I UN ENCUENTRO EN EL MONASTERIO

CON la fresca de la mañana subí la cuestecilla que de Cuacos lleva al monasterio.

Yuste o San Jerónimo de Yuste, lo cual es albarda sobre albarda, está enclavado en una rinconada, en el paraje más adusto de la Vera, ceñido por calvas montañas; pero son tan alegres el cielo y las lejanías que se divisan desde esta hoya, que el contraste hace agradable el sitio.

Yuste no tiene más valor que el que le da el recuerdo de Carlos V, cuya augusta sombra parece que se cierne todavía sobre estos lugares, como águila caudal. «La vida de los muertos consiste en la memoria de los vivos», dice Cicerón.

Todo cuanto aquí enseñan los frailes franciscanos, sucesores de los monjes jerónimos, tampoco tiene otro mérito que el imaginativo; pero por poco que ello sea, el viajero ha visto lo suficiente para sentir la honda emoción que inspira el recuerdo de la antigua grandeza deshecha por la mano del tiempo o por las devastaciones de los hombres.

De vuelta a Cuacos, la mirada se embebe en la contemplación del paisaje, como queriendo retener la memoria de estos lugares que vieron al César; y, a cada recodo del camino, se figura uno tropezar con aquellas lujosas comitivas que de todas partes del mundo venían a contemplar el ocaso del sol imperial.

Abstraído en estas contemplaciones, tropiezo, al doblar de unas bardas, con un hombre pintando al pie de un rollo que corona una cruz de hierro, en un campillo estrellado de margaritas y verbenas.

Le saludo, y el artista, interrumpiendo su trabajo, me corresponde afable.

Es un joven de buena presencia, más delgado que robusto; su cara, aguileña con barba puntiaguda; su traje, un terno de dril blanco, camisa de cuello vuelto, corbata de lazo y sombrero pajizo. Echo una mirada al lienzo y enseguida adivino el asunto: «Tránsito del emperador a Yuste, en silla de manos».

Es un boceto nada más, una pintura de primera mano, pero el tema aparece claro y conciso. En el centro, la litera, en cuya testera asoma el busto del César tal como le representa en sus últimos tiempos el Ticiano; y ocho portantes, entre hombres de armas y gente del pueblo. Los cuatro villanos de las varas de atrás y sus compañeros de relevo evocan por sus caras alegres y vinosas, Los borrachos de Velázquez. A cada estribo, un capitán a caballo. El de la derecha, con túnica de terciopelo acuchillado, de hermoso color carmesí; el de la izquierda, con acerado casco, llevando sobre la cota una camiseta de color verdoso. En primer término, un pelotón de infantes con arcabuces y alabardas, y en el fondo, un viejo a caballo, con ropas negras y amplio sombrero: el secretario y confidente Quijada.

Los trajes, las armas, el carácter de las distintas personas, están trazados con arte exquisito, en este cuadro de puntoso españolismo y al que daba cabo el artista con los últimos apretones y toques de luz.

—¿Qué tal parece la obra? —me preguntó.

—Parece tan bien —respondí—, que es puro traslado de uno de tantos cuadros fantásticos que a mi fantasía sugerían estos lugares. Anche io...

El joven se sonrió y diome las gracias, inclinando la cabeza.

—¿Viene usted del convento? —me preguntó—. ¿Qué tal le ha parecido aquello?

Yo le di francamente mi parecer.

—Pues, con poca diferencia, antaño fue lo mismo que ahora —dijo el pintor—. Los que vienen a ciegas, creen visitar una rica abadía, un suntuoso monasterio, y se encuentran con una sencilla granja de labor. Seco y rugoso nos pintan Navarrete y Ribera a San Jerónimo, pero la tradición popular da al fraile de esta orden el alegre y respetable coramvobis de Falstaff.

Como quiera que sea, los jerónimos son los frailes que mejor vida se dieron. A pocas leguas de sus casas matrices tenían granjas de placer, con un tino tan especial en la elección del sitio, que hasta los reyes se las envidiaban. Carlos de Austria se enamoró de Yuste, una granja de Guadalupe; como Felipe de Anjou se enamoró de San Ildefonso, otra granja del Parral. Estos reales enamoramientos proporcionaron a los frailes ricas permutas. A esta cuenta, a cambio del alojamiento que los jerónimos dieron aquí al Emperador, el hijo de este los aposentó espléndidamente en El Escorial.

Esto es lo que sigue siendo Yuste, una alquería conventual entre parrales y huertas. ¿No le parece a usted que en este escenario la figura de Carlos V se empequeñece, porque se nos antoja verle cuidando coles, como Diocleciano; al paso que la de Felipe II se agiganta en la celda de El Escorial, como un faraón en su pirámide?

... Pero, en fin, viva la gallina con su pepita, y vivan mil años Yuste y Carlos V que tan buenos cuartos me dan a ganar.

—¿Cómo así, señor mío?

—Pintando a trochemoche vistas del monasterio y retratos del Emperador, que vendo a los forasteros que caen por aquí. ¡Si viera usted mi estudio! Es un bazar de tablas y lienzos, de tarjetas y acuarelas, de todos precios y para todos los gustos.

—O lo que es lo mismo, de obras buenas y malas —osé decir.

—Claro está —me respondió sonriéndose—. Yo no pinto para la eternidad, pinto para comer. No puedo limar y corregir mis cuadros, porque necesito multiplicarlos. Hay que contar, además, con la equidad de los turistas.

—¿De manera que usted es de aquí?

—Soy vecino de Cuacos, para servirle; el pintor, como me llaman por antonomasia, y también El Solitario de Yuste, porque a todas horas me ven pintando solo en las cercanías del convento.

Conocí que este hombre era el pintor de Mingote, y por si me hablaba de este, di un giro conveniente a la conversación.

—Pero, ¿cómo encontrar en una aldea modelos para asuntos históricos como el que tiene usted entre manos? —pregunté, señalando el caballete.

—Voy a decírselo; pero pongámonos a la sombra, porque empieza a picar el sol.

Y llevándome al pie de un frondoso árbol que allí estaba, prosiguió:

—Con ayuda de la imaginación se encuentran modelos, a tropezones, así en villas que en ciudades; porque en el pueblo español es innato el arte de la postura bella y airosa.

¿No ha reparado usted en sus correrías en la nativa elegancia y donosura de nuestros lugareños? En su mayoría parecen hidalgos venidos a menos. Debe de ser herencia de raza, porque tengo entendido que igual acontece en la plebe criolla. El gaucho argentino, el huaso chileno, el cholo peruano, el llanero de Venezuela y Colombia, el lépero de México, el guajiro cubano, el jíbaro portorriqueño, asombran por su prosopopeya; por su intuición artística, orgánica y espiritual. Los rasgos faciales, el temperamento de la raza hispana persisten al través de los siglos y de las mezclas étnicas. El tipo nacional se conserva incólume, lo mismo en la ciudad, que en el campo; en el rudo trabajo, que en la molicie. Nuestros hidalgos del lugar siguen siendo, como fue Don Quijote, secos de carnes y enjutos de rostro; los pastores de Murillo tienen el mismo tipo sanchopancesco de los rabadanes de ahora; los soldados de Breda se parecen a los carabineros y guardias civiles veteranos de nuestros días.

Aquí hubo una interrupción. Una mariposa, intrigada por alguna mancha de color, revolaba junto al lienzo, amenazando posarse en él. El pintor hubo de levantarse para ahuyentarla. La mariposilla se remontó; dio una vuelta al picote de piedra, como jugando al escondite; el pintor volvió a espantarla con el pañuelo y ella, asustada, voló hasta salir del campillo.

Entonces el artista volvió a mi lado y anudó su conversación.

—La adaptación pictórica —dijo— es asunto de indumentaria y de tocado. Este pueblo de Cuacos es un cinematógrafo de tipos trashumantes. Raro es el día que no desfilen por aquí gitanos de airoso talle y gitanas de ojos de almendra y cabellos de azabache; romeros de Guadalupe que parecen frailes de Zurbarán; mendigos sorianos y salamanquinos, como no los soñara Salvator Rosa; segadores astures y leoneses, caballistas andaluces y extremeños de arrogante postura, y otros más de su equivalencia figurativa que me dan hechos los personajes de mis obras.

Tal aconteció con un bohemio, tipo indefinido, entre buscavidas e hidalgo, a quien encontré en este mismo sitio en que ahora estamos, y al que di a ganar unas pesetillas llevándole a mi casa para modelo.

Por cierto que ese hombre es tan buen modelo para un pintor como para un novelista. ¿No oyó usted un sermón a media noche en la plaza? Él fue el predicador. ¡Qué habilidad la suya! ¡Vaya un capote que le echó al cacique!

—Y al que este se prestó de buena gana —repuse—; porque, a lo que me pareció, remató la suerte con un regalo.

—Es verdad; el cacique le envidó un billete de cinco duros; lo que no me daría a mí por su retrato.

—¿Tan bellaco es este don Juan?

—No le ponga usted motes. ¿Quién resiste a la lisonja? Un pintor se muere de hambre en Cuacos y en Madrid; un adulador saca tajada en todas partes socaliñando la vanidad de los ricos... Además, yo no puedo hablar mal de don Juan, porque si bien no sea mi Mecenas, influye para que los alcaldes de su cacicazgo me encarguen obras. Este boceto, verbigracia, es el de un cuadro en grande que ha de figurar en la sala del Ayuntamiento de Cuacos. El asunto es tan conocido que no necesita explicación; usted lo adivinó a primera vista. Sabido es también que, por única recompensa de su trabajo, los villanos pidieron un pellejo de vino, manera muy delicada de pagarse. Tan alegre episodio es nota dominante en mi cuadro.

—En verdad —añadí— que es un asunto digno de Velázquez.

En tanto que hablábamos, o hablaba el pintor, porque este se lo decía todo, pasaron ante nosotros algunos vecinos de Cuacos, que irían a oír misa tempranera al convento. Los muchachos se paraban ante el caballete y, no pocos, hacían comentarios paseando el dedo por el lienzo.

Comprendiendo el artista que peligraba la integridad de su cuadro, recogió los trebejos y, rogándome que le esperara un momento para que volviéramos juntos al pueblo, fue a dejar aquellos en la hospedería.

—Vamos andando —díjome en cuanto volvió.

Siguiendo los callejones de bardas, vimos un lego con la azada al hombro, que vendría de regar la huerta; otro motilón arreando una vaca lechera con su cría, y, a pocos pasos más, «el hermanito», el demandadero del convento, que volvía con el borrico de hacer la colecta en los pueblos.

Al asomar al recuesto que conduce a Cuacos, se divisan los humos del vecindario, que corta el aire en cendales, y suenan a uno y otro lado la campana del monasterio y la campana de la parroquia, tocando a misa, en competencia.