57

Al Burj

—¿Adónde me llevas? —preguntó Sahra, que intentaba cerrarse el cuello de la capa para protegerse del viento helador.

—No hables y sígueme —respondió él con una sonrisa enigmática.

—¡Estás loco, Muhammad! ¡Tropezaré si no acercas esa antorcha!

—Tienes razón, ¡completamente loco! —respondió.

Se detuvo y se volvió hacia ella. La rodeó por la cintura y la atrajo hacia sí para depositar un rápido beso en sus labios. Al instante, riendo, volvió a tirar de su mano y reanudaron la marcha por las oscuras calles de Al Burj. Sólo el viento, el ruido de las pisadas sobre el empedrado y las risas de ambos rompían el silencio de la parte baja de la ciudad, desierta ya tras el anochecer. La luz de la antorcha se proyectó sobre la sólida puerta de madera de una construcción de adobe, y Muhammad golpeó tres veces.

—¡Esto es el hammam! ¡No puede haber nadie a esta hora!

El sonido del cerrojo desde dentro la contradijo, y Muhammad la miró de nuevo con una sonrisa mientras le guiñaba el ojo izquierdo. Un mozo terminó de abrir la puerta para dejarles paso. El interior se encontraba tenuemente iluminado, y hasta su rostro llegó un agradable soplo de aire caliente y perfumado.

—Todo está en orden, sahib. He mantenido la llama viva hasta ahora, como me pediste, y el calor durará hasta el amanecer. En el interior he dispuesto…

Muhammad alzó la mano, y el muchacho guardó silencio. Luego, sus ojos se abrieron al ver el brillo del dirhem de plata que el wālī le tendía.

—¡Gracias, sahib! Estaré de vuelta antes del alba.

Sin más, el mozo se ajustó la zamarra y se perdió en la oscuridad. Muhammad cerró la puerta y ajustó el pasador.

—¡Un dirhem! —exclamó Sahra.

—¿No crees que esto lo vale? —respondió mientras la conducía hacia el interior.

A medida que avanzaban por el pasillo de paredes encaladas, un intenso aroma a romero fue invadiendo el aire que respiraban, y ambos comenzaron a inspirar profundamente hasta sentir sus pulmones henchidos de él.

Cuando alcanzaron la sala central, Sahra lanzó una exclamación. La luz de las antorchas situadas en los cuatro extremos caía sobre la superficie de la alberca que ocupaba el centro de la estancia, y un baile de reflejos se proyectaba sobre la cúpula, cuyos orificios permitían el paso de la luz durante el día. El ligero vaho que teñía de blanco la atmósfera no le impidió contemplar las docenas de lamparillas situadas en torno a las columnas que sostenían la techumbre, y cuyo aceite perfumado era el que proporcionaba el agradable aroma. En un rincón, sobre dos hermosas bandejas de cobre, había varios cestillos repletos de dulces y una generosa jarra con dos copas al lado.

—Lo he preparado pensando en ti —susurró Muhammad mientras tomaba a Sahra entre sus brazos y le acercaba los labios al oído—. Llevo meses imaginando este momento.

Sahra sonrió y volvió el rostro hacia su esposo.

—Nunca una mujer soñó con un reencuentro como éste —dijo antes de unir sus labios a los de su esposo.

Se tomaron un tiempo para despojarse de sus ropas, y Muhammad esperó al borde de la alberca. Cogió a Sahra de la mano mientras contemplaba su espléndida desnudez, y juntos descendieron los tres escalones hasta sentir la tibieza del agua, que alcanzaba sus cinturas. La quietud era total, y en un instante sólo un sordo ronroneo emitido por Muhammad, la risita apagada de Sahra y el ligero chapoteo del agua rompían el silencio nocturno del hammam. Después, los sonidos de la pasión, contenida durante meses, y ahora desatada de forma frenética.

Sahra, tratando de recuperar el aliento, colmada y exhausta, se separó de su esposo flotando boca arriba y disfrutó de la sensación de ligereza que proporcionaba el agua de la alberca. Tomó un dulce de almendras y se lo ofreció a Muhammad, quien lo aceptó entre sus labios. Sólo pudo saborear la mitad, porque en el último momento Sahra lo retiró y se lo introdujo en su propia boca, riendo.

—¿Por qué no podemos estar así siempre? —preguntó Sahra entrelazando las piernas alrededor de la cintura de él.

—Quizá porque hay demasiada gente ahí fuera, al otro lado de las murallas. Esperan para arrebatarnos esto y todo lo que tenemos.

—¿Recuerdas la conversación que mantuvimos antes de tu partida?

Muhammad asintió.

—Te prometí que la retomaríamos a mi regreso…

—Éste puede ser un buen momento —dijo ella mordisqueando sus labios con aparente despreocupación.

—Tendría que renunciar a todo, dejar Al Burj y el resto de nuestras ciudades en manos de Ismail y de mis primos…

—Dejarías atrás todos tus enfrentamientos, la guerra… y yo la incertidumbre de no saber si volveré a verte con vida cada vez que has de partir.

Muhammad echó el cuerpo hacia atrás, sumergió la cabeza entera en el agua, y así permaneció unos instantes. Se incorporó con la frente despejada, y se retiró los restos de agua del rostro y de la barba con ambas manos. Después suspiró profundamente.

—Sahra —vaciló—, sucede que… después de mi regreso de Liyun, me he encontrado con algo que no esperaba: la fidelidad de centenares de hombres, desde Nasira hasta Ulit, desde Tarasuna hasta Baskunsa, dispuestos a seguirme, porque ven en mí al sucesor de aquel caudillo que un día tuvieron, el que supo conducir a sus abuelos, a sus padres, hasta hacerles sentirse orgullosos de pertenecer al clan de los Banū Qasī. Hubo una época en la que así fue, y durante esta última campaña he sentido el anhelo de que las cosas pudieran volver a ser igual.

—Nunca hay segundas oportunidades, Muhammad. Tú mismo parecías deseoso de romper con todo esto antes de tu partida…

—Lo deseo, Sahra. Y si crees que sólo así seríamos felices, no lo descarto. Sólo que durante este tiempo he tenido ocasión de reflexionar sobre lo ocurrido en los últimos meses, y me gustaría que tú también ahora pensaras en lo que te voy a decir.

Sahra salió del agua y extendió una pieza de fieltro sobre la enorme losa de mármol caliente que se encontraba en la sala contigua.

—Te escucho, Muhammad.

—Hemos de pensar que no estamos solos, y en la decisión que tomemos habremos de considerar el futuro de nuestros hijos, el de Lubb y también el de sus hermanos. Lubb es nuestro primogénito, y él está llamado a sucederme como caudillo de los Banū Qasī.

—Con el permiso de Ismail y de tus primos…

—Así es, Sahra. Pero mi tío ya no es joven, y cuando él desaparezca no tengo duda de que a quien se reconocerá como caudillo será a mí.

—El primogénito del primogénito del gran Mūsa…

—Puedes utilizar ese tono, pero así son las cosas, Sahra. ¿Tenemos derecho a robarle a nuestro hijo ese futuro?

Muhammad continuaba apoyado en el muro de la alberca, con los brazos extendidos sobre el borde, dando la espalda a su esposa.

—Quiero que mis hijos sean felices, Muhammad. Ignoro si lo podrán ser sobreviviendo entre batallas.

—Ésa es otra de las reflexiones que debemos hacernos: ¿sería distinto en Qurtuba? Entrar a servir a las órdenes del emir, ¿nos garantiza la tranquilidad que anhelas? En los últimos tiempos, Al Ándalus hierve, las rebeliones surgen por doquier, y el ejército no tiene efectivos suficientes para apagarlas. Suma a eso las ofensivas de los cristianos desde el norte, incluso los anhelos por el control de la Península de algunos reyezuelos de Ifriqiya. Quizá las despedidas habrían de ser más frecuentes que las vividas aquí hasta ahora.

Muhammad salió de la alberca y vertió el contenido de la jarra en las dos copas. Luego se tumbó junto a Sahra y le ofreció una de ellas.

—Hidromiel —dijo ella mientras aspiraba el suave aroma—. Quizás esto no sea agradable a los ojos de Allah.

Muhammad sonrió.

—Acabo de arriesgar la vida en defensa de la fe de Muhammad. Creo que eso podrá compensar algún pequeño desliz como éste —bromeó mientras se llevaba la copa a los labios—. Y hay algo más: si permanecemos aquí, yo tendré la autoridad sobre nuestro hijo, sobre su formación, sobre el momento de su incorporación a la milicia… En Qurtuba, si el emir no reúne efectivos suficientes en las levas de las coras, podría ser llamado a filas incluso dentro de dos años, cuando cumpla los catorce.

—¡Pero sólo es un niño! —exclamó Sahra.

—Reflexiona sobre ello —zanjó Muhammad, mientras retiraba la copa de su mano—. Pero no ahora…

Le empujó el hombro con delicadeza, y consiguió que apoyara la cabeza sobre la losa. Él se incorporó sobre su brazo derecho, y con el izquierdo le acercó la copa al cuello, antes de volcarla ligeramente. El líquido dorado cayó sobre su piel, y lentamente se deslizó entre sus pechos, todavía firmes, hasta perderse en los pliegues de su vientre. Entonces Muhammad dejó la copa a un lado y se dispuso a aprovechar hasta la última gota del néctar derramado.

La primera luz del alba se filtraba por los orificios de la cúpula, y los sorprendió tendidos aún sobre el cálido suelo enlosado. Muhammad, entumecido, abrió los ojos y comprendió que el mozo encargado del hammam no tardaría en estar de regreso. Se incorporó, tomó un pastelillo de la cesta y comenzó a vertirse mientras Sahra se desperezaba. Antes de que cubriera su desnudez, Muhammad aún tuvo ocasión de contemplar admirado su cuerpo, iluminado ahora por los primeros y tenues reflejos del sol.

Le sorprendió la violencia de los golpes en la puerta. Terminó de ajustarse la túnica y salvó la distancia que lo separaba de la salida, mientras en el exterior se oía la voz del muchacho, que repetía su nombre con voz agitada e impaciente. Corrió el cerrojo y se encontró con un rostro congestionado que hablaba atropelladamente.

—¿Qué escándalo…? —empezó.

—¡Os buscan por toda la ciudad! —interrumpió el mozo—. Nadie sabe que estáis aquí, pero debes acudir de inmediato a la alcazaba.

—Pero… ¿qué ocurre, muchacho? ¡Habla!

—Han llegado noticias de Saraqusta, sahib. Al parecer vuestro tío Ismail ha estado reuniendo tropas y se dispone a lanzar un ataque.

—¡Un ataque! Pero… ¿contra quién?

—¡Contra nosotros, sahib!

—¿Cuántos son? ¿Desde cuándo? —gritó Muhammad ante los gestos de impotencia de los informadores—. ¡Maldita sea! ¿Es que nadie puede darme respuestas?

—Según nuestras instrucciones, sahib, salimos hacia aquí en cuanto tuvimos conocimiento de las intenciones de Ismail.

—¡Por Allah! ¿Por qué los dos? ¿Es que no podía haber permanecido allí uno de vosotros?

Sahib, siempre es así para evitar que informaciones tan importantes como ésta puedan perderse por un accidente o un asalto. Pero varios de nuestros hombres se encuentran todavía allí, y si hay novedades no tardarás en conocerlas.

—Lo sé —dijo incómodo—. Debéis perdonarme, no tengo por qué descargar mi rabia con vosotros. Descansad lo necesario, y regresad a Saraqusta, porque necesito conocer sus planes, planes concretos… dónde concentrarán sus tropas, por dónde atacarán, cualquier detalle puede resultar precioso.

—Ignoro si habéis recibido informaciones desde Tutila, pero en los últimos días el trasiego de correos entre las dos ciudades ha sido continuo.

—Está bien, muchacho, buen trabajo. Id a descansar.

Muhammad quedó a solas con Mijail, que, desde los sucesos de Saraqusta y, sobre todo, durante las campañas de Liyun y Aybar, se había convertido en su oficial de mayor confianza. Había asistido a la entrevista sin intervenir.

—¿Qué piensas de todo esto? —interrogó Muhammad con desánimo, sin dejar de recorrer la estancia.

—Ismail ha esperado sólo lo necesario para que Al Mundhir estuviera lejos.

—¡Ese viejo zorro de Ismail! —exclamó con rabia.

—Y sus hijos y tus primos de Tutila… ¿Qué vas a hacer, Muhammad? ¿Presentarás batalla?

Muhammad se volvió.

—¿Acaso lo dudas? Por eso estás aquí. Te diré lo que has de hacer. Bajarás ahora a las dependencias de la guarnición para elegir a los mejores hombres, con los caballos más rápidos. Quiero que los envíes sin pérdida de tiempo a todas nuestras ciudades, los valíes quizá no hayan tenido tiempo siquiera de desmovilizar a las tropas. Los necesito aquí dentro de dos días. Si es preciso que viajen de noche, que fuercen a sus monturas, pero no disponemos de un día más.

Mijail asintió, con gesto grave pero satisfecho, y se dirigió a la puerta.

—Espera. Quiero que apostes en todos los altozanos, en cualquier lugar que se preste a ello en la ruta entre Tutila y Saraqusta, una legión de informadores. Necesito estar al tanto de cualquier movimiento de tropas, de cualquier avance de sus exploradores… tenemos que adelantarnos a sus intenciones.

—Muhammad, dejarás diezmada la guarnición.

—De nada nos servirá un centenar más de hombres si permitimos que caigan sobre nosotros.

Banū Qasī. La guerra de Al Ándalus
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