

Acabada esta plática, era natural que comiéramos. Al efecto, hice llamar por Ramona al señor Vicente, el cual de leñador pasó a cocinero. Ayudando todos, en poco tiempo se asaron los conejos, y de ellos dimos cuenta con el apetito que despierta el aire del campo.

A fuer de hombre discreto, Mingote se despidió acabado de comer, y yo seguí con la vista, hasta que desapareció por el monte, a este hombre singular, dudando si compadecerle o admirarle.

Enseguida, recogí mi cuartago, y ya con el pie en el estribo, dije:

—También yo me voy, señor Vicente. ¿Qué planes son los suyos?

—Aquí me llevaré quince días o tres semanas, hasta cumplir mi compromiso. Luego seguiré camino a Guadalupe, y ya querrá Dios que dé con algún convento de monjas donde entre a Ramona, pues deseo que la niña, conforme crezca en años, crezca también en virtud y santidad.

—Alabo su resolución, señor Vicente. Quedar con Dios, y hasta que volvamos a vernos en Madrid.

Acaricié a la niña, di un apretón de manos al viejo, y, montando a caballo, tomé la salida del monte.