108

Tutila

El corazón de Lubb latía desbocado, y en su garganta sentía el nudo provocado por la angustia cuando su cabalgadura coronó la loma desde la cual podían contemplarse ya las viejas murallas de Tutila. Las columnas de humo se elevaban hacia un cielo de otoño encapotado, alcanzaba a oírse el lejano martilleo de algún herrero sobre el yunque, y los hortelanos se afanaban con movimientos rítmicos y cadenciosos en los campos que rodeaban la ciudad. Desde allí nada hacía presagiar el drama que se desarrollaba en una de aquellas edificaciones, la mayor de todas, la residencia del wālī. Hizo girar su montura para acercarse a la carreta en la que su esposa y su hijo habían hecho aquel viaje agotador desde la lejana Tulaytula. Alzó la lona que cubría la parte posterior y se encontró con la mirada dulce de Shamena, que sostenía en sus brazos al pequeño Muhammad, profundamente dormido. Incapaz de pronunciar una palabra, Lubb simplemente esbozó un gesto de agradecimiento a aquella mujer, de la que no había oído una palabra de queja en los diez días anteriores.

Reemprendieron la marcha hacia la puerta oriental y atravesaron la musara, la gran explanada que había sido escenario de los mayores acontecimientos vividos en aquella ciudad que, ahora era consciente de ello, consideraba como suya. Un mozalbete que corría tras un perro se detuvo en seco al verlos aparecer por el camino de Tarasuna. Tras un instante en que los contempló con la boca abierta por el asombro, atravesó el puente sobre el Uādi Qalash y se perdió dando voces por las callejuelas. Al poco, un grupo de mujeres cubiertas con sus velos asomaron por la puerta de Saraqusta y se dispusieron en el pequeño espacio que quedaba entre la barbacana y el pretil. A éstas les siguieron otros muchos, que acudían con expresión grave y se apresuraban a buscar un lugar al borde del camino.

Lubb cruzó el puente en las primeras horas de la tarde, encabezando la comitiva. Veía cómo los habitantes de la ciudad lo observaban con curiosidad a medida que se acercaba, para agachar la cabeza a su paso en señal de respeto y condolencia. Impresionaba el silencio, roto sólo por el golpeteo de los cascos sobre el empedrado y por el rechinar de las ruedas de los carros. Giraron a la izquierda al atravesar la muralla, y enfilaron la calle que conducía a la residencia del wālī. Lubb hubiera deseado que aquel camino no acabara nunca, que nunca llegara el momento de tener que enfrentarse al rostro de su madre. Pero allí estaba ya, el familiar rincón donde tantas veces había jugado siendo niño, el escenario de sus primeros besos adolescentes en la oscuridad de la noche antes de regresar al cobijo del hogar. La puerta que daba al zaguán estaba abierta, aunque nadie esperaba en el exterior. Descabalgó, y sus piernas entumecidas parecieron negarse a responder, pero Shamena reclamaba ya su ayuda para descender del carro. El aya que la acompañaba tendió luego hacia su madre al pequeño Muhammad, y un murmullo de admiración se extendió por la pequeña plaza ante la visión del que habría de ser el heredero de los Banū Qasī.

Lubb se dirigió hacia la entrada entre gestos de asentimiento a quienes simplemente le dirigían miradas de condolencia y apoyo, y entonces surgieron los rostros de sus hermanos desde la penumbra del zaguán. El primero al que abrazó fue a Abd Allah, que le seguía en edad y que con seguridad habría tomado las riendas de la familia en ausencia del padre y del primogénito. Tras él, Mutarrif, Mūsa, Yusuf y Yunus, el benjamín, sólo un muchacho. Apenas hablaron, los abrazos prolongados e intensos fueron suficientes.

—¿Dónde está? —preguntó Lubb.

—Dentro —respondió Abd Allah—. No ha visto la luz del día desde que recibió la noticia. Ha sufrido demasiado, tanto que…

Dejó la frase sin terminar y, negando con la cabeza, condujo a su hermano a través del zaguán hasta el patio central de la vivienda. A Lubb le pareció un lugar lóbrego, muy distinto al recinto luminoso que recordaba. El agua que sin cesar caía en la alberca central ya no producía aquel agradable rumor chispeante y cantarín, sino un sonido húmedo y frío que empapaba el alma. Los sirvientes de la casa se encontraban agrupados bajo el pórtico que rodeaba el patio, con las cabezas gachas y las manos cruzadas a la altura de la cintura. Franqueó el umbral de la estancia principal y la encontró desierta. Siguió a Abd Allah a través de la vieja escalinata hasta el piso superior, y allí se detuvieron ante una de las habitaciones, que permanecía en penumbra, con la luz que entraba desde el patio por toda iluminación. Lubb reconoció la alcoba que sus padres habían ocupado durante los años de estancia en Tutila, y sobre el lecho, vestida de luto riguroso, vislumbró la figura de Sahra, que miraba hacia el exterior como si no acabara de creer lo que sus ojos le mostraban. Intentó ponerse en pie mientras su hijo se acercaba a ella, pero le fallaron las piernas y hubo de apoyar los brazos sobre la cama para no caer. Lubb la sujetó de los hombros para ayudarla a levantarse de nuevo.

—¿Eres tú, Lubb? ¡Has venido! —exclamó mientras le acariciaba la barba con manos temblorosas.

A pesar de la penumbra, el corazón de Lubb se partió al contemplar los ojos de su madre. Hinchados, enrojecidos, su expresión iba más allá del dolor, hasta revelar quizás un ápice de enajenación.

—¡Nos lo han quitado, hijo mío! —dijo con la voz rota—. ¡Nos lo mataron, como se mata a un perro!

Sahra hablaba fuera de sí, desgarrada por la rabia y el sufrimiento, sujetando entre los puños cerrados la túnica de Lubb a la altura del pecho.

—Lo sé, madre. Sé lo que estás sufriendo —respondió mientras pasaba los dedos por sus pómulos empapados, con ternura.

—¡Ni su cadáver respetaron esos hijos de Satanás! —gritó con los ojos desmesuradamente abiertos—. ¡Sin cabeza me lo entregaron! ¿Lo oyes, Lubb? ¡Sin cabeza! ¡Hasta de eso me privaron, de la posibilidad de despedirme de él mirando su rostro por última vez!

Sahra estalló en sollozos y cayó de rodillas a los pies de Lubb sin que éste pudiera hacer nada por evitarlo. Abd Allah entró en la estancia, y juntos la alzaron para recostarla de nuevo en el lecho, que se agitaba con los incesantes lamentos. Lubb cerró los ojos, tratando de contener las lágrimas. Durante un instante permaneció allí de pie, sujetando aquella mano entre las suyas, hasta que su madre pareció ceder al cansancio y la tensión, y su respiración se hizo rítmica y relajada. Lubb dejó la mano con suavidad sobre el lecho y asintió cuando su hermano lo sujetó por el hombro para indicarle que debían salir.

—Hemos temido por ella —confesó Abd Allah—. Éste era el último trance que le restaba. Confiemos en que a partir de ahora el tiempo haga su trabajo, y poco a poco recobre la estabilidad.

—Quizás ayude la presencia de nuestro pequeño, si conseguimos que se vuelque en él.

—Un nuevo Muhammad ibn Lubb en la familia ayudará sin duda. —Abd Allah trató de sonreír.

Descendieron de nuevo a la sala principal, donde la esposa de Abd Allah se había encargado de que se dispusiera un pequeño refrigerio para los recién llegados.

—Estaréis cansados, comed ahora y reposad. Los baños están a vuestra disposición —ofreció Abd Allah.

—Todo eso puede esperar —cortó, aun tratando de no parecer brusco—. Necesito saber…

—En ese caso, sentémonos…

Shamena y la esposa de Abd Allah salieron para supervisar la descarga de los carros y las mulas, mientras los hermanos tomaban asiento en los viejos divanes de la estancia.

—¿Cómo fue? —preguntó Lubb sin más preámbulos.

—Quizá Mutarrif sea el más indicado… —dijo Abd Allah—. Él y Yusuf estaban junto a nuestro padre en Saraqusta.

Mutarrif era el cuarto de los hermanos, y contaba veinte años, aunque su aspecto y su madurez lo hicieran destacar por encima de los muchachos de su edad. Pareció sorprendido al verse interpelado por su hermano, pero se incorporó con seguridad y comenzó a hablar.

—Fue el décimo día de Ramadán, en dos días se cumplirá un mes. Esperábamos a la puesta de sol para interrumpir el ayuno, y nuestro padre salió de la haymah que ocupaba junto a sus oficiales. Todo estaba tranquilo, la tarde era agradable, y suponemos que se le ocurrió dar un paseo en torno al cerco de Saraqusta. Cometió el error de no dar aviso a la guardia, y se alejó solo del campamento, en dirección al antiguo arrabal derruido. Tampoco mucho, poco más de un tiro de flecha, y en todo momento permaneció a la vista de los centinelas. Interrogados después, contaron que se sentó sobre un pequeño muro, bajo un almendro, y de frente al sol de la tarde. Al parecer fue visto desde la muralla… y al poco alguien se deslizó hacia el exterior.

—¿Nadie vio abrirse el portón?

—Quien causó la muerte a nuestro padre no usó la puerta para abandonar el cerco. Sin duda lo haría a través de algún orificio, bajo la muralla o a su través. Son innumerables los que han practicado, e imposibles de bloquear sin caer bajo las flechas de los defensores, pero la presencia del cerco les impide utilizarlos.

—Hasta aquel día…

—Todo fue muy rápido. Los centinelas hablan de una sombra que se deslizó entre las ruinas del arrabal, agazapada tras los muros derruidos y los matorrales. —La angustia del recuerdo parecía atenazar la garganta del muchacho—. Cuando le quisieron advertir, fue demasiado tarde. Los centinelas, con sus voces, sólo pudieron conseguir que él, alertado, levantara la cabeza, pero su asesino ya se encontraba tras él.

La voz del muchacho pareció a punto de romperse.

—Desde el campamento vieron cómo le seccionaba la garganta con un corte limpio y rápido. Cayó agonizante en medio de un charco de sangre… y allí mismo, en el suelo, aquel miserable le cortó la cabeza.

Las lágrimas caían por el rostro de Mutarrif, y su voz se había convertido en un sollozo.

—Las voces de los centinelas nos habían alertado a todos, y salimos de las tiendas. Lo primero que vi fue la cabeza en el momento en que era lanzada sobre la muralla, luego los vítores desaforados de los defensores y la puerta que se abría para dejar paso a un hombre que era alzado en hombros bajo la misma barbacana. Al principio mi mente no acertó a comprender, hasta que oí las voces de los centinelas… gritando que…

Mutarrif se derrumbó entre sollozos, y Lubb se acercó a él para ponerle una mano sobre el hombro. Fue Abd Allah quien tomó la palabra.

—Sabemos, porque se molestaron en hacérnoslo saber, que su cabeza fue enviada a Qurtuba para ser expuesta ante la puerta del alcázar. Eso madre no lo sabe.

—¡Malditos hijos de perra! —exclamó Lubb con los dientes apretados por la rabia—. ¡Yo te maldigo, Al Anqar, y haré que pagues por lo que has hecho!

—De nada sirven ya las lamentaciones, de nada sirven las maldiciones —respondió Abd Allah más sereno—. Nuestro padre ha muerto, y nada puede cambiar lo sucedido.

Lubb asintió, intentando calmarse, y acabó dejándose caer sobre el diván.

—¿Cómo están las cosas en Saraqusta? —preguntó.

—La guarnición sigue en el campamento, nada ha cambiado… —repuso su hermano—. No pudimos evitar algunas acciones de represalia, que pagaron quienes eligieron un mal momento para escapar de la ciudad. Hasta entonces, como sabes, era algo que se había consentido, pero los primeros que lo intentaron tras la muerte de nuestro padre volvieron de regreso… catapultados por encima de la muralla. Reconozco que no tuve coraje para castigar a los culpables.

Un espeso silencio se instaló en la sala, hasta que volvió a hablar Mutarrif, ya rehecho después de revivir los amargos recuerdos.

—El Consejo ha esperado tu regreso para ser convocado… Se espera que tú, como primogénito, asumas la responsabilidad de encabezar a los Banū Qasī.

—Suponía que así sería, y por ello he delegado el poder en Tulaytula. Sin embargo, aunque será algo que se discuta en ese Consejo, tengo decidido condicionar mi aceptación… a la continuidad del asedio en Saraqusta.

—En ese caso no habrá inconveniente… Creemos que es ése el sentir general —aclaró Abd Allah—. Con su acción, Al Anqar se ha cerrado toda salida, incluso la propia rendición si no lleva aparejada su entrega.

Lubb hizo un gesto de desagrado y de hastío, y se levantó del diván con un movimiento brusco.

—Excusadme… —pidió—, pero soy incapaz de seguir hablando sobre nuestro futuro, como si sólo se tratara de sustituir una pieza por otra. Necesito tiempo para reflexionar, para asimilar que…

Interrumpió la frase a tiempo de evitar que la emoción lo hiciera por él.

—Siento que… es preciso hacerlo ahora —siguió, con las lágrimas empañando sus ojos—. Necesito darle el último adiós.

Abd Allah movió la cabeza afirmativamente, con lentitud.

—Te acompañaré al lugar.

Lubb asintió y esbozó una sonrisa de agradecimiento.

—Iremos todos —propuso Mutarrif desde el fondo—. Si no tienes inconveniente…

Esta vez Lubb se volvió, miró a su hermano menor, le sonrió y le pasó el brazo derecho por el hombro. Caminaron juntos hasta la salida.

Había comenzado a llover y el empedrado estaba mojado, pero aquel detalle no pareció incomodarles. Atravesaron el zaguán, y uno de los viejos sirvientes les acompañó a la salida a la calle, que la lluvia había dejado desierta. Lubb terminó por aceptar una de las burdas capas empleadas por los mozos de cuadra que el anciano se empeñaba en ofrecerles, y sus hermanos hicieron al fin lo mismo. Así pertrechados, enfilaron un tramo en ligero ascenso que conducía hacia el poniente, en busca de la puerta de Tarasuna. Discretamente, un grupo de soldados de la guarnición emprendió la marcha tras ellos, a un centenar de pasos de distancia. Caminaron en silencio, respondiendo sólo con el gesto al saludo de los sorprendidos campesinos que regresaban de sus huertas en la vega del río. Cruzaron la puerta entre las dos torres albarranas que la protegían, y en un instante alcanzaron las primeras tumbas del antiguo cementerio. Abd Allah se adelantó y lo condujo entre las estelas de piedra que identificaban a los difuntos. La hierba había crecido entre ellas y, junto a las hojas que el otoño había depositado en el suelo, ayudaba a evitar el barro, que sólo aparecía junto a una de las sepulturas, la más alejada y sin duda la más reciente. Antes de llegar a ella se detuvieron en las más próximas.

—Aquí yacen nuestro abuelo Lubb —explicó Abd Allah, que procuraba no pisar fuera de los estrechos pasillos que delimitaban los enterramientos— al lado de su hermano Fortún.

Lubb se acercó y leyó la inscripción en la que con claridad se apreciaba su propio nombre, junto a una fecha.

—Apenas lo recuerdo, murió en un accidente de caza cuando yo contaba apenas cinco años.

—Algunos de nosotros ni siquiera habíamos nacido —comentó Yusuf.

Lubb rodeó algunas de las estelas más cercanas.

—Es curioso, hasta ahora nunca había sentido la necesidad de visitar este lugar. En cambio hoy…

—Fijaos —llamó Abd Allah—. Mūsa ibn Mūsa… Aquí está nuestro bisabuelo, el gran Mūsa.

—Assona, Onneca, Zahir, Ziyab… —enumeró Lubb mientras recorría con la vista las lápidas más cercanas—. Sus nombres me resultan tan sólo conocidos, me hacen evocar las noches junto al fuego en que nuestro tío abuelo Ismail contaba las andanzas de su padre junto a Enneco Arista, su tío vascón.

—También nuestro padre nos hablaba de ellos, cuando éramos niños —recordó Abd Allah, próximo ya a la sepultura de Muhammad.

Lubb se acercó a él, lentamente, como si de forma inconsciente quisiera retrasar el momento de confirmar la dolorosa evidencia, y por un instante le asaltó una sensación de irrealidad. No le resultaba extraño asimilar las ausencias de aquellos otros seres a los que nunca había conocido o a los que ya no recordaba, pero se resistía a creer que quien yacía bajo aquel túmulo era su propio padre, el hombre lleno de vitalidad del que se había despedido un año atrás para partir hacia Tulaytula, en busca de la responsabilidad que él mismo le había confiado.

Se aproximó despacio y rodeó a su hermano antes de agacharse ante aquella piedra vertical de bordes redondeados en la que alguien había grabado con singular maestría, al lado de la invocación a Allah, los caracteres árabes del nombre de su padre: «Muhammad ibn Lubb ibn Mūsa.» Y debajo las fechas de su nacimiento y de su muerte: «230-285.» Pasó las yemas de los dedos por la piedra mojada, y recorrió el trazo del cantero hasta completarlo. La lluvia que se deslizaba por la superficie encontraba cobijo dentro de los signos trazados en el mármol y llenaba la media luna que dibujaba el último de ellos. Desde allí caía sobre la tierra encharcada en gruesas gotas… que a Lubb se le antojaron lágrimas.

También las suyas comenzaron a resbalarle por el rostro ya empapado por la lluvia, y un temblor incontrolable en los labios le impedía hablar. Por eso murmuró para sí, entreabierta apenas la boca, con palabras inaudibles para los demás que surgieron de lo más hondo.

—Padre… descansas ya en la paz de Allah. —El llanto sacudía ahora sus hombros—. Debí decírtelo cuando tuve ocasión… pero has de saber que te he querido. Te he querido, y te he admirado, porque tú me lo diste todo, tú me hiciste como soy. Juro sobre tu tumba que educaré a mis hijos como tú lo hiciste, para que un día puedan sentirse orgullosos de su padre… como yo lo estoy… de ti.

Sintió una mano cálida sobre la espalda. Giró el rostro empapado y vio a Yunus, el menor de sus hermanos, que como él había desistido ya del intento de contener las lágrimas. Abd Allah pasó el brazo sobre los hombros de éste, y Mutarrif lo imitó, haciendo lo mismo con Lubb. Mūsa tomó a Mutarrif por la cintura, y Yusuf a Abd Allah. Los seis, abrazados, formaban una media luna en torno a la sepultura de su padre, y Lubb, en el centro, apoyaba las dos manos sobre el borde superior de su estela. La lluvia barría ahora el cementerio y el camino por el que habían llegado; las hojas caídas, arrastradas por el viento, se pegaban a sus botas empapadas, y nadie quedaba ya en la ciudad sin un techo bajo el que cobijarse. Por eso nadie sino ellos pudo escuchar las palabras que pronunció Lubb apretando con fuerza la piedra entre sus dedos.

—Estamos todos aquí, padre… todos tus hijos juntos. Y juramos sobre tu tumba… que tu muerte será vengada, y que no cederemos en nuestro empeño hasta culminar tu tarea.

Códice de Roda, cronicón de Pampilona:

«Era DCCCCXXXVI, mortuus est Mohamad Iben Lup

Banū Qasī. La guerra de Al Ándalus
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