III. TRATADO DE PREDICACIÓN
Habíamos acabado de cenar y el buen clérigo interrumpió la plática para dar las gracias; después de lo cual anudó su discurso:
—Mis pláticas dominicales son algo por el estilo. Una de las grandes dificultades que ofrece la predicación, a lo menos en los pueblos, es la elección de sermones; porque no basta que estos sean buenos, sino que sean interesantes, y, además, tratándose de obreros y aldeanos, lo que más importa es hacerse comprender, adaptarse a su manera de ser, unir el pensamiento religioso a sus ideas. Por esto, siempre que puedo aplico las expresiones que les son familiares a las cosas de religión diciéndoles, por ejemplo: «Conviene, amigos míos, que procuréis ir juntando algo en la Caja de Ahorros del Cielo», y otras cosas semejantes.
Pongo especial empeño en no discutir sobre el dogma; pero como tengo la obligación de explicarlo, bástame el Catecismo, que es cifra y compendio de toda teología. El doctor de Aquino con toda su sapiencia, mejor dicho, a causa de su sapiencia, se quedaría solo si predicara desde el púlpito de una aldea. Toda la Suma teológica no explicaría mejor a un aldeano el misterio de la Trinidad, pongo por caso, que el ejemplo de la manzana que tiene tres cosas distintas: olor, color y sabor, y la manzana es una misma. Además, entre el mundo y los verdaderos cristianos no se disputa ya sobre la divinidad de Jesucristo, ni sobre los misterios y milagros. Esto ya no apasiona, no motiva herejías. Lo que se discute es si se ha de vivir o no conforme a las máximas del Evangelio. Por consiguiente, no es el entendimiento el que es preciso ganar, porque nunca se conseguirá convencer al que no quiere ser convencido. El corazón es el que dice a la verdad: “Ven, yo te acepto”; o bien: “Vete, yo te rechazo”. Hablando a los corazones es como se conseguirá llenar las iglesias de gente, de hombres, quiero decir, porque al paso que vamos, si el predicador se reduce a tronar contra los impíos y los incrédulos que no van a ellas, resulta que se ve reducido a hablar mal de los ausentes.
—¿Le encocoran a usted las beatas, señor cura?
—Las beatas, como usted las llama, las mujeres, son mis principales auxiliatrices. Ya el profeta Balaán da en el Génesis el aviso de «seducir por medio de la mujer»; y en verdad que no es nuevo en la Iglesia este apostolado de la mujer cristiana. Miguel Ángel tuvo un pensamiento, tan feliz como cristiano, cuando en su admirable fresco del Juicio final, colocó a la derecha de Jesucristo, al lado de los elegidos, un grupo de mujeres que suben al cielo llevando de la mano a algunos hombres a los cuales parecen arrastrar ellas, con grandes esfuerzos, pero gozosas de darse tan pesado trabajo. Gracias a Dios este pensamiento se realiza hoy entre nosotros...
Pero volviendo a los asuntos dogmáticos; a mis feligreses les sorprendería verme emplear mucho tiempo en argucias teológicas. Por el contrario, les gusta esa palabra evangélica que rotundamente afirma y sostiene las verdades de la religión, hablando en nombre de Dios, sin admitir el sí, el porqué o el pero, ni permitir entrar en disputas, como podría hacer con su padre un niño mal criado. En ocasiones, les hablo así, en tono regocijado:
«—Amigos; sé que hay todavía entre vosotros quien se avergüenza de ser cristiano, que dice a cada paso:
“¿A qué bueno conduce la Religión cristiana que encoge el espíritu y coarta la libertad? ¿Pues qué, no tenemos la religión natural que es mucho más sencilla y no nos opone tantas trabas y dificultades?”. Oíd ahora la respuesta. Hablando yo con un misionero recién llegado de África, me decía: “Ya quisiera ver a los hombres que hablan de este modo, pasando seis meses siquiera entre salvajes, y eso con las mejores condiciones posibles, aunque fuera en la corte del rey, a ver si un día les decía, como me dijo a mí: —¡Vaya, qué bien nutrido estás y qué gordo! ¡A fe que debes tener buena carne! —Como queriendo decirme: ¿Sabes que me dan ganas de comerte? A fe mía que luego que hubiesen visto estas y otras cosas por el estilo, habían de proclamar en alta voz que la religión y la civilización del Evangelio valen más que la religión y la civilización natural, y habían de decir a toda prisa: vámonos, vámonos adonde haya cristianos, no sea que a este hombre le dé gana de comernos en pepitoria, que no parece muy escrupuloso en el particular”.
Para terminar, carísimo, aplico a mi oratoria el precepto musical de Beethoven, ya que este es mi colega sinfonista: Más expresión que descripción 3; que hago cuanto puedo para interesar e instruir a mis oyentes, procurando sembrar las instrucciones religiosas con rasgos, hechos y palabras expresivas, que despierten su atención, y aun hagan asomar la risa a sus labios.
—¿Y de las cuestiones sociales que tanto interesan a las clases obreras?
—Harto oyen hablar de este asunto para que se les haga pensar en él, cuando sólo se trata de formar hombres honrados y buenos cristianos. No se habla más que de mejorar las condiciones de las masas, pero no hay nadie que comprenda el verdadero sentido de estas palabras. Porque mejorar no es precisamente dar mucho que comer y que beber; mejorar no es sólo dar buen cuarto y buena ropa al que no los tiene; mejorar es producir un cambio en el alma; hacer que el holgazán se convierta en trabajador; que el disipado y pródigo sea morigerado y sobrio; que el marido vicioso y disoluto se haga un buen padre de familia; en una palabra: hacer una revolución en el individuo; colocar, en lugar del holgazán, del libertino, del que codicia los bienes ajenos, un hombre laborioso, prudente y justo. Permítame usted la frase: nuestro siglo, lo mismo en arquitectura que en moral, es el siglo de las enluciduras. ¿Se quiere hacer una gran reforma en una casa antigua? Pues se la pinta por fuera de amarillo, con ribetes de colorado, y cátate ahí una casa nueva. ¿Se descubre una enorme grieta en la pared? Pues que vengan los albañiles, exclama el dueño de la casa; que vengan pronto y tapen eso, que no lo vea yo más; y los albañiles ponen un poco de cal sobre las aberturas, y la enlucen bonitamente, con lo cual el dueño duerme aquella noche tan tranquilo. Esto es precisamente lo que nosotros hacemos. ¿Vemos grandes grietas en el edificio social? Pues «pronto —decimos— una ley de orden público, un aumento en la policía, reformas en las cárceles para la mayor seguridad de los presos»; todo esto con un hermoso baño de elocuencia y de consideraciones morales y filosóficas. Es decir, un buen enlucido, y nada más; lo cual no impedirá que el mejor día se venga a tierra el edificio por sí solo, o que se caiga así que se le toque con la punta del dedo. ¡Oh!, no es este, en verdad, el medio de conseguir la mejora de la sociedad. Subamos al origen del mal para secar su fuente impura; vayamos en derechura a los corazones para renovarlos por completo.
He aquí, poco más o menos, cómo creo que se debe operar para llevar las almas por el camino de la religión en estos tiempos de tibieza y de incredulidad.
—¿Qué quiere usted, señor cura? La religión no tiene hoy aquella fuerza y aquel prestigio que tuvo en otro tiempo; no hiere tan vivamente los espíritus; no produce tanta impresión en ellos...
—Oh, no; gracias a Dios, la religión no ha perdido todavía su imperio sobre las almas. El corazón del hombre se conmueve dulcemente al unirse con el Evangelio. El mal está en que no lo conoce, porque huye de la tribuna donde se enseña y se predica. A los sacerdotes nos toca buscar la oveja descarriada y traerla a cuestas al redil; a cuestas, sí, porque es tan distraída que no vendría por sí misma. Si no hacemos esto, ¿para qué servimos? Y luego que la recojamos, que vea en nosotros celo y abnegación. Los sacerdotes tenemos poco éxito en el apostolado de la palabra, porque produce poco efecto en las inteligencias gastadas ya por los razonamientos; ensayemos, pues, otro medio, y lograremos conmover el mundo. Póngase el sacerdote a la cabeza de las obras de caridad, y su celo producirá sobre las almas una impresión casi divina. Por algo decía Cisneros —y ahora le devuelvo su cita de esta tarde sobre el cardenal— que el mejor de los predicadores es «Fray Ejemplo». Yo de mí sé decir que toda mi aspiración es que los aldeanos no vean en el cura un empleado más, sino el padre espiritual de las almas y el amigo de todos los hogares.
—Pero usted, pobre párroco de aldea —me permití objetarle—, ¿cómo puede ocurrir a todas las necesidades temporales de sus feligreses?
—Me contento con el bien que hago en el pequeño círculo de los que llamo «mis pobres». ¡Ah!, grande es el placer de la beneficencia, pero cuando el bien que se hace no se ve por vista de ojos, cuando no se gozan los efectos de él, es como si una persona aficionada a cultivar flores no puede disfrutar de ese placer creador. Quien goza real y verdaderamente es aquel que se reduce a cuidar las macetas de su balcón; ese es el que se apasiona, el que toma cariño por cada clavel que ha escardado, regado, defendido del hielo y presentado al sol. Ese es el que día y noche ve su trabajo premiado, su esperanza realizada, su amor propio satisfecho; el que cuenta por minutos en cada botón que se abre, las hojas que se desplegan, las gotas de rocío que le bañan, los matices que se avivan, la fragancia que se aumenta. No se necesita ser rico para ser caritativo. Es verdad que en cuanto puedo proporciono a mis pobres, granos, reses, vestidos y asilo; pero, sobre todo, les proporciono consuelo, virtud y alegría; y así nos ayudamos mutuamente a la felicidad ellos y yo.
—Vamos, señor cura —dije alegremente—, veo que se puede ser tan buen truchero como buen párroco.
—Gracias, carísimo —me respondió complacido—. Como le dije al principio, predico todos los domingos a cuantos quieren oírme; pero también en mis homilías he introducido una novedad. Mis pláticas no siempre son absolutamente religiosas. Las más veces las reduzco a apólogos en los que entran las flores y los pájaros, el mar y las montañas, la vida del campo, etc. Son tan breves, que, en muchas de ellas, no empleo arriba de un cuarto de hora. Procuro ser espiritualista en las concepciones, pero muy materialista en la expresión... ¿Sabe usted cómo han dado en llamar a estos apólogos?
—Usted dirá...
—Los Cuentos del Cura —añadió el clérigo sonriéndose—. Lo cierto es que estos cuentos tienen tantos o más partidarios que la misa fonográfica, y que con estos alicientes se llena la iglesia. Sabido es que para llegar hasta el alma es preciso hablar a los sentidos. Vergonzoso es decirlo, pero a los curas nos pasa lo que a ciertos señores cuyos salones se ven atestados de gente, pero que no tendrían tantas visitas ni tantos amigos si no dieran comidas y refrescos, o lo que es lo mismo, para llenar las iglesias hemos de regalar a los fieles con música, luces y sermón.
Hablando, hablando el cura, su sobrina, que rato ha había levantado la mesa, viniendo a hacer calceta en nuestra compañía, daba una que otra cabezada de sueño.
Movido a lástima, y por no alargar más la velada, hice ademán de levantarme.
—Déjela usted que cabecee —dijo el cura mirándola con benignidad—. Me gusta verla tentada de las tres tentaciones que Santa Teresa concedía a sus monjitas: de risa, de hambre y de sueño. La primera, porque es señal de que está contenta con su estado; la segunda, de que tiene buena salud; la tercera, de que es puntual en sus obligaciones.
Pero casi al punto sonaron las diez en el reloj de la iglesia, y el clérigo, levantándose, añadió alegremente:
—Razón tenía mi sobrina; a dormir tocan. Ella a su cama, yo a la mía, usted a la suya y Dios con todos.
—Sentiría, señor cura, que por mí pasara usted mala noche.
—Nada de eso; dormiré bien como acostumbro. Ya lo dijo Bossuet: «El lecho duro, la poesía mística de la noche y la fatiga del día atraen el sueño».
Movió suavemente en el hombro a la muchacha para que se despabilara, y volviéndose a mí, prosiguió:
—Voy a dejarle a usted en el gabinete del cazador de que le hablé, y por si le place entretenerse, pondré en sus manos el florilegio de mis cuentos para que los repase y me diga qué tal le parecen. Tropezará usted con algunos que están, o quieren estar, en verso; pero de eso tiene la culpa el maestro de escuela, que me los pidió para sus párvulos.
Dijo, y tomando del estante un mamotreto, el original de sus apólogos, me lo entregó; y acompañándome al gabinete contiguo, nos dimos las buenas noches.
Al acostarme, me entretuve leyendo el manuscrito, hecho en hermosa letra de Torío. Era un ramillete de fábulas apólogas, de esas que, como dice Cervantes, deleitan y enseñan juntamente. Tanto gusté de ellas, que copié las que transcribo a continuación, pero acortando en algunas la moraleja final, que era donde más se extendía el predicador; por donde a quien las leyere le parecerán fábulas escuetas, en vez de demostraciones de doctrina cristiana, como realmente son..