II. DIÁLOGO CON UN VAQUERO
A legua escasa de La Adrada están las ruinas de un castillo feudal, donde es fama que estuvo preso por última vez el condestable don Álvaro de Luna.
Cuantas veces he tropezado con estas antiguas atalayas señoriales, siempre han interesado mi atención, no ya desde el punto de vista arqueológico, sino por las emociones que remueven en el corazón y en el cerebro...
Derruidas las murallas, que eran su corona, y cegados los fosos, que formaban su cinturón, lo único que ofrecen a la contemplación del viajero es la torre del homenaje, ennegrecida por el tiempo; las barbacanas con las saeteras tapadas por herbajos y nidales de aves de rapiña, y el patio de armas, asilo predilecto de mendigos y gitanos por el aljibe, de que casi siempre está provisto.
Por no ser menos, el patio del castillo de La Adrada sirve de cárcel. Queda libre, sin embargo, un buen trozo de explanada, triste y solitario como cementerio abandonado, adonde acuden a sestear los pastores y el ganado.
Plúgome el sitio, y como iba a pie y el calor apretaba, en él me detuve, tumbándome a la sombra de un paredón y dándome a soñar, de cara al cielo, en castellanas, barones feudales y trovadores.
Dábame regalada música, o al menos tal me parecía, el chirrido de una cigarra, rítmico y concertado como rascadura de güiro cubano, con acompañamiento del tintineo de esquilas de un ganado que por allí estaría. De cuando en cuando, lagartos de esmeralda trepaban por el paredón y hacían desprender algún cascote, que iba a rebotar en una que otra losa al descubierto.
Hipnotizado por el silencio y por la luz cenital se me entornaron los párpados y me quedé dormido. Un no sé qué me despierta y veo inmóvil ante mí un hombre trípode apoyado en una larga vara, como centinela en su pica.
La copetuda montera y los rijosos zahones que viste, me tranquilizan en parte, porque pienso será el pastor del ganado a que antes me refería. Pero ya el susto me había hecho incorporar más que de prisa.
El hombre comprende mi alarma, se sonríe y me dice:
—A esto vine aquí, compañero, a despertarle; pero viendo lo bien que había agarrado el sueño, me dio lástima y no le quise recordar.
—¿Pues qué pasa? —pregunto, restregándome los ojos.
—Que a menos de un tiro de piedra de aquí, tengo recogidos unos toros y hay peligro en estar descuidado.
—¡Carape! —exclamé, dando un esguince involuntario, como si tuviera delante un jarameño—. ¿Conque toritos, eh?
—Y de los más bravos que cría Colmenar —responde el pastor para acabar de tranquilizarme—. Mas no haya cuidado, que ahora están echados y así seguirán hasta que refresque la tarde. Pero yo cumplo con ponerlo en su conocimiento.
—Gracias, amigo; ya me voy. Pero quisiera pagarle la centinela que hizo a mi sueño... Eche un trago.
Y le alargué la cantimplora de aguardiente que llevaba en bandolera.
—Acepto —respondió complacido el pastor—; pero póngase en cobro, por un si acaso. No conviene que los toros le vean.
Y subiendo por un escarpe del muro, nos acomodamos en una especie de barbacana, desde cuyo alto se veían los toros tendidos en actitud de esfinges sobre la yerba del foso.
Echó un trago el vaquero, tomó un cigarro de mi petaca y, para dar tiempo a que yo repitiera el agasajo, díjome a manera de proemio:
—Ahí los tiene usted: cuatro toros de lo mejorcito de la ganadería. Vinieron a la feria de La Adrada, y en cuanto que los vieron, los mercaron. Estoy esperando al amo, que está en el pueblo de francachela con los compradores, y él me dirá adónde he de trasladar los animales.
—¿Son para torear?
—No, señor; para padrear, aunque sirven para una y otra faena, porque son toretes bravos, probados en la tienta.
—¿Y los gobierna usted solo?
—Con ayuda del cabestraje; de estos dos boyancones que allí se ven, de cabeza y cuernos más grandes que los demás; unos bueyes maulas que saben más que las personas.
—Compadre, mucho decir es esto.
—Pues aún me quedo corto. Considere si no cómo se hace el apartado para una corrida y el abasto de los corrales. Lo que no haría una tropa de vaqueros, lo hace un pastor solo, ayudándose de un par de cabestros. Con cachaza, sin apurarse, esta pareja de pícaros guía los toros al chiquero, y así que los tienen dentro, toman la salida, como quien sabe que deja a otro metido en la trampa y él se zafa. Es decir, que además de maliciosos, son traidores a sus hermanos. Yo les aborrezco, pero no tengo más remedio que valerme de ellos cuantas veces me sirven de sargentos o de negreros.
—No le entiendo a usted.
—Pues muy sencillo. Hacen de sargentos cuando mueven las reses, como ahora, a incorporarlas a una vacada, como por mala comparanza van los quintos a su regimiento; y hacen de negreros, cuando las llevan engañadas a la matanza. Por esto, esos dos cabestros atienden a los nombres de Sargento y Negrero, respectivamente.
Pensándolo bien, el símil del pastor es racional. El tránsito de una corrida de toros a un coso y la conducción de quintos son motivos de algazara en los pueblos, a pesar de la red de ferrocarriles y de la nueva ley de Reclutamiento que en algunas provincias dieron ya al traste con ambos espectáculos.
La entrada de una corrida por la carretera del lugar se anuncia a son de pregón, para que los vecinos cierren las puertas y estén prevenidos. Al paso del ganado, la gente menuda silba y grita desde las ventanas; y esta es la única ocasión en que los toros se apretujan o bien salen de estampía hasta que en las goteras del pueblo el pastor y los cabestros los reducen al orden.
Por el contrario, a la llegada de los reclutas, el vecindario se echa a la calle; los niños se arman con palos de escoba y sables de madera, y las comadres acuden a la plaza con beberaje para los mozos. Y esta es también la vez única que los quintos suelen desperdigarse y dar que hacer al sargento, hasta que en un campillo del ejido, vuelven aquellos a incorporarse y seguir en ordenadas filas.
Una y otra conducción no supone malos sentimientos en los guías respectivos. El sargento no sabe si lleva a sus reclutas al generalato o a la muerte; ni el cabestro, si guía al saladero o a padrear una vacada.
A esta semblanza del vaquero he de añadir otras consideraciones que me sugiere el ver cómo en un aparte que de mí hace el pastor, para reprimir un conato de insubordinación de los toros, lo consigue fácilmente, sin más que la honda y los cabestros.
Este ganado de asta es una piña de estúpidos.
El toro reúne la fuerza del león y la estupidez del carnero. Ataca con ímpetu, con valentía —pero a bulto y con los ojos cerrados—. Padece manía persecutoria; corre quimeras y huye como de fantasmas. Así embiste una locomotora en marcha, como da media vuelta ante el pelele de un sembrado. Es herbívoro y tiene la obsesión del rojo; le fascina un trapo colorado y le embriaga el vaho de la sangre. Es el único animal que se las tiene tiesas con el jaguar, allá en las selvas americanas; pero también la única fiera que el llanero burla y acosa, con tanta o más maestría que nuestros chulos.
Más aún. A los borregos hay que agarrarles de la pata para hacerlos pasar uno a uno por donde no querían; el cerdo, a pesar de su espíritu gregario, no obedece a esquilas ni cencerros, se disgrega de la piara cuando le acomoda; la gallina no sigue al gallo, sino cuando este le baila una galante pavana; los caballos no van en manada, sino al olor de una buena yegua madrina; todos los animales, en fin, no tienen más sugestión que la sexual; pero los vacunos tienen, además, la sugestión tutelar de los eunucos de su especie.
Los cabestros gobiernan una vacada, como los eunucos gobiernan un harén. Tal como el turco no siente celos de un ninfo, tal el toro madrigado no recela tampoco de un buey.
La impotencia genital es emblema autoritario en ambos castrados.
Pero hasta aquí la semejanza; porque si la castración en la especie humana, hace de un niño un Adonis, un buen mozo, aunque de voz atiplada; en las demás especies zoológicas imprime un estigma de mansedumbre y de abyección, siquiera en ciertas variedades se cohoneste con el engorde.
Los más dignos de lástima, en este particular, son el buey y el caballo. ¡Qué diferencia del padrillo, alegre con su fuerza, galopando entre la manada, dando al viento las crines y su relincho triunfal; o la del toro madrigado, ágil de miembros y gallardeando la bisulca testuz, con el manso rocinante y el cachazudo buey! La misma diferencia que va del Pegaso con un penco de noria, y del toro alado de Asiria con el buey sillonero de Sur América, al que se maneja como un caballo a favor de un cordel atravesado por las narices.
Sin embargo, a estas degradaciones llamaron, y lo son en efecto, conquistas del progreso.
Posible es que andando el tiempo, cuando la radioactividad lo haga todo con sus maravillosas auto–energías y los animales se rediman del servicio motor, como ya va sucediendo con la aplicación del vapor y de la electricidad, posible es que aquellas conquistas parezcan menguadas por el uso a que se destinaron. En los tiempos por venir, los hombres querrán a los animales por la utilidad que proporcionan o por el placer que dispensan, no por su trabajo servil. Serán auxiliares del hombre, no esclavos suyos. Se habrán extinguido seguramente para entonces los baguales de las pampas y los toros cimarrones de las praderas; pero en cambio, nadie verá, si no es en viejas estampas, un perro volteando un asador, una caballería con anteojeras haciendo lendeles alrededor de una noria; ni la yeguada trillando trigo y el buey tirando del arado.
Los hombres del porvenir seguirán unciendo bueyes a las carretas; y caballos, y aun cebras, tigres y leones a los carros; pero lo harán como evocación artística del pasado, en cabalgatas y torneos, a la manera que nosotros reproducimos el carro de Osiris y la cuadriga romana.
Y esta selección de los animales por la cría y la educación, sí que será verdadera conquista del progreso.
Lo que no cambiará es la adaptación de los animales mansos o domésticos, al ambiente humano, haciendo suyos los vicios y defectos de los hombres a trueque de ciertas compensaciones. El noble jabalí se resigna a llamarse cerdo a condición de que le ceben su glotonería; maese Lobo, perro, con tal que le den a roer un hueso diario; el fiero onagro, pollino, a cambio de un pienso seguro. Por el estilo, que un hombre hipoteca su libertad por una prebenda; y un parásito adula y rastrea al olor de una buena mesa; y el gañán se disfraza de lacayo por un vil salario; o tal cosa.
A esta adaptación general de los animales, el buey junta otra psicológica, en su condición de cabestro; nueva causa de inferioridad de los vacunos respecto de los demás animales. Porque las gallinas matarán a picotazos a un pollo triste; los perros ladrarán y morderán a un compañero sarnoso; los jabatos de América devorarán al muerto de la piara que no recogió el cazador; pero ningún animal entrega a la muerte, a sabiendas, a un congénere suyo, como no sea el hombre y el buey señuelero.
A esto se refería el pastor cuando hacía pariguales el cabestro y el negrero. A bien que él mismo ampliará el símil, supuesto que vuelto ya a mi lado, yo le haré hablar con otro trago y otro pitillo.
—Vamos a ver —le pregunto—, ¿en qué se parecen el cabestro y el negrero?
—Es una comparanza muy natural —contesta el pastor—. Lo aborrecible de estos señueleros es la crueldad, el instinto perverso, casi humano, con que, como antes decía, tintinean la arrancadera y guían al matadero a sus hermanos. Hay que verlo para creerlo.
El ganado vacuno destinado a la matanza se encierra en corrales de los que irradian mangas o callejones, con puertas giratorias, que conducen al brete; lugar desde donde el novillo va a manos del matarife. Los cabestros toman la delantera, y, a paso lento, internan el ganado en los callejones. Algunas reses desconfían y asoman los hocicos por la valla; otras husmean la sangre del matadero, se empacan, se revuelven y amenazan con los cuernos. Entonces, los señueleros se detienen; se revuelven con suavidad, dan lametones a unos, musitan al oído de otros, procuran, en fin, tranquilizar a la tropa, y cuando lo consiguen, toman un trotecito engañoso, para evitar nueva parada y así llegan al antro fatal.
Así que entraron todos, los pícaros guías se deslizan por una puerta de escape que ellos saben, y ufanos de su hazaña vuelven solitos al corral, a repetir la operación con el resto de la hueste condenada.
Dígame, ahora, si esto no se parece a lo que, según he oído contar, hacen en África con los negros.
Así habló el pastor. ¿No es verdad que su moraleja es aplicable a otros guías y rectores de la grey humana? ¿Cuándo será que los toros bravos la emprendan a cornada limpia con los cabestros? ¡Esta sí que sería la Revolución de las revoluciones!