Año 863, 249 de la Hégira

1

Qurtuba

El atardecer era sin duda el momento del día que Onneca prefería. Aunque aquél era el tercer verano que pasaría en la capital, no había conseguido acostumbrarse al calor intenso del estío cordobés y, si algo echaba en falta de su tierra natal, allá en el norte, en tierras vasconas, eran los días soleados pero frescos de las montañas, que le permitían mantener la actividad incluso durante las horas más calurosas del mediodía.

No era así en Qurtuba, desde luego. Cuando el sol alcanzaba su cénit, tanto ella como Fortún, su padre, solían encontrarse ya refugiados en sus cómodas estancias de la Dar al Rahn, la magnífica construcción destinada a albergar a los numerosos rehenes políticos del emirato.

La Casa de los Rehenes ocupaba un espacio privilegiado entre la mezquita aljama y el muro que separaba la madinat del Uādi al Kabir. El acceso principal al edificio se hallaba junto a la Puerta del Puente, un lugar de trasiego continuo de personas y mercancías que hacía las delicias de la joven Onneca. A sus quince años, era una muchacha jovial y despierta, en opinión de su padre quizá demasiado para una sociedad como aquélla, en la que las mujeres tenían perfectamente marcados los límites que no debían traspasar.

Las primeras semanas de estancia en Qurtuba habían sido duras: todavía guardaba en su retina las imágenes de la destrucción de Pampilona y de todas las aldeas vasconas que el ejército de Muhammad I había devastado a su paso. Recordaba su zozobra durante la negociación en la que Fortún hubo de aceptar ser trasladado a la capital en calidad de rehén, y cómo se lanzó a los pies de su padre para rogarle que la llevara consigo. Aquellas imágenes retornaban a ella una y otra vez envueltas en una nube de irrealidad, que se prolongaba en las tres interminables semanas que emplearon en atravesar de norte a sur todo el territorio de Al Ándalus.

Tres años. Sólo tres años, pero para Onneca parecía haber transcurrido toda una existencia. En Qurtuba había descubierto una forma de vida completamente nueva, de la que sólo había tenido referencias por los relatos de sus parientes musulmanes del Ebro. Pero entonces era una niña, y para ella todas aquellas historias de emires y concubinas, fastuosos palacios y enormes mezquitas no se diferenciaban en absoluto del resto de los relatos que solían escuchar durante las frías noches en la vieja Pampilona, confortados por el calor del fuego.

El trato que recibieron desde el primer día había supuesto una sorpresa tanto para su padre como para ella. Incluso durante su traslado, habían dispuesto de comodidades impensables en la retaguardia de un enorme ejército como el de Muhammad I. Es cierto que la haymah que ocupaban durante los breves descansos nocturnos estaba permanentemente vigilada por cuatro miembros de la guardia personal del emir, pero las monturas en las que cabalgaron eran excelentes, las viandas que se les ofrecieron, más que dignas, y no les faltó un cántaro de agua fresca mientras atravesaban las interminables llanuras del centro de la Península.

Una vez alojados en la Dar al Rahn de Qurtuba, fueron recibidos por uno de los chambelanes de palacio, que estableció las condiciones de su estancia forzada: Fortún sería tratado como correspondía a su calidad de hijo y heredero del rey Garsiya de Banbaluna. Disfrutaban de total libertad para circular por la ciudad, e incluso se les permitía acceder a las estancias del palacio del soberano, con excepción del harem y del resto de los aposentos privados. Las únicas restricciones impuestas giraban en torno a la prohibición de mantener cualquier reunión o actividad de carácter político, enviar o recibir correspondencia sin comprobación previa por parte de los funcionarios de la administración y, por supuesto, abandonar la ciudad sin la autorización personal del emir.

Onneca había sido feliz durante aquellos tres años. Muerta su madre, la separación de su padre, al que adoraba, habría resultado insoportable. Tenerlo a su lado, poder acompañarlo durante su cautiverio, la había hecho sentirse extrañamente afortunada desde el primer momento. La Casa de los Rehenes era una espaciosa y bien conservada construcción de dos plantas cuyas estancias se abrían a un patio que incluso contaba con una fuente cantarina en el centro. Fortún y Onneca ocupaban un alojamiento compuesto por tres estancias adosado a la muralla meridional, una ubicación que le permitía recibir los primeros rayos de sol de la mañana y lo mantenía en la sombra durante las calurosas horas de la tarde.

La muchacha era una de las pocas mujeres que vivían en el edificio, cuyos habitantes eran en su mayoría varones, más jóvenes que viejos, pertenecientes en su mayor parte a linajes de alta cuna. A pesar de la diversidad de procedencias y religiones, el cautiverio había establecido entre ellos fuertes lazos de amistad, y habían adoptado a la vivaz vascona como la hija o la hermana que todos hubieran querido tener a su lado.

Desde el primer momento, Onneca se había afanado en hacer la vida de su padre lo más fácil posible. Se levantaba al amanecer, para dedicar las horas más frescas del día a los quehaceres domésticos que podían suponer algún esfuerzo, y antes de que calentara el sol salían juntos hacia el cercano mercado, donde les recibía el familiar bullicio que tanto le agradaba. A esa hora temprana, los puestos rebosaban de mercancías procedentes de las huertas y alquerías próximas, y pronto la cesta que colgaba de su brazo contenía lo necesario para abastecer la reducida despensa.

En los últimos meses el encargado de portar esa carga había sido Abdel. En la primera entrevista que habían mantenido con el chambelán, se les ofreció la posibilidad de contar con uno o dos esclavos que atendieran sus necesidades, y Fortún se mostró agradecido y dispuesto a aceptar la propuesta. Sin embargo, en cuanto quedaron a solas, Onneca le hizo otra sugerencia a su padre. Ella se haría cargo de las sencillas tareas domésticas, y a cambio Fortún pediría algo en el alcázar. Desde que conoció su destino, Onneca había decidido no perder el tiempo durante su cautiverio, y la primera meta que se marcó fue hablar con corrección la lengua árabe. Si bien era cierto que ya conocía sus rudimentos, gracias al contacto con sus parientes y con los muchos comerciantes musulmanes que visitaban Pampilona, no pensaba dejar pasar la oportunidad que le ofrecía su forzada permanencia en aquella espléndida ciudad, la capital del emirato. Pero necesitaba a su lado a alguien con los conocimientos suficientes.

Abdel entró en la Dar al Rahn sólo dos semanas después de la llegada de Onneca. Era un muchacho de diecisiete años, alto, delgado y moreno, cuya mirada apenas se alzaba del suelo, y cuya compañía se hizo habitual desde que, con voz queda, se presentara ante ambos. Cada día, en las horas más calurosas, Fortún se retiraba a su alcoba, y no era extraño que conciliara el sueño oyendo a su hija repetir una y otra vez viejas sentencias árabes, corregida ocasionalmente por la voz masculina de su joven maestro. Poco a poco, sus visitas fueron haciéndose más frecuentes y se extendieron a las horas centrales de la mañana. Con estudiado gesto de sorpresa, fingía tropezarse con Onneca en el mercado, se ofrecía a llevarle la cesta y la acompañaba hasta la Casa de los Rehenes. Una vez allí, ambos buscaban cualquier excusa para prolongar el encuentro, y con la aquiescencia de Fortún, el muchacho acababa acompañándolos en su frugal almuerzo, antes de dar comienzo a las cotidianas lecciones. Mediada la tarde, tras el breve descanso, Fortún volvía a hacer acto de presencia en la amplia estancia, y entonces Abdel se levantaba y con una ligera reverencia se despedía de ambos.

Ése era el momento en que Fortún, aprovechando la sombra de las edificaciones y sin dejar de admirar el soberbio muro meridional de la mezquita mayor, solía atravesar la plaza en dirección al alcázar. Había descubierto lo que para él constituía el mayor tesoro del palacio de Muhammad, un tesoro del que ya había tenido cumplidas noticias a través del abad de Leyre, allá en las lejanas estribaciones del Pirineo: la magnífica biblioteca del alcázar albergaba miles de volúmenes, y una parte nada despreciable de éstos estaba traducida al latín. No le había costado ningún esfuerzo conseguir los permisos necesarios para acceder a sus dependencias, y en aquellos años había entablado una relación de franca amistad con el alto funcionario en el que el emir delegaba personalmente su autoridad como responsable de la conservación y ampliación de aquel centro del saber.

Aunque las horas para Fortún pasaban veloces allí, su deseo de gozar de la compañía de su hija no disminuía, así que pronto empezó a tomar en préstamo rollos y volúmenes con los que llenar su tiempo sin necesidad de abandonar la Dar al Rahn. Su fe cristiana había arraigado sólidamente bajo la influencia tanto de su padre como del obispo de Pampilona, Willesindo, confesor y amigo de la familia, por lo que sus primeras lecturas se habían dirigido a las obras de los padres de la Iglesia, que con gran sorpresa había hallado en aquellos inmensos anaqueles. Allí había descubierto De civitate Dei, de Agustín de Hipona, e incluso había tenido ocasión de disfrutar de algunos de los veinte tomos de las Etimologías del viejo obispo de Ishbiliya, Isidoro. Las profundas meditaciones de los antiguos maestros constituían un bálsamo para él, pues de alguna manera compensaban la imposibilidad de practicar el culto en las iglesias de la ciudad, algo que el soberano había prohibido al inicio de su reinado, después de los graves sucesos protagonizados por los mártires cristianos que, encabezados por el obispo Eulogio, habían desafiado las leyes religiosas del emirato hasta que terminaron ejecutados.

Aquella tarde del final del verano, mediado el mes de Rajab, la ciudad era un hervidero de rumores, pues el regreso del victorioso ejército cordobés, al mando del príncipe Abd al Rahman, resultaba inminente. Al parecer, la campaña de Alaba contra el rey Ordoño de Asturias había resultado un verdadero éxito. Ningún habitante de Qurtuba esperaba algo distinto, ya que, en la pasada primavera, habían comprobado con sus propios ojos el descomunal despliegue de hombres procedentes de todas las coras del sur de Al Ándalus que se habían concentrado a pie y a caballo en la explanada de la musara, dispuestos para partir.

Los narradores que recorrían las calles y plazas de Qurtuba no escatimaban elogios hacia un soberano que les había conducido a una nueva victoria contra los infieles del norte: veinte condes cristianos habían mordido el polvo según los relatos que circulaban de boca en boca, y el propio hermano del rey Ordoño había sido abatido durante la batalla. Onneca se había mostrado preocupada por la suerte de sus familiares, pero Fortún pudo tranquilizarla tras confirmar en el alcázar que en esta ocasión los pamploneses no habían tomado parte en la contienda.

Sin duda la vanguardia del ejército se aproximaba a la ciudad, porque la Bab al Qantara, la puerta más cercana al río, se encontraba abierta de par en par, y una comitiva de alto rango procedente del alcázar se dirigía hacia allí flanqueada por la muchedumbre. También en la Dar al Rahn se respiraba expectación. Los hombres se disponían a salir, y Onneca, tras tratar de atisbar algo de lo que sucedía en el exterior por encima de hombros y cabezas, se encaminó decidida a su alojamiento, donde encontró a Fortún entregado a la lectura de un pesado volumen.

—Padre, ¡el ejército se acerca! Ya salen a recibirlos.

Fortún alzó la mirada y contempló a la muchacha con una ligera sonrisa.

—Ah, la juventud… —dijo con un suspiro—. Quieres salir y deseas que te acompañe…

—Quizá no sea necesario, padre. Abdel puede hacerlo, aún se encuentra junto a la puerta, puedo verlo desde aquí.

Fortún estudió las páginas que tenía ante sí.

—Sea, hija mía. Sin embargo, no debéis alejaros del edificio. Y regresad antes del anochecer.

El rostro de Onneca se iluminó, besó a su padre en la mejilla y salió de la estancia ocultando su cabello bajo una ligera pañoleta. Cruzó el patio a la carrera, sin pensar demasiado en el decoro que una muchacha de su posición debía mantener, se deslizó entre las personas agrupadas bajo el dintel del portalón y, una vez en el exterior, buscó con la mirada a Abdel. No lo encontró inmediatamente, pues el muchacho no contaba con su presencia y había tratado de acercarse a la comitiva, pero debido a su altura su cabeza se destacaba sobre el resto. Onneca logró abrirse camino casi a empujones, y rio con franqueza al ver la cara estupefacta del joven cuando se situó junto a él.

—¡Onneca! ¡Deberías haberme advertido! No es seguro para una muchacha…

—¡Chsss! —chistó—. ¿Quiénes son? —preguntó con la vista clavada en los dos soberbios jinetes que se acercaban desde el extremo opuesto de la explanada.

—Son los hijos de Muhammad. El primero es el príncipe heredero, Al Mundhir. El que avanza tras la guardia es Abd Allah. Sin duda van a recibir aquí mismo a su hermano el príncipe Abd al Rahman, que regresa al frente de las tropas.

—¿Cómo pueden ser hermanos siendo tan diferentes? Al Mundhir es moreno y de cabello ensortijado, pero fíjate en Abd Allah: su piel es clara, los cabellos rubios… y esos ojos azules.

—Ambos son hijos del emir, pero sin duda concebidos con diferentes esposas. Tengo entendido que nacieron el mismo año. Pero Abd Allah se parece mucho más a su padre.

—¿Cuántos hijos tiene Muhammad? —preguntó Onneca.

—Al menos una veintena de varones y una quincena de hembras… Pero fíjate en sus vestiduras, y en sus monturas… ¡son magníficas!

—Acerquémonos —dijo Onneca mientras trataba de abrirse paso, llena de curiosidad.

La muchedumbre apenas permitía caminar. Familias completas se habían echado a la calle para contemplar de cerca a los herederos al trono, un espectáculo que no se repetía con frecuencia. Onneca avanzó de lado y, a costa de soportar algunas quejas, se hizo un hueco en primera fila, junto a una mujer con un niño de corta edad que miraba el cortejo con ojos de asombro. Al Mundhir pasaba en ese momento frente a ellos, y Onneca se fijó en su rostro, hermoso pero picado de viruelas. Observó también que un perro correteaba con naturalidad entre los jinetes, como queriendo tomar parte en la fiesta. El niño también lo vio y se separó de su madre para acercarse a él, pero el animal retrocedió asustado, hasta quedar a escasos codos del caballo de Abd Allah, que saludaba a la multitud agolpada en los laterales. Onneca percibió el peligro de inmediato. La montura se encabritó, y alzó las patas delanteras en el aire. La madre lanzó un grito de advertencia, pero fue Onneca la que se abalanzó hacia el pequeño, lo tomó de un brazo y, con un tirón que dio con ambos en el suelo, evitó en el último instante que los cascos del caballo aplastaran su cuerpo diminuto.

Cuando el niño era ya atendido por su madre y Abdel avanzaba hacia ella, la muchacha alzó la vista y descubrió que el príncipe trataba de controlar su cabalgadura sin apartar los ojos azules de su rostro. Se le había caído el pañuelo que le cubría la cabeza, y de pronto se sintió expuesta a todas las miradas. Incapaz de controlar la situación, se abrió paso entre la multitud y desapareció en dirección a la Casa de los Rehenes.

Abdel trató de seguirla, pero una voz a su espalda lo detuvo.

—¡Tú! ¿Conoces a la muchacha? —preguntó Abd Allah con tono grave.

Abdel se detuvo y recompuso la postura para dirigirse al príncipe de forma respetuosa.

—La conozco, mi señor. Se trata de la hija de uno de vuestros huéspedes, Fortún, heredero del reino de Banbaluna. Se aloja con su padre en la Dar al Rahn, y yo mismo he sido designado para mejorar su conocimiento de nuestra lengua.

El príncipe entornó los ojos y pareció sonreír. Con una mano indicó al muchacho que se alejara, de forma que Abdel, tras una leve inclinación de cabeza, retrocedió para seguir los pasos de Onneca. Debía dar cuenta de la conversación que acababa de mantener.

Cuando la mañana siguiente un lacayo del alcázar entró en los aposentos de la Dar al Rahn con un rollo de pergamino en la mano, Fortún lo tomó con pulso tembloroso. Estaba seguro de conocer su contenido.

Banū Qasī. La guerra de Al Ándalus
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