II. R. I. P.

Ya en el pueblo, el artista se empeñó en llevarme a su casa, a que viera su estudio.

Vivía el pintor a lo último de una calle, casi a orillas del campo, y su casa era un primor. Un cubo de paredes blancas, muy blancas, sin más resguardo que un seto vivo que ceñía el edificio.

Colgantes a trechos, como escalas de asalto, trepaban enredaderas a la altura de las rasgadas ventanas, y en estas asomaban encendidas rosas y purpúreas clavelinas entre copos de celindas y alelíes. En medio del patio, una pirámide escalonada con tiestos floridos, por los que revolotean mariposas blancas; y, a los flancos, sendas albercas o lavaderos de chorro continuo, con toldos de parra. En el fondo, la casita del guardián, un perro que se deja acariciar por los amigos de su amo, y, a continuación, el gallinero alambrado, para que no siendo andadoras las gallinas, pongan más huevos.

A trechos bajan a mojar el pico unas palomas caseras anidadas en el tejado.

Las habitaciones sencillas, aireadas, sin burletes y cortinas, ni alfombras y pabellones de cama; con suelos de baldosín y paredes de estuco gris, tan limpio como el vidrio. La vivienda, en fin, de un hombre sano; una morada alegre como todas las casas aldeanas, cortadas por otro patrón que el de las casas de alquiler que entristecen la vida en las ciudades.

Llegamos por fin al estudio; un saloncito de gala convertido en pinacoteca y museo de antiguallas heráldicas; un alegre desorden en cuadros, caballetes, estofas, manoplias y maniquíes vestidos.

—Amiguito —dije al pintor al cabo de la visita—, usted lo entiende; la suya es una casa mixta de Belvedere y de Buen Retiro; mansión de artista filósofo.

—Por algo me llaman El Solitario de Yuste —contestó risueño—, aunque no faltan quienes me llaman también el Pintamonas, por aquello que del Capitolio a la Roca Tarpeya no va más que un paso. ¿A que no adivina usted quién me puso este mote?

—No, por cierto; ¿la muchachada quizás?

—¡Ca, no señor! Un regidor del pueblo, enemistado conmigo por un viaje de aguas de su casa a la mía, y que habiendo perdido el pleito, me la tenía guardada. El cabildo municipal habíame otorgado una pequeña subvención anual para retocar los cuadros de la iglesia, resquebrajados y desvaídos de color, de puro viejos. Ineludibles ocupaciones me impidieron poner mano a la obra enseguida. Al discutirse el presupuesto municipal del año siguiente, el regidor, mi enemigo, se opuso a la subvención, alegando que «el Ayuntamiento no estaba en el caso de pagar Pintamonas»; y como en estos consistorios lugareños la razón es casi siempre del último que habla, faltándome un abogado defensor, el Ayuntamiento aprobó la enmienda. Digo enmienda, porque como las reparaciones eran necesarias y yo el único pintor de Cuacos, se acordó que yo cobrara por cuenta detallada de cada cuadro. Lo cual era cortarme el revesino, porque no es lo mismo cobrar por un tanto alzado que ir cobrando por pequeñeces y tiquis miquis.

Acepté, porque todavía me traía cuenta; hice las primeras reparaciones, pero me vengué del atajo de zopencos concejiles que estimaban la labor de un artista como vil remiendo de pintor de brocha gorda, presentando mi factura en tono irónico. Se la voy a enseñar, porque guardo copia de ella.

Mi hombre se levantó, abrió una carpeta, registró papeles y, al cabo, dio con el que buscaba. Tomé el documento y leí:

Cuenta detallada de las reparaciones hechas a los cuadros de la Parroquial Iglesia por cuenta del Ayuntamiento de la Villa.

Cuadro de Moisés. Por corregir y embarnizar los diez mandamientos de la ley de Dios: 5 pesetas.

Cuadro de San Pedro. Por poner cola nueva al gallo: 2 pesetas.

Cuadro de la Pasión. Por poner colorete a las mejillas de lacriada del pontífice Caifás: 3 pesetas.

Cuadro de la Creación del Mundo. Por renovar el cielo, añadir dos estrellas, dorar el sol y limpiar la luna: 7 pesetas.

Cuadro de David. Por poner una piedra en la honda: 1 peseta.

Cuadro de Sansón. Por poner dientes a la quijada del asno: 3 pesetas.

Cuadro de Susana. Por la hoja de parra en salva la parte: 2 pesetas.

Cuadro de la Degollación del Baptista. Por acentuar las curvas de la bailarina Salomé: 5 pesetas.

Cuadro del Hijo Pródigo. Por remiendo de la camisa y limpia de los cerdos: 5 pesetas.

Cuadro de los Tres Mancebos. Por avivar las llamas del horno: 4 pesetas.

TOTAL: 37 pesetas.

(Firma y fecha).

—Sí, señor —díjome el pintor a la conclusión de la lectura—; treinta y siete pesetas por hacer de veterinario, astrónomo, dentista, jurisconsulto, etc., etc. Pero tras ellas vendrán muchas más, porque quedan esperando turno los Reyes Magos para que les mude los mantos apolillados; la mujer de Putifar, que está muy averiada; la Magdalena, que si bien arrepentida, pide a gritos que le tiñan la cabellera, y otros por el estilo.

Fuera de este percance, vivo tranquilo, ni envidiado ni envidioso, que es el sumo bien que desear se puede en una aldea.

—¿Y cómo fue venir a establecerse aquí? —pregunté, a riesgo de ser indiscreto.

A esta pregunta contestó el pintor:

—Soy natural de Plasencia, pero criado en Cuacos. Nací cesón, por lo que mi padre hubo de confiarme a una robusta aldeana de este pueblo, que había servido en casa. Cumplidos cinco años me devolvió a mi familia, y cada uno tomó por su lado: ella a vegetar a la aldea, y yo a estudiar, a hacerme hombre. Pasé a Cáceres y luego a Madrid. Al cabo de los años, en ocasión que mis tutores me llamaron a Plasencia a que tomara posesión de una pequeña hacienda, hube de acordarme de mi nodriza de Cuacos. Vine a verla, y la encontré viuda, con la casita embargada y viviendo del escaso jornal de su único hijo. Alcé el embargo, pagué a la propietaria el prorrateo en venta, adquirí la finca, la mejoré, y en ella vine a instalarme al lado de mi vieja ama y de mi collazo, que lo es en la doble acepción de la palabra, porque es hermano mío de leche y mi mozo de labranza, que atiende a la huerta y a un campito que por ahí tengo. De este modo, ellos viven en su casa y yo en la que me destetaron.

—Pero —repuse— un joven del mérito y de las prendas de usted, ¿no echa de menos la vida de la ciudad, sus diversiones, sus placeres?...

—Este reparo me obliga a que le cuente un hecho trascendental de mi vida, un crimen que perpetré hace pocos años, y del que no me arrepiento.

—¿Esas tenemos?... —dije alarmado por esta revelación a boca de jarro—. ¿Y se vanagloria usted? ¿O será que se chancea?...

—No, señor —replicó el artista, imperturbable—; hablo en serio; pero usted me absolverá en oyéndome. Creo haberle dicho que estudié en Madrid. Gusté en la Corte los placeres de la sociedad, y tuve, como es consiguiente, muchos amigos, buenos y malos, discretos e indiscretos, aunque esto es para sabido más tarde.

Entre tantos, hubo dos que me dominaban; me tenían sugestionado. Eran mis inseparables desde que me levantaba hasta que me acostaba; en el teatro, en los salones, en todas partes.

Ellos eran dos hermanos: hombre y mujer, de extraño parecido físico y moral. Él pertenecía a aquella clase de hombres delgados y pálidos ante los cuales se inclina el ánimo más intrépido; ella, por su desabrimiento y delgadez, era un verdadero esqueleto de tristezas.

Más que harto, avergonzado de estos compañeros que por lo antipáticos hacían el vacío en mi alrededor, resolví deshacerme de ellos. ¿Pero, cómo? Nada más fácil que formar proyectos, la dificultad está en la ejecución. Yo no sabía por dónde empezar ni de qué medios valerme. Estos casos son muy frecuentes en la juventud. Queremos reñir con la novia, con un amigo, pero como no dan motivo para el rompimiento, los aguantamos y les ponemos risa de conejo.

En estas vacilaciones, caí en la cuenta que donde me seguían de peor gana los hermanos era al campo, en las pocas veces que se me ocurría hacer una escapatoria de la ciudad. En consecuencia, menudeé las salidas para que me dejaran solo. Pero no lo logré; porque comprendiendo ellos la influencia que sobre mí tenían y temerosos de perderla dejando que se enfriara el trato, resolvieron seguirme también, aunque a regañadientes, casi a rastras; tanto que, en ocasiones, quedábanse rezagados mientras yo corría campo travieso, como colegial en día de asueto.

En estas giras mi salud iba ganando, cuanto la de ellos iba perdiendo. No había duda; la naturaleza de los dos hermanos estaba reñida con la luz y el oxígeno del campo. Entonces premedité un plan criminal: irlos matando a dosis de sol y de aire puro, como se mata a otros a dosis de atropina o de arsénico; y como su terquedad en seguirme podía más que el instinto de conservación, se prestaron a mis intenciones, aniquilándose de día en día, como plantas de estufa expuestas a la intemperie.

Fue por entonces mi llamada a Plasencia y mi propósito de ir a Cuacos. Los hermanos se enfurecieron; quisieron a todo trance oponerse al viaje, pero yo que me sentí fuerte, arreglé la maleta y tomé el tren de Cáceres. En el andén de Las Delicias me encontré a la pareja, resuelta a acompañarme.

Con esto, sobrevino la catástrofe. Viniendo los tres de Plasencia, al descubrir la Vera de la que ni el recuerdo me quedaba, quedé tan embelesado, que hube de hacer alto en el puerto para recrearme en el paisaje. Y me senté en una piedra señoreando como un rey en su trono el panorama circundante, dando la espalda a los dos hermanos aplanados en el suelo, y con el hipo de la agonía.

Mas cuando volví la cabeza, ¡oh alegría!, les vi tiesos, inertes, muertos, como luces que apagó una ráfaga de aire.

Me sentí feliz, doblemente feliz, aunque me delate como descorazonado y contumaz; porque me libraba a un tiempo de una amistad enojosa y de una sugestión invencible. Como Dios me dio a entender, cavé allí mismo una hoya y escondí los cadáveres siete pies bajo tierra. Hice una cruz con dos ramas de un árbol que como centinela se erguía en la cumbre, y en una astilla, grabé con el cortaplumas este epitafio:

Yacen aquí el Fastidio y la Melancolía. La Vida del Campo y el Aire de las Montañas les mató.

R. I. P.

Desde esta hecha —concluyó diciendo el pintor—, me convertí en ratón campesino, me hice vecino de Cuacos. Voy a la ciudad para lo más necesario, a hacer compras, a darme un baño de cultura, pero devolviéndome enseguida a la aldea y a mi casa.

Para quitarme el susto del cuerpo, el bueno del pintor hizo poner la mesa en el estudio y me convidó a almorzar. La vieja nodriza guisaba y su hijo hacía de ayuda de cámara.

Acabado de comer, di las gracias a mi huésped por su amable conferencia y fina invitación, y en la misma tarde dejé Cuacos para tomar la vuelta de Madrid, yendo a salir a la carretera de Extremadura...

A todo esto, ¿qué fue de Mingote; qué de Gastón? No lo sé, porque los perdí de vista. ¿Quién pagaría la opípara cena de San Juan, en el soportal de la hostería? Esto mismo me preguntó la hostelera cuando pedí el caballo para irme, y yo apretado contesté metiendo mano al bolsillo y pagando el escote de ambos, según lo que a la mujer se le antojó pedir.