III. FUNCIÓN DE TÍTERES
No acabaron con esto los festejos de la tornaboda.
Para el día siguiente, que fue domingo, dispuso la Generala una función de títeres en el patio de la posada, a cargo de un maniobrista de muñecos, al que doña Petra pagó bien y por adelantado, encargándole que divirtiese a la gente y que no se fuera de la lengua.
Verificose la función por la tarde, siendo la entrada franca, lo que equivalió a tocar a asamblea de niños, mujeres y aldeanos.
¿Por qué nosotros no hemos de aprovechar también la invitación de la Generala?
Frente a la posada tocan a dúo un cornetín y tamborilero; en el patio, entoldado, se ven sentados en el suelo porción de gente del pueblo, y adosadas a la pared unas gradillas para la gente menuda de las relaciones de doña Petra. En el fondo del patio, el retablo escénico, velado a la sazón por una cortina roja. Así que esta se descorre, los músicos callejeros descansan, la concurrencia calla y el espectáculo empieza.
Y aparecen frente a frente dos muñecos grandes, hombre y mujer, vestidos a la aldeana, que entablan este diálogo:
LA MUJER. Marido mío, voy a hacerte una pregunta.
EL HOMBRE. Bueno, haz tu pregunta.
LA MUJER. Pero me has de decir la verdad, ¿eh?
EL HOMBRE. Sí, sí, la verdad.
LA MUJER. Pues dime si me quieres mucho; tengo verdadero empeño en saberlo.
EL HOMBRE. Toma, ¿no me casé contigo?
LA MUJER. De esto hace mucho tiempo; quiero que me digas la verdad.
EL HOMBRE. Pues voy a serte franco; a veces te quiero y a veces no te quiero.
LA MUJER. ¿Cuándo es que me quieres?
EL HOMBRE. Cuando haces lo que te mando, cuando eres sumisa y trabajadora, entonces te quiero; te visto, te calzo y no consiento que te falte nada.
LA MUJER. Ahora dime, ¿cuándo es que no me quieres?
EL HOMBRE. Cuando no haces lo que me cumple, no te quiero y te mido las espaldas.
LA MUJER. Ya lo sé; pero quiero enmendarme. ¿Qué te disgusta de lo que yo hago?
EL HOMBRE. Tienes mal genio, eres terca, siempre quieres tener razón, como si tú fueras el marido y yo la mujer.
LA MUJER. Por poca cosa te enfadas, Juan; yo te quiero más.
EL HOMBRE. Pues a mí me parece que no.
LA MUJER. ¿Acaso no te llamo: «maridito mío», querido Juan?
EL HOMBRE. Estas son zalamerías. Obras son amores.
LA MUJER. Pues bien, te quiero tanto, que daría mi vida por salvar la tuya. Si, por desgracia, llegaras a morirte antes que yo, no volveré a casarme. Te enterraré con mi mantón de fiesta y verán los vecinos el funeral que te hago.
EL HOMBRE. Si lo que dices es verdad, ciertamente que me quieres mucho. (Los dos muñecos se abrazan repetidas veces y se dan ombligadas y besuqueos).
LA MUJER. Ya lo sabes, Juan. Espérame un momento, que voy a sacar la colada. (Se va).
EL HOMBRE. Mi mujer dice que me quiere mucho, que me enterrará con su manto de gala. Pero si me muero no podré ver si lo que dice es verdad... ¡Ah, qué idea! ¡Si me hiciera el muerto, qué pena, qué consternación la suya cuando me vea! ¡Qué hermoso entierro querrá hacerme! Sí, sí, voy a hacer la prueba y a fingirme muerto. (Se deja caer en una silla, espatarrado y con la cabeza y los brazos caídos).
LA MUJER. (De vuelta). ¡Vaya un zopenco! Dormido como un borracho. ¡Eh, Juan!, ¿qué haces ahí? Levántate y ayúdame a tender la ropa. (Le sacude). Vamos, Juan, no hagas bromas pesadas... ¿Pero, qué te pasa? ¿Te has muerto?... ¡Ah, sí, Juan está muerto!...
EL HOMBRE. (Aparte). ¡Ajajá! Se lo ha creído. Vamos a ver lo que hace. Va a llorar como una Madalena.
LA MUJER. No sé qué hacer; si llorar o comer. Si empiezo a llorar y a dar gritos, acudirán los vecinos, tendré que hacerme la inconsolable y me quedaré sin comer hasta la noche... No, no; primero me sorberé un par de huevos y beberé un vaso de vino; así podré gritar con más fuerza y desconsolarme mejor. (Se va).
EL HOMBRE. ¡Hola, hola! Mi muerte le ha causado tanta impresión como la de una cucaracha... ¡Ya te arreglaré, tunanta! Voy a tener paciencia y a seguir la farsa hasta ver en qué para todo. En cuanto la oiga venir, me tiendo otra vez.
LA MUJER. Ahora que estoy confortada, puedo llorar a mi marido delante de los vecinos. Voy a llamarlos... ¡Vecina, vecina!
(Comparece la vecina).
LA VECINA. ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?
LA MUJER. (Llorando). Una horrible desgracia. Me he quedado viuda. Juan se ha muerto de repente. ¡Ay, ay, ay!
LA VECINA. ¿Pero se ha muerto Juan? ¡Lástima de hombre! De veras que lo siento, porque era un buen amigo. Vaya, vecina, tenéis que conformaros con la voluntad de Dios.
LA MUJER. ¿Quién me mantendrá ahora? ¿Qué va a ser de mí?
LA VECINA. No os apuréis; a rey muerto, rey puesto. Buscad otro marido que os mantenga como lo hacía Juan. Lo que sobran son hombres.
EL HOMBRE. (Aparte). Y mujerucas también. ¡Bonito responso me están echando!
LA MUJER. ¿Decís, vecina, que me vuelva a casar?
LA VECINA. En cuanto pase la cuaresma; faltan pocos días.
LA MUJER. ¿Qué será de mí mientras tanto? ¡Ay, ay, ay! ¡Nunca creí que hiciera tanta falta un marido!
LA VECINA. Vamos, dejaos de lamentaciones y pensad en el entierro. Sacad vuestro manto de gala para amortajar a Juan.
LA MUJER. Vecina, esto no puede ser; necesito guardar mi manto para mi segunda boda. Mejor es que le envolvamos con una piel podrida que pensaba tirar al muladar.
LA VECINA. El caso es que este pellejo será demasiado pequeño para el empleo que queréis darle. Ya que no sufrís desprenderos del manto, traed siquiera una sábana.
LA MUJER. Tampoco; porque una tengo muy remendada que aún valdrá dos reales.
(Sale otro muñeco, el marido de la vecina).
EL VECINO. Mujeres, ¿qué estáis hablando?
LA MUJER. ¡Ay, vecino, qué desgraciada soy! ¡Ved a mi marido muerto! ¡Ah!, ¿por qué no murió todo mi ganado en vez de Juan?
EL VECINO. Mucho le queríais cuando decís que dierais todo vuestro ganado a cambio de vuestro marido. ¿Qué ganado es el vuestro, vecina?
LA MUJER. Voy a decíroslo; el que tengo en casa; el gato, el perro, una docena de ratones y un enjambre de pulgas y cucarachas.
EL VECINO. Ahora me convenzo del gran cariño que le teníais. No hace falta que os desprendáis de este ganado. Más vale que consagréis al muerto tres libras de cera y una corona de siemprevivas.
LA MUJER. No, vecino; no hay que meterse en estos gastos. Mi marido está muerto y no los ha de ver.
EL VECINO. Entonces iré a avisar a la parroquia para que se lo lleven dignamente, y de paso que enciendan el altar y que toquen a muerto.
LA MUJER. Tampoco; que esto cuesta dinero. Mejor es que le enterremos de noche, cuando salga la luna... ¡Ay, vecino!, ¡cuántos dolores de cabeza!
EL HOMBRE. (Levantándose de la silla). Yo te los curaré de un garrotazo. (Empieza a mojicones con ella).
LOS VECINOS. ¡Ja, ja, ja!... (Cantando con grandes aspavientos). ¡No me mates! ¡No me mates!...
EL HOMBRE. (Dando paz a la mano). Mala mujer, ¿este es el entierro que querías hacerme? Primero, te sorbiste un par de huevos y echaste un buen trago de vino; después, te pareció poco para mí una sábana vieja. Querías coserme en un cuero de buey. Eres una mentirosa y desvergonzada. (Vuelve a zurrarle la badana, coreando los vecinos).
EL VECINO. Basta, Juan. No la pegues más, porque el árnica cuesta cara. Déjala que tome tila, y no te incomodes. Más vale que gastemos el dinero en vino. Vamos a la taberna a celebrar tu resurrección.
(Se corre la cortina)4.
A este número siguieron otros por el estilo y algunas suertes de manos, con gran algazara de la concurrencia, marcando cada entreacto el dúo de cornetín y de tambor.