I. DE CABALLO A CABALLO
LA Generala, como por antonomasia llama todo Arenas a doña Petra, ha tiempo que vive desasosegada por causa de su hijo Paco, heredero de un nombre ilustre en los fastos de la milicia.
El caso no es para menos. Figuraos una madre que cifra todos sus amores y esperanzas en su único hijo; que lo crió a sus pechos; que le ha conducido de la mano por el camino de la vida; que le procuró educación civil y religiosa; que al verlo hecho un hombre le busca una compañera parigual a él, y que el hijo se la desprecia.
Paco hizo todavía algo peor que esto.
Acostumbrado a obedecer a una madre tan buena y previsora, al volver de Madrid de recibirse de abogado, aceptó en matrimonio la mano de una señorita del pueblo, rica y hermosa huérfana que doña Petra le tenía preparada para el caso; pero, consumado el matrimonio, el desaborido, pretextando un telegrama urgente, dejó madre y mujer y se largó a la capital. Pasaban días y días y Paco sin volver, y lo que es peor, sin dar noticias suyas.
Ya se comprenderá la indignación de la Generala y la aflicción de la bella mal maridada; sentimientos que se exacerbaron con una noticia que llegó a oídos de las dos mujeres: que el viaje a Madrid había sido una farsa, y que Paco estaba oculto en las afueras bebiendo los vientos por una damisela del lugar. Para más escándalo, muchos le habían visto suelto, y la extraña conducta de Paco era la comidilla del vecindario.
Pero la Generala no era una mujer vulgar. En vez de alborotarse y de armar cisco a su hijo, diose a pensar en el remedio; y cuando creyó encontrarlo llamó a su hermano, el capitán don Braulio, para que la ayudara a ponerlo en ejecución.
—Tal es el asunto de familia que me lleva a Arenas —me decía don Braulio en el camino—. No sé lo que habrá resuelto mi hermana, aunque supongo lo que querrá de mí. Que busque a Paco, y que, valiéndome del cariño que el chico me tiene, trate de reducirlo; pero lo veo tan difícil como que Mambrú vuelva a la jaula. Mi sobrino habrá catado otra carne fresca por ahí, y hace ascos a la vianda casera que su madre le tiene guardada. Los hombres nos dejamos atrapar tan fácilmente como los pájaros, pero como estos somos difíciles de guardar.
—¿Habla el escarmentado o el avisado? —me permití preguntar.
—No sé qué diga —respondió Corvalán—; porque si bien me han gustado las mujeres, no me dejé atrapar de ellas, y al paso que vamos difícil será que ninguna me cace.
—¿No le halagaría a usted tener mujer hermosa?
—A los seis meses sería fea para mí y hermosa para los otros.
—En resumen, capitán, que es usted refractario al matrimonio.
—Completamente. ¿No ha visto usted alguna vez la manera como ciertas personas llevan la cuenta de los días que tiene un mes; que cierran el puño y empiezan a contar, a partir del primer cóndilo, enero, febrero... y los meses que corresponden a los nudos tienen treinta y uno, y los que corresponden a las honduras treinta? Por este estilo, cuantas veces pienso casarme, abro la mano, y con los cinco dedos me doy una lección de previsión matrimonial.
Vea usted cómo —siguió diciendo Corvalán, levantando la diestra con los cinco dedos abiertos y tomándolos sucesivamente con el índice y el pulgar de la otra, a medida que decía—: El pulgar es la mujer; el índice, la ilusión; el medio, por ser el más gordo, el dote; el anular, la luna de miel; el meñique, el hijo. Ahora bien; la mujer queda. La ilusión se va en la primera noche de bodas —y aquí don Braulio doblaba el índice—. El dote se va también por una u otra causa —aquí torcía el dedo medio—. La luna de miel tiene su menguante, su ocaso —cierre del anular—. El hijo queda también... ¿Qué dedos ve usted en pie?
—El pulgar y el meñique —respondí.
—Pues esto es lo que resta del matrimonio: la mujer y el hijo.
—El nido de la familia, señor don Braulio.
—Sí, pero de cría difícil y costosa, para la que se necesita verdadera abnegación, y como yo no la tengo, de ahí que me contente con la más fácil y menos azarosa cría de los halcones.
Entretanto, nos íbamos acercando a Arenas, cortando por dehesas y pinares que aquí se extienden leguas y leguas. Estos pinos meridionales aparecen en verano tales cuales eran en invierno cuando toda esta tierra yace bajo un sudario de nieve. Lo único que ha cambiado es la canción que el viento arranca de sus ramas —arpas les llama Arolas— y el vaho de la aromática resina quemada por el sol. Algunos de estos árboles son centenarios, porque la civilización no entró todavía aquí, con el fecundo y ruidoso cortejo de sus inventos, a aprovecharse de los dones forestales.
También son las mismas las dehesas de labor o de pasto, nombres con que en la agricultura española se designan aquellos campos que no se quieren o no se pueden cultivar. Todo respira la incuria del que por no necesitar de nada deja las cosas abandonadas, y esta consideración disminuye el encanto poético de unos montes casi vírgenes.
A la salida de uno de esos pinares, pasamos ante una enramada, con su banderita a modo de enseña, donde la mujer de un leñador está al acecho de caminantes ante una mesita con agua, aguardiente y otros licores infernales. Unos muleteros, sentados en los fardos, paladean unas copas, en tanto que las acémilas refrescan el lomo.
En el fondo de la enramada, o, como si dijéramos, en la trastienda del tenderete, se ve una estatua viva de san Roque: un hombre con hábito de estameña, sombrero de anchas alas, el bordón en la mano y un perro a los pies. El fraile, romero o lo que sea, está murmurando una oración, a la que atiende la cantinera desde el mostrador.
En estos altos de la sierra son frecuentes las tormentas, y la buena mujer se hacía rezar una de estas oraciones populares contra el rayo.
Así que el rezador acabó y recibió la limosna en aguardiente, que transvasó a la calabaza, los arrieros le toman por su cuenta, unos en serio, otros en broma, mientras él permanece inmóvil como un oráculo.
—Buen hombre —prorrumpe uno—, va usted a decirme la oración de santa Polonia para que se me baje esta hinchazón de la cara que me tapa un ojo.
—Se va usted a desacreditar, maestro —replica otro—. No se trata de dolor de muelas. Diose de puñadas y ha de guardar la cuarentena.
—No haga usted caso de herejías —añade un tercero, levantándose y yendo al hombre del hábito—. ¿Puede usted hacer que una mujer para varón?
Quien calla, otorga. El interpelado da la callada por respuesta, y el arriero añade:
—Ahí va lápiz y el papel donde asiento los encargos, para que me escriba la oración, que yo la aprenderé de memoria. Dice mi mujer que no valgo para hacer chicos, y ya estoy con aprensión, porque tres hijos tengo y los tres hembras.
En este punto, don Braulio y yo dejamos la asamblea y seguimos viaje.
—Este farsante —díjome el capitán por el tío del hábito— es un saludador. Ha visto usted que hace a todo, pero su especialidad es curar la mordedura de perro rabioso.
—¿Y un ciudadano tan útil a la república, le dejan vivir a salto de mata? Mal año para Pasteur y su descubrimiento.
—Y que lo diga usted —contestó don Braulio—; como que si viniera a estos pagos cualquiera de sus discípulos a jeringar suero, el jeringado sería él, en la fea acepción de la palabra, porque sobre no hacerle caso, encima le soltarían los perros. En cambio, es creencia popular que el séptimo hijo de una familia nace con una cruz en la lengua, por donde su aliento tiene la virtud de preservar de la rabia. Cierto, y yo lo he visto, que de higos a brevas, nace un niño con esta señal de sangre, como el famoso «Rasgo» o cruz en el hombro derecho de los antiguos reyes de Francia; pero lo más cierto es que algunos pícaros se tatúan la lengua para engañar a los crédulos. Y están en lo firme; porque la gente del campo, entre la lanceta del médico y el aliento del saludador, opta por lo último. Igual pasa con la vacuna de Jenner; creen que vacunando a los niños de teta, estos llegan a criar cuernecitos o a balar como terneros. En fin, amigo mío, que están así como los dejó el bendito san Pedro.
—¿Cuál? El de las llaves, Regalado, Celestino, Alcántara...
—Basta —dijo don Braulio, cortándome la palabra—. Aquí no hay más Pedro que el de Alcántara. Los demás apenas se llaman Pedro. Mis compueblanos, enmendando la plana al santoral, llámanle san Pedro de Arenas, porque dicen que si bien nació en Alcántara, también san Antonio nació en Lisboa, y, sin embargo, Padua se lleva la fama. Lo único que han conseguido es imponer el nombre geográfico de Arenas de San Pedro, lo cual es rebajar mucho la medida, porque no es lo mismo dar el pueblo al santo, que el santo al pueblo; pero ello les satisface, a trueque de quitar el saborete extremeño de Alcántara; que hasta en esto se conocen los celos regionales.
—¿Y va usted a comparar el Gran Alcantarillo con un miserable santón o curandero?
—Líbreme Dios de este sacrilegio —contestó don Braulio santiguándose—. Quise dar a entender, cuando lo traje a cuento, que a la gente de por aquí aún le dura la miel en los labios de los prodigios que el santo operó, y sigue esperando de lo sobrenatural el remedio a sus enfermedades. ¡Cualquier día vuelve a nacer tan gran milagrero como él! Ya sabrá usted que la flora de Arenas le debe dos maravillas únicas en el reino vegetal: las zarzas sin espinas, del convento de las afueras, y la higuera milagrosa. De vuelta de Roma, el Reformador de los Descalzos vio que sus pobrecitos frailes no tenían brevas en la huerta, y, movido a lástima, plantó su bordón en tierra; el palo reverdeció y se convirtió en higuera, que aun las da maduras.
En esta sierra, por la que ahora vamos, hubo en tiempos una ermita, cuya dedicación se debe a otro milagro suyo, de los más galanos y poéticos de la Leyenda áurea. Caminaban juntos san Pedro y su lego desde Mombeltrán a Arenas. Sintiéndose cansados, y viendo que la noche se les venía encima, hicieron alto en el camino. Era en invierno y amagaba una nevada. El lego se asiló en el hueco de una peña y el santo se quedo afuera rezando de rodillas. Empezaron a caer copos de nieve; pero él no lo notó, porque ya estaba en éxtasis. Qué tal sería la nevada, que le cubrió enteramente, si bien haciendo como una capilla alrededor de su cuerpo, hasta que el sol del nuevo día clareó el techo, derritió las paredes y san Pedro se echó afuera.
Pues el día de su entierro, que fue en Arenas, es tradición que las brujas de Gredos enviaron una manga de agua para deslucir la fiesta; pero la procesión siguió andando sin mojarse, viendo llover a una y otra parte. Hasta el viento, que hacía temblar los árboles, tenía precepto de Dios de no atravesar el camino por donde iba la comitiva, ni molestar la llama de los cirios; tanto, que ninguno se apagó, y lo que es más, iba la llama tan quieta como si estuviera ardiendo en un oratorio cerrado.
Desde entonces el santo y las brujas se hacen guerra abierta; estas, desde la laguna de Gredos, mandan nublados de piedra y granizo para destruir las cosechas; aquel las conjura y aparta el mal.
En suma, que san Pedro tiene mucho partido en Arenas, que como usted ve está justificada la devoción de los areneses y no me extrañaría que la Generala, como devota suya, tenga encargada una novena al santo por el logro de su intención».
Acertó en su pronóstico el capitán, porque, como se supo después, el mismo día que llegábamos a Arenas, se cumplía el pío novenario encargado por la Generala al convento.
Los alrededores de la población dan mejor idea de la agricultura de la tierra, porque aquello es un edén: campos de cereales y de yerbas pratenses, huertas y viñedos en profusión y valles cuajados de olivos, moreras y naranjos. Y como ogro de estos vergeles, el pico de Gredos al norte de la ciudad. Llegamos cansados, pero ufanos y satisfechos de la jornada. El capitán fue a casa de su hermana y yo a la fonda; pero como habíamos hecho tan buenas migas en el camino, quedamos en vernos y hablarnos a todas horas.
Así fue; porque no habría dos cumplidas, que vino Corvalán a mi alojamiento.
—¿Ha visto usted a la Generala? —le pregunté.
—De su casa vengo y de oírle hablar largo y tendido —me contestó—. ¡Qué mujer mi hermana! Es toda una generala, una estratega consumada, y usted me dará la razón en oyéndome.
Y aquí don Braulio me contó con todos sus detalles el plan de operaciones que se le había ocurrido a su hermana para la reconquista de Paco.
—De suerte —acabó por decirme Corvalán—, que necesitando el concurso de muchos, usted me hará el bien de cooperar a la empresa. Con esto, descansa usted y tiene argumento para sus memorias de viaje.