II. APOLOGÍA DEL CUCHO
Otra sorpresa que no esperaba; porque cuando, despedido el arriero, supuse que Pimentel iba a enseñarme su sala de clínica, la de los cepos y camastros antigotosos, lo que vi fueron cubiles de cerdos y una gran cuadra, presidida por una capillita colgada a la pared con san Antón Abad, atestada la estancia de jamones y embutidos puestos a curar. La clínica de Chicago en lugar de la clínica argelina.
¡Pero qué zahúrdas!; limpias, altas y espaciosas con pequeños corrales de sombra y de agua para solaz de los huéspedes, que si se revuelcan en sitios húmedos y sucios es, sencillamente, porque necesitan frescura.
—Los burlones —me decía Pimentel señalando a los animales— les llaman cochinos, guarros, marranos; pero les calumnian. Que los limpien y tendrán buen aspecto; según les hacen la cama así se acuestan; déseles trufas y harán ascos de las mondaduras de patatas; no pasando hambre no comerán basura.
Agradecidos los cerdos a esta apología de su amo, daban gruñidos familiares, arrugaban la jeta, caracoleaban los rabos y volvíanse a mirarle con aquellos sus ojos pequeños y hundidos, casi tapados por unas orejas en forma de hojas de remolacha. Entre tanto, don Blas me llevaba de una a otra corraleda, haciéndome mostrar por los guardianes, cerdos de cría y de mata, verrones para los cruces o el engorde. Entonces me di cuenta del porqué de las cargas de pimentón que conmigo llegaron; que estas y muchas más hacían falta para convertir tanta carne en chorizos, morcillas, salchichas y longanizas.
—Ya vio usted mi ganado, que es cuanto hay que ver en mi casa —díjome a lo último Pimentel—. Ahora catará usted su carne, porque nos estará esperando la mesa puesta.
En el comedor, para el que se destinaba en verano una galería descubierta con bodegones y trofeos venatorios en las paredes, salió a recibirnos la señora de la casa, muy limpia y acicalada, excusándose de acompañarnos a la mesa por haber de atender al envío de nuestras viandas y al gobierno de los niños, que en días de convite comían aparte, en la cocina.
A la manera que Parmentier, que para acreditar la patata dio un banquete con sólo las variantes culinarias del tubérculo; así, don Blas, a fin de demostrarme las excelencias de su ganado, hizo desfilar por la mesa una serie de viandas porcinas a cual más variadas y apetitosas: «jamón de pobre», suculento y económico potaje, jamón encebollado, chuleta en pepinillos, lomo mechado, y qué sé yo cuántos platos más, que ni siquiera probé, puesto que preferí viandas más ligeras que con las otras alternaban.
—¿Es éste el régimen que prescribe usted a sus gotosos? —pregunté a los postres, sonriéndome.
—Claro que no —respondió mi anfitrión—. Durante los intervalos del tratamiento, les prescribo sobriedad y nutrición simple. Por esto, para que no se les alarguen los dientes oliendo la cocina extremeña, los tengo aislados en una colonia de las afueras.
—Lo cual es el colmo de la discreción —añadí—; porque nadie más autorizado que un médico para decir sin escrúpulo a sus enfermos: «Haced lo que os digo, no lo que yo hago...».
—En lo demás —prosiguió don Blas—, la base de la alimentación en estas tierras es el cerdo. ¡Oh, próvido animal! De las orejas al rabo, todo lo del cerdo se aprovecha, todo se come. Su manteca y su tocino son indispensables para la cocina, así como su sangre, rica en albúmina y globulina. ¡Cuántos lugares le deben su celebridad! Rioja y Salamanca producen sus famosos chorizos; Cataluña y Mallorca, sus deliciosas butifarras; Avilés, sus jamones. Pero a todos gana esta Extremadura, de cuyas dehesas bien puede decirse que el cerdo es rey; como que Francisco Pizarro, con un cucho a los pies, debiera ser el emblema de la región, no tanto por haber sido porquerizo el conquistador del Perú, como porque uno y otro son el orgullo de mis conterráneos.
—Por menos —le contesté— erigieron los modernos flamencos una estatua al cerdo, allá en Spá, cuyas famosas aguas descubrió uno de estos animales hozando la tierra en busca de trufas.
—Aquí no andamos con tantas filigranas, ni la manía estatuaria llega a tanto que divinice a los animales; a bien que poco falta para esto, porque tenemos un refrán que dice: Dios y el cucho pueden mucho; lo que equivale a asociar la providencia del uno con la del otro. Y en verdad, ¡qué pocos de mis paisanos comerían carne si no criaran cerdos! En estos pobres hogares extremeños y castellanos se cocina tan a la ligera que no da tiempo a criar hollín a la chimenea; pues aunque veis que sale humo de la villa de Alcorcón, no penséis que cuecen carne, que ollas y pucheros son.
Creía yo que aquí diera fin la cerdosa conversación; pero, ¡quia!; el bueno de don Blas, viendo en mí un oyente benévolo y, aunque me esté mal el decirlo, ilustrado, se dijo: «Aquí que no peco», y acabó por desembuchar todo el rollo cerdológico, que yo oí imperturbable y sin meter baza, para que cuanto antes acabara.
—Queriendo ennoblecer mi industria, pues como usted ve soy salchichero además de médico, he ennoblecido el cerdo. Véase como:
Es bien sabido que antes del descubrimiento de América no había especie alguna de puercos en aquella parte del mundo, y que todas las variedades que allí se encuentran ahora vienen de un par de la especie que importaron los españoles. De esta premisa me sirvo para argumento de una Memoria que pienso enviar a la Academia de Ciencias, en lugar de la otra que usted me propuso acerca de la podagra con destino a la de Medicina.
En esta Memoria trato de refutar el error de los que admiten más de una especie humana. Y lo refuto valiéndome de la comparación del hombre con el cerdo, ya que los dos se asemejan en muchos conceptos. No en la forma de sus entrañas, como se creía en la Edad Media, por lo que en muchos anfiteatros estudiaban la anatomía del cuerpo humano en la del puerco; ni porque en tiempo de Galeno se creyera que la carne humana tenía exactamente el mismo gusto que la del cerdo; ni porque se parezca tanto el cuero de uno y otro, adobado; sino porque ambos, con respecto a la economía de su estructura corporal, muestran a primera vista notable semejanza. Ambos son animales domésticos; ambos son omnívoros; ambos están repartidos por las cuatro partes del mundo; y ambos, por consiguiente, expuestos, en muchas maneras, a enfermedades provenientes del clima, de los alimentos, etcétera.
Otra razón por la que elijo al puerco por término de comparación, es porque la degeneración y descendencia de la raza original son con mucho más ciertas y pueden trazarse mejor en esta especie que en otra variedad de animales domésticos. Dicen que el cerdo es la caricatura del jabalí; pero ningún naturalista pone en duda que el puerco doméstico desciende de aquel; y lo contrario es también verdad, porque si alguna vez se pierde un puerco en el bosque, luego se vuelve jabalí; tanto, que hay ejemplos de tomar los cazadores un puerco salvaje por jabalí, sin descubrir el engaño hasta hallar al animal castrado, cuando lo han abierto.
De la variedad de la raza porcina paso a demostrar la variedad del linaje humano, rebatiendo a los que llevados de las variedades de color, de cabeza y de otros accidentes, admiten una pareja original para cada raza. Etcétera, etcétera.
Señor mío —acabó por decir el doctor—, de intento me alargué en estas filosofías, porque así fui dando tiempo a la digestión de la carne de unos animalitos que, como dijo un poeta de la tierra:
Es desvergüenza nombrarlos y vergüenza el no comerlos.
Poco más hablaría con don Blas Pimentel, porque cansado como estaba yo de la jornada y rendido a su perorata, le pedí permiso para retirarme, pues pensaba madrugar para seguir viaje a Jarandilla.
Pero tuve buen cuidado de tomar nota de cuanto habló, y ved por dónde un estómago agradecido sirve en ocasiones para aumentar la clientela de un especialista; y para recomendar una Memoria a las Academias.