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Lubb esperaba con ansiedad la llegada de sus parientes. Los últimos meses habían supuesto para él un sacrificio, aunque debía reconocer que lo había hecho con gusto. Ordoño, siguiendo los consejos del médico y la orden estricta de Muhammad, había guardado cama durante varias semanas, hasta que Moisés consideró que podía empezar a ejercitar su maltrecha pierna, y desde entonces él había sido su apoyo. Tras el ataque, las cosas no habían vuelto a ser iguales: Jawhar, el protector de Ordoño, había sido arrestado y azotado sin piedad hasta que confesó el motivo de su ausencia. Después, no tuvo inconveniente en describir minuciosamente al hombre que había conseguido apartarlo de su tarea, pero por mucho que se le buscó, por mucho que los mensajeros recorrieron las ciudades y las coras circundantes difundiendo esa descripción, nadie reconoció haberse cruzado con él. Tampoco pudo dar nadie detalle del atacante que, tras ver a su compinche atravesado por la flecha de Ordoño, había huido a la carrera para desaparecer en los bosques que rodeaban la ciudad. Ni siquiera hubo un habitante de Saraqusta que recordara los rasgos del muerto, a pesar de que permaneció colgado por el cuello cerca de la puerta del río hasta que las alimañas dieron buena cuenta de él.
Ordoño tenía un buen motivo para no abandonar sus aposentos, pero Lubb no entendía por qué también él había visto restringidas todas sus salidas, incluso dentro de los muros de la ciudad. Las vagas explicaciones de su padre sobre el riesgo que podía correr su vida no acababan de convencerlo, y así se lo había hecho saber. Recordaba perfectamente que su atacante, antes de morir, había dicho que nada había contra él. Pero de poco había servido. Muhammad se había vuelto desconfiado, incluso su humor había cambiado, y se le veía inquieto a pesar de los tres cordones de guardias que había establecido en torno a los aposentos donde convalecía Ordoño. Cuando el muchacho fue autorizado a dar los primeros pasos apoyado en dos muletas, las precauciones se habían multiplicado, y sólo dentro del patio de la residencia podían caminar.
Por eso había esperado con impaciencia el final del Ramadán: la fiesta que se había celebrado sólo dos días atrás había conseguido romper en parte aquella monotonía y, una vez transcurrido el mes del ayuno, se anunciaba la llegada desde Munt Sun de Ismail con sus hijos, así como los hijos de Fortún desde Tutila, para asistir al Consejo de los Banū Mūsa convocado en Saraqusta.
Lubb sospechaba que aquella inusual reunión debía de ser trascendente a juzgar por la actitud de su padre, que había permanecido los últimos días prácticamente encerrado con los oficiales de mayor rango y los representantes de las mejores familias de la ciudad.
Aquel día, por primera vez desde que Ordoño cayera herido, Muhammad no había acudido a interesarse por el estado del príncipe, y Lubb no sabía cómo interpretarlo. Decidió que era una buena señal, puesto que había dejado de preocuparse por él, y pensó que era un buen momento para hacer lo que rondaba por su mente desde hacía días. La relación entre los dos muchachos había cambiado: la bravura con la que Ordoño había defendido su vida había despertado la admiración de todos, también la suya, y la descripción del episodio circulaba por la ciudad de boca en boca. Por su parte, Ordoño agradecía la ayuda y la compañía de su amigo durante la convalecencia, a pesar del sacrificio que suponía para él permanecer quieto durante demasiado tiempo.
—Tengo algo para ti —anunció Lubb.
Ordoño lo miró y se desplomó sobre un poyo de piedra adosado al muro exterior de la residencia del wālī. Dejó las dos muletas a los lados y se acomodó apoyándose en los brazos.
—¿A qué te refieres? —preguntó intrigado.
—Algo que creo que debes conservar. Espérame aquí.
En cuanto Ordoño vio a Lubb aparecer de nuevo bajo el quicio de la puerta confirmó lo que había supuesto. Era difícil ocultar un objeto tan grande, y Lubb se lo entregó sin más comentarios.
Sintió un calambrazo al tomarlo en sus manos. Retiró la tela que lo envolvía temblando, y cuando el arco apareció ante sus ojos, la escena vivida unos meses antes se reprodujo nítidamente ante él. Cerró los ojos y ocultó el rostro mientras su boca se contraía en una mueca de dolor, que sólo duró un instante: al momento se sobrepuso y trató de esbozar una sonrisa.
—No puedo aceptarlo, Lubb. Es tu arco, tu mejor arco…
—Ahora es tuyo, Ordoño —interrumpió Muhammad, que había estado observando la escena—. Con él salvaste tu vida, y puede que la de Lubb, y siento que ha de traerte fortuna. Mi hijo te lo entrega de corazón, no te separes de él. Me temo que en demasiadas ocasiones habrás de utilizarlo.
—Espero que sea para cazar venados —rio el muchacho.
—Pronto vas a tener ocasión de hacerlo, recuerdo hasta qué punto era abundante la caza en tus tierras.
—¿Quieres decir que vuelvo con mi padre?
Muhammad asintió.
—Así es, Ordoño. En cuanto estés lo bastante recuperado para hacer el viaje sin problemas. Siento que no puedo garantizar tu completa seguridad en Saraqusta, y tengo un compromiso con tu padre que debo cumplir. Ya he estado a punto de fracasar una vez.
—No fue culpa tuya, Muhammad.
—Sí lo fue, confié en quien no debía. Pero olvídate de ello —dijo con un rápido movimiento de su brazo—. No volverá a suceder.
Los primeros en llegar fueron los hijos de Fortún desde Tutila, a sólo dos jornadas de camino. Ismail y los suyos emplearon una más, y alcanzaron las riberas del Uādi Ibru la víspera del viernes, cuatro días después del final del mes de Ramadán. Ambos grupos eran numerosos, no menos de un centenar de hombres a caballo cada uno.
—¿Sin contratiempos en vuestro viaje? —se interesó Muhammad al saludar a su tío Ismail—. Dicen que las partidas de Amrús recorren la región molestando a viajeros y mercaderes.
—No hemos tenido ocasión de tropezarnos con ellos, pero no nos hubieran sorprendido sin defensa —rio—. Nos hemos hecho acompañar por los mejores de nuestros hombres.
—En nuestro caso no se trata de Amrús, sino de los tuchibíes de Qala’t Ayub y Daruqa. Tampoco pierden ocasión de hostigar a nuestra gente.
—Para eso fueron colocados allí por el emir. De cualquier modo, trataremos de acoger como mejor podamos a vuestras tropas. En cuanto a vosotros, la residencia del gobernador está abierta —dijo mientras señalaba al interior—. Aunque imagino que estaréis deseando una visita al hammam.
—Dejemos para mañana los asuntos políticos— propuso Mūsa, uno de los hijos de Fortún.
—En cualquier caso, no han acabado de llegar los caudillos de nuestras ciudades.
—Sería descortés empezar nuestras discusiones sin ellos —bromeó Ismail mientras tomaba a su sobrino por el brazo—. ¿Dónde están esos baños?
Sentía cómo el vapor abría todos los poros de su piel, y las gotas de sudor se deslizaban por su cuerpo produciéndole un agradable cosquilleo, pero ya comenzaba a acusar la habitual debilidad que causaba el calor, por lo que decidió abandonar la reducida estancia forrada con alabastro blanco. Aunque la sala principal no estaba precisamente fría, experimentó una agradable sensación de alivio y se dirigió a la amplia plataforma donde varios sirvientes frotaban con guantes de crin los cuerpos enrojecidos de Ismail y de sus primos. Con una señal llamó a otro de los criados, que se apresuró a extender un paño sobre la losa.
—Disfrutas de un hammam propio de un príncipe —dijo Mūsa.
—¿No crees que la capital de la Marca lo merece?
—¿La capital o su gobernador? —bromeó Ismail.
—Bien sabes que no soy dado al boato —respondió Muhammad sin saber qué tono emplear.
—En eso tienes razón, sobrino, siempre has preferido ser pragmático y discreto. De esa forma, cuando los demás quieren darse cuenta, tú ya estás instalado donde deseas.
De repente un denso silencio se cernió sobre aquella losa de mármol, pero el propio Ismail lo rompió con una carcajada.
—No te ofendas, Muhammad —rio—. Era sólo un comentario jocoso. ¡Agua fría, mozo! —ordenó al tiempo que apartaba de un manotazo el guante de crin de su cuerpo.
El criado dejó la manopla y llenó una jarra de una de las fuentes laterales, con la que refrescó el cuerpo del anciano.
Muhammad trató de relajarse mientras el sirviente tomaba sus miembros y con pericia trabajaba en cada uno de sus músculos. La combinación de agua fría y caliente le ayudaba a conseguir aquel estado de bienestar que tanto había tardado en descubrir, después de pasar toda su juventud en tierras asturianas. Sin embargo, el comentario de su tío lo inquietaba. Trató de ponerse en su lugar, y en el lugar de sus primos. Ismail era el único hijo vivo del gran Mūsa y sin duda, en su fuero interno, debía ambicionar una posición más destacada dentro del clan. Posiblemente igual sucediera con sus primos, que quizá se creyeran con el mismo derecho que él a ocupar el valiato de Saraqusta, el puesto más relevante entre todos los que ocupaban los Banū Mūsa. Sin embargo, habían sido las circunstancias las que lo habían colocado en aquel lugar: allí se encontraba cuando hubo que defender la ciudad, y allí se encontraba el día de la muerte de su padre en aquel desgraciado accidente de caza. Simplemente lo sustituyó en un momento, además, en que ninguno de sus hermanos podía hacerse con el control. Si Saraqusta estaba en manos de los Banū Mūsa se debía a él, y aquél era un argumento que se hallaba dispuesto a esgrimir si alguien cuestionaba el estado de las cosas.
Un nuevo comentario de Ismail lo sacó de sus ensoñaciones.
—Me ha alegrado ver que todavía tienes a ese muchacho en tu poder. Es inteligente por tu parte.
—¿Inteligente? —repitió—. ¿Por qué dices eso?
—Vamos, Muhammad, no juegues con nosotros —intervino Mūsa sin abandonar el tono jocoso—. No sé cuáles serán tus intenciones respecto a él, pero lo cierto es que lo sigues reteniendo en Saraqusta.
Muhammad se incorporó para mirar fijamente a su primo.
—Me temo que no son las intenciones que imaginas. Ese muchacho fue confiado a mi custodia y, en cuanto se recupere de sus heridas, haré que vuelva junto a su padre.
Ismail también se incorporó.
—Eso será algo que tendrá que decidir el Consejo. Para eso ha sido convocado.
—¡El Consejo no tiene nada que decir respecto a mis compromisos personales! —respondió Muhammad alterado, al tiempo que se ponía en pie—. ¿Por qué me parece que la coincidencia de vuestros argumentos no es casual? Tutila y Munt Sun están separadas por más de cien millas, pero… ¿me equivoco si pienso que no es ésta la primera vez que os veis en las últimas semanas?
Ninguno de sus primos respondió. Todos continuaron con la cabeza apoyada sobre los brazos soportando el brusco masaje, y Muhammad se acercó a la fuente, donde recogió agua fresca con las manos y se la vertió sobre la cabeza.
—¡Mañana no se tratará este asunto en el Consejo! Y si alguno de vosotros se atreve a proponerlo, sabed que abandonaré la reunión y os invitaré a que salgáis de la ciudad.