87

Muhammad salió junto a dos oficiales de confianza a uno de los patios exteriores, en la zona del alcázar donde se alojaba la mayor parte de la guarnición al servicio directo del emir. A su izquierda se encontraba uno de los accesos de la fortaleza, precisamente el destinado al trasiego tanto de las diferentes unidades allí acuarteladas como de los transportes que tenían como destino la prisión militar de la alcazaba. En el extremo occidental del patio empedrado, una larga pendiente de ladrillo rojo parecía adentrarse en la tierra, entre muros que ganaban altura a cada paso, para terminar en una sólida puerta de hierro de doble hoja ante la que hacían guardia dos soldados fuertemente armados. Muhammad comprendió la sensación que debían de experimentar los reos que transitaran por aquella rampa, la sensación de ser conducidos a un entierro en vida, en aquel lugar donde ni siquiera hacía falta atravesar el portón para que empezara a escasear la luz del sol.

Uno de los guardias apoyaba la espalda sobre la pared, con los pies afianzados a un palmo del muro, mientras que el otro había terminado por sentarse en el suelo. Los dos se incorporaron con indolencia cuando vieron a los tres hombres que se acercaban. Sin duda el contraluz les impedía reconocer sus rostros, pero algo debió de indicarles que no se trataba de una visita cualquiera, porque a medida que avanzaban hacia ellos, prudentemente fueron adoptando una actitud más marcial mientras fruncían el ceño.

—¡Cuadraos ante el príncipe Muhammad! —ordenó de repente uno de los oficiales que lo acompañaban.

Ninguno de los tres pudo contener una sonrisa al contemplar el traspié simultáneo de los dos soldados en el intento de componer una postura aceptable.

—Abrid las puertas —continuó el oficial una vez que ambos reconocieron al heredero y completaron el saludo reglamentario.

Uno de ellos se volvió hacia la puerta y golpeó tres veces la aldaba de hierro que colgaba a la altura de su pecho. Un instante después, recibió desde el interior la misma respuesta, y sólo entonces introdujo una pesada llave en la cerradura. Tuvo que utilizar las dos manos para accionar el mecanismo que liberaba la puerta. Nada más abrirla, Muhammad percibió una oleada de aire cargado de un olor fétido, mezcla de moho, humedad y el humo de las antorchas que ardían en el interior. El par de guardias que custodiaban la salida cruzaron la puerta deslumbrados, y la escena del exterior se repitió cuando fueron advertidos por sus compañeros sobre la identidad del recién llegado.

—Venimos en busca de un joven esclavo vascón llamado Adur. El emir ha dictado su orden de excarcelación. ¿Tenéis noticia de su paradero?

Los dos guardias del interior intercambiaron una mirada y asintieron al unísono.

—Seguidme, sahib —respondió uno de ellos.

Las puertas se cerraron a sus espaldas, y se internaron en la amplia galería, sin duda ideada para permitir el paso incluso de carros cargados de prisioneros. Muhammad jamás había visitado aquellas mazmorras, y no le resultaba sencillo asimilar que a unos codos de los grandes salones del palacio existiera un lugar tan lóbrego e insalubre como aquél. Caminaron por un corredor que profundizaba aún más en el subsuelo, únicamente iluminado por las dos teas que portaban los carceleros. Los hachones que pendían de las paredes, de tramo en tramo, hacía tiempo que habían dejado de cumplir su función, y la humedad se adueñaba del entorno, hasta el punto de que las gotas caían del techo ennegrecido formando charcos imposibles de sortear en la penumbra. Después de un trayecto que a Muhammad se le antojó interminable, alcanzaron una sala más espaciosa, de forma cuadrangular, en cuyas paredes se abrían los arcos de acceso a cuatro largas galerías. Los barrotes de hierro de las puertas de las mazmorras reflejaban la luz en la distancia. Los sonidos no eran más agradables que las sensaciones que atacaban al olfato: los agudos chillidos de las ratas se mezclaban con los lamentos y los gritos de algunos de los presos y el parloteo monocorde de otros, arrastrados a la demencia por la estancia en aquel infierno.

Muhammad anotó mentalmente la necesidad de hablar con su padre acerca de las condiciones de aquel lugar, que explicaba por qué algunos de los reos preferían una condena a muerte, limpia, rápida y digna, a una pena de prisión prolongada, que garantizaba una muerte tan segura como la cruz, la horca, la lapidación o el alanceamiento, pero precedida por aquella prolongada tortura que sólo conducía al final de forma lenta y gradual.

Una hoguera cuyo tiro se perdía por un amplio orificio de la bóveda era el único elemento que contribuía a hacer soportable aquel lugar para los dos nuevos soldados que hacían guardia allí. Su tarea constituía en sí misma una condena, pero al menos la lumbre mantenía sus ropas secas. Uno de ellos se internó en una de las galerías, y los demás contemplaron cómo el halo de luz de su antorcha se alejaba levantando a su paso un reguero de ruegos y lamentaciones, hasta que el eco de sus pisadas sobre el suelo encharcado dejó de oírse.

—Ignoro el motivo que os trae a sacar a ese esclavo de aquí, pero, sea lo que sea, lo convierte en un hombre afortunado —dijo el carcelero que parecía estar al mando—, pocos sobreviven mucho más tiempo aquí abajo.

Al cabo de un instante, el soldado regresó acompañado por un muchacho todavía aherrojado que se movía con dificultad, posiblemente entumecido tras días de inactividad. Temblaba con violencia, y su rostro estaba deformado por una mueca de temor y por el deslumbramiento.

—Adur, no temas —se apresuró Muhammad—. Venimos a sacarte de aquí, eres libre…

—¿Muzna…? —aventuró el muchacho, cegado todavía.

—Así es. —Sonrió.

—¿Sois vos, sahib? ¿Sois el príncipe Muhammad?

—Lo soy, Adur. Lamento haber permitido que permanecieras aquí más de lo necesario, pero no tuvimos noticias de ti hasta…

—¡No, no! No debéis excusaros. He soportado estos días con la confianza de que me sacaríais de aquí en cuanto tuvierais noticias de mi encierro… y así ha sido.

—Liberadlo de las cadenas y salgamos de aquí cuanto antes —ordenó el príncipe a los guardias, mientras lanzaba una mirada de repulsión a aquel lugar.

A pesar de la suciedad que lo cubría, Muhammad comprobó el extraordinario parecido que aquel muchacho guardaba con Muzna. Poseía los rasgos propios de su raza en un cuerpo todavía adolescente, fuerte aunque visiblemente adelgazado por los días de privación, y sólo una incipiente sombra de barba endurecía su rostro inmaduro. Con una punzada de aprensión, reconoció aquel aire exótico que tanto parecía apreciarse entre los efebos que poblaban las dependencias del palacio.

—Esfuérzate por adaptar la vista a la luz de las antorchas. De otra manera quedarás cegado al salir al exterior.

—¿Podré ver a mi hermana? —preguntó anhelante.

—En cuanto disfrutes de un buen baño —respondió Muhammad riendo, mientras se llevaba la mano a la nariz.

Adur se miró, extendió los brazos a la luz de las teas y esbozó una sonrisa al tiempo que arrugaba el rostro.

Alcanzaron la puerta exterior, y el guardia que había permanecido en su puesto la golpeó de nuevo. De inmediato se oyeron los sonidos metálicos producidos por la llave al ser introducida desde el exterior, y a continuación el característico chasquido de la cerradura. El portón se abrió, y la luz del atardecer inundó la galería. Incluso Muhammad tuvo que entornar los ojos ante el exceso de claridad y se colocó una mano a modo de visera. Cuando pudo retirarla, descubrió un rostro que, aun sonriente, destilaba odio y desprecio.

—¡Mutarrif! —exclamó.

—¿Ahora te haces acompañar por reos?

Muhammad vaciló antes de responder. Optó por ignorar la presencia de su hermanastro y trató de esquivarlo, pero entonces cayó en la cuenta de que Mutarrif no se habría atrevido a acudir allí sin la protección de su guardia personal. Cuando, parpadeando, logró abarcar con la vista todo el espacio entre aquellos muros, comprobó que tres oficiales bloqueaban el paso hacia el patio exterior.

Adur parecía haber encogido, su cabeza apuntaba al suelo y, a pesar del temblor, que había aparecido de nuevo, dirigía miradas furtivas hacia el hombre que lo había encarcelado.

—¿De qué se le acusó? ¿Cuál es el nombre del qādī que dictó sentencia?

—¡Soy el hijo del emir! ¡Sabes que tengo potestad para enviar a prisión a un esclavo que ha ofendido gravemente a un miembro de la familia real!

—¿Cuál fue la ofensa? ¿Acaso ser el hermano de mi esposa?

—¿Te has convertido ahora en el defensor de estos hijos de blanca, unos simples y repugnantes esclavos?

—¿También te resultan así de repugnantes todas las esclavas que fuerzas cada noche? —escupió Muhammad con rabia.

Mutarrif respondió con una sonrisa sardónica.

—¿Acaso eres tú quien se dedica a espiar en mis fiestas privadas para ir con el cuento a nuestro padre? Sería muy propio de ti. Pero ignoras que eso no es algo que escandalice al emir: a él sólo le preocupa la opinión de los bienpensantes alfaquíes, que tanta influencia ejercen sobre quienes lo sostienen en el poder. En esta corte los hombres no sólo se divierten con bellas cautivas… ¿no es cierto, muchachito?

—Eres la deshonra de nuestra familia —replicó Muhammad con desprecio, haciendo ademán de dar por terminada la discusión—. Aparta a tus hombres de mi camino.

—En absoluto, hermano. No pienso permitir que te salgas con la tuya una vez más. Envié a prisión a este pequeño delincuente, y en prisión seguirá.

Adur, aterrorizado, trató de colarse entre los oficiales de Mutarrif, que no tuvieron que esforzarse demasiado para inmovilizarlo por el cuello de forma violenta. Muhammad observó que los tres asían firmemente sus espadas, y no dudó en imitarlos. De inmediato, sus dos hombres hicieron lo mismo. En un instante trató de valorar la situación: eran uno menos en caso de lucha, y la diferencia la marcarían los guardias de la prisión, pero no podía contar con su lealtad. Sin duda uno de ellos había dado aviso a Mutarrif después de su entrada.

—¡Es orden del emir que este esclavo sea liberado!

Mutarrif lanzó una carcajada histriónica que hizo pensar a Muhammad que una vez más se hallaba bajo los efectos del alkuhl.

—¿El emir ha ordenado su liberación? ¡Muchacho! —rio mirando a Adur—, ¡estarás más seguro en una de esas mazmorras! ¡Adentro con él!

El oficial que sujetaba a Adur con una daga contra su garganta permaneció rezagado mientras los otros dos avanzaban con las espadas en alto. Sin otro aviso, uno de ellos lanzó un mandoble contra el primero de los hombres de Muhammad, que evitó el filo a costa de perder pie y caer hacia atrás contra el muro.

El enfrentamiento era inevitable, pero los tres se encontraban entre la guardia y los hombres de Mutarrif. Muhammad se volvió hacia los carceleros y vio indecisión en sus ojos, de modo que levantó el puño hacia ellos, no en actitud amenazadora, sino para mostrar el sello de oro que identificaba a su portador como príncipe heredero. Les sostuvo la mirada hasta que al menos uno de ellos bajó la cabeza y asintió.

Entonces se permitió volver la vista, a tiempo para ver cómo uno de los suyos caía al suelo alcanzado en el pecho por la espada de uno de sus oponentes. Era su mejor oficial, un hombre de total confianza con el que había compartido los años de formación en la milicia, las campañas contra los rebeldes muladíes e incluso su estancia en Ishbiliya. Aunque era un año menor que él, había desposado a una joven cordobesa y ya era padre de dos pequeños varones. El hombre abrió completamente los ojos con incredulidad al tiempo que se echaba la mano al pecho, al lado izquierdo del peto. La retiró cubierta de sangre, y Muhammad, paralizado, lo vio desfallecer. Las piernas del oficial parecían negarse a sostenerlo, dio un traspié y acabó de rodillas antes de vencerse hacia delante y caer de bruces sobre los ladrillos rojos.

Muhammad notó cómo la rabia ascendía en forma de oleadas, desde su vientre, por el pecho, hasta la cabeza. Se oyó proferir un grito que no reconoció como propio, como si fuera otro quien gritara dentro de él. Sus piernas y sus brazos se movieron con voluntad propia, y su espada se alzó y arremetió con una fuerza descomunal contra el cuello del hombre que había acabado con la vida de uno de sus pocos amigos. Sintió el golpe brutal, vio el filo introducirse entre la cabeza y el hombro, romper el hueso que los unía, y seguir su trayectoria tronzando las costillas hasta alcanzar el centro del pecho. Antes de caer fulminado, la parte izquierda del cuerpo de aquel soldado se separó del tronco, y la sangre bombeada por las arterias seccionadas le alcanzó el rostro y le dio a probar el sabor de la muerte.

Durante un instante todos permanecieron inmóviles. Después vio a Mutarrif hacer señas a sus dos hombres, indicarles que permanecieran quietos, lo vio enfundar su propia espada y obligarles a hacer lo mismo. Por fin oyó, como en un sueño, su voz odiosa.

—¡El príncipe heredero ha asesinado a uno de mis oficiales a sangre fría! ¡Justicia!

Banū Qasī. La guerra de Al Ándalus
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