23

Belasquita echó la vista atrás y recordó el momento de su expiación a manos de los dos soldados en Uasqa. Porque así había acabado por entender su violación: de alguna forma, aquel sacrificio había conseguido atenuar en su conciencia el peso de los pecados que cometiera en el pasado. Habían sido muchos, era cierto, pero también era enorme la magnitud del castigo que Dios le enviaba, y a cambio, obtuvo lo que más le importaba. ¿Cómo si no podía explicarse aquel comentario fortuito de sus violadores sobre los prisioneros a los que estaban encargados de vigilar? Alguien podría considerarlo una casualidad, pero ella quería pensar que se trataba de un plan que venía de lo alto. De otra forma, después de ser brutalmente mancillada, quizá se hubiera dejado llevar por el deseo de morir allí mismo, para ser devorada por las bestias y acabar de una vez con su sufrimiento. A punto de desfallecer entre el nauseabundo olor a sudor de aquellas bestias, una frase, un sencillo comentario, se abrió paso en su cerebro y le insufló de nuevo el hálito que la había empujado hasta allí. Gracias al cielo sus violadores tenían prisa, prisa por volver al puesto que habían abandonado en la vigilancia nocturna de sus rehenes. Se habían turnado para sujetarla mientras la penetraban brutalmente y la abandonaron entre la maleza para regresar. Levantarse de allí, enfrentarse al dolor, al asco y a las ganas de morir, fue el mayor esfuerzo que jamás tendría que realizar, pero temía perder su rastro en la oscuridad. Sin embargo, estaba escrito que aquella noche debía encontrar lo que buscaba.

Observó desde la distancia los toscos carros de madera en los que se trasladaba a los prisioneros: en alguno de ellos debía de viajar lo que más quería. Recordó a sus tres hijos tan sólo unos días antes, jóvenes, apuestos, en la flor de la juventud, rivalizando despreocupados por las muchachas más bellas de Uasqa. Ahora podía imaginarlos en el interior de aquellos carromatos, cargados de grilletes y encadenados, malolientes, perdida toda esperanza. ¿Podrían hablarse entre ellos, o quizás ocupaban carros distintos? ¿Sabrían adónde eran conducidos? Trató de figurarse lo que les esperaba, y la angustia casi le impidió respirar, mientras las lágrimas acudían a sus ojos: un viaje a través de toda Al Ándalus en los meses más duros del verano, mal alimentados, tendidos sobre sus excrementos y sometidos a la tortura de la sed… En aquel momento no sabía siquiera lo que haría cuando el sol volviera a asomar por el horizonte, pero hubo algo que se prometió a sí misma: no iba a separarse de aquellos carros cerrados mientras le quedara un soplo de vida. Sintió un doloroso pinchazo en la parte inferior del vientre y con un gemido se tumbó sobre la hierba.

Despertó con un agudo escozor en los ojos, todavía hinchados por el llanto, y no le resultó fácil abrirlos a la intensa luz de la mañana. Entumecida y dolorida, se incorporó con dificultad y comprobó que el campamento improvisado comenzaba a movilizarse ante la inminente partida. Se puso en pie y, lentamente al principio, echó a andar entre los matorrales, de regreso hacia las últimas carretas. La distancia le pareció mucho mayor que la noche anterior, pero alcanzó por fin al nutrido grupo de mujeres que de nuevo se agrupaban en torno a los carros. A la luz del día, aparecían sucias, desaliñadas y muy diferentes de como las había contemplado la noche anterior. Cayó en la cuenta de su propio aspecto y trató de atusarse los cabellos y alisar su túnica antes de aproximarse a ellas cuando la columna se ponía en movimiento. Marchaban a pie, casi en silencio, y Belasquita se incorporó al grupo sin mostrar la menor indecisión. Intuyó miradas de soslayo, algún comentario en voz baja, pero nadie cuestionó su presencia entre el pequeño ejército de prostitutas que acompañaban a las tropas de Qurtuba.

Sólo la cercanía de Mutarrif y de sus hijos la mantuvo en pie en las siguientes jornadas. Comió lo que alguna de sus nuevas acompañantes le dejaba en el regazo cuando hacían un alto y ella se sentaba apartada bajo alguna sombra, en silencio, con la mirada fija en el suelo. Alcanzaron la madinat de Siya, territorio ya de los Banū Qasī, y desde ese momento caminaron envueltos por el humo de las cosechas incendiadas y de las alquerías arrasadas. Los lugareños habían huido, apenas encontraban resistencia, y la retaguardia avanzaba sobre las ruinas y el terreno calcinado de las aldeas. Atravesaron parajes que comenzaban a resultarle familiares, y en la cuarta jornada de su viaje adivinó cuál sería la trayectoria de aquel ejército devastador, pues reconoció entre la humareda la fortaleza de Baskunsa y, más allá, la sierra donde se alzaba el monasterio de Leyre. Vadearon con dificultad el caudaloso Uādi Aragūn junto a los restos calcinados del puente destruido por los habitantes del lugar en su huida, y se encaminaron después hacia Pampilona. Comprendió que allí se encontraba su salvación, junto a su padre, pero era impensable que su ayuda fuera a servir para salvar a sus hijos. Sólo en sus agitados sueños se atrevía a imaginar a un formidable ejército formado por vascones y por sus parientes muladíes haciendo frente a las fuerzas de Muhammad hasta ponerlas en fuga para librar al reino de la amenaza y rescatar a los prisioneros. La realidad era bien distinta: una ciudad inaccesible, con todos los habitantes entregados a su defensa y resignados a la pérdida de todo aquello que hubiera quedado fuera de las murallas. Decidió que no se refugiaría en Pampilona. Su lugar estaba allí donde estuvieran sus hijos, aunque fuera necesario compartir el oficio de aquellas mujeres para sobrevivir.

El día en que emprendían la marcha hacia el sur siguiendo el curso del Uādi Aruad, Belasquita fue consciente de que iniciaba un camino sin retorno. Dejaba atrás las tierras que tan bien había conocido en su niñez y se aventuraba en un viaje cuyo destino ignoraba, con la única compañía del temor y la angustia. Y tenía hambre. Había perdido ya la cuenta de los días que llevaba subsistiendo con los restos del rancho que por caridad le permitían rebañar, y por eso decidió que aquella noche debía terminar con aquella situación. Acamparon junto al cauce, y comenzaron a formarse los habituales grupos en torno a los fuegos. En un recodo del río, un numeroso grupo de mujeres lavaban sus ropas y se aseaban sin ningún pudor, haciendo caso omiso de las miradas de algunos de los soldados que merodeaban a su alrededor. Belasquita se acercó a la orilla dispuesta a hacer lo mismo que las demás por primera vez desde que iniciara su viaje. No contaba con más ropa que su túnica y tendría que volver a utilizarla después, pero así habría de ser. Se descalzó y la dejó caer en la orilla antes de introducirse en el agua, se lavó el cabello y frotó con energía cada rincón de su cuerpo. Salió dispuesta a cubrirse de nuevo, pero no pudo evitar un estremecimiento al percibir el olor penetrante de aquellas ropas mugrientas. Entonces sintió una presencia junto a ella, alzó la vista y vio a una de las mujeres, que, con una sonrisa, le tendía una túnica limpia y seca.

Belasquita extendió la mano para recogerla, pero en cuanto la tuvo en la mano sintió que algo se rompía en su interior. Aquel gesto de generosidad había quebrado su coraza de aparente firmeza, y en un instante se vio de rodillas sobre la hierba de la orilla, encogida sobre sí misma, tratando de amortiguar los incontenibles sollozos que la sacudían. La mujer se arrodilló junto a ella y le pasó un brazo por la espalda.

—Te he estado observando, y sé que algo grave te aflige. Aquí tenemos por costumbre ayudarnos unas a otras.

Belasquita, incapaz de contener aún los espasmos que agitaban su pecho, trató de alzar la mirada. La mujer la tomó del brazo y la ayudó a incorporarse.

—Desahógate, llora. Y después, si lo deseas, cuéntame el motivo de tu zozobra. Siempre es bueno compartir las penas con alguien.

Belasquita la miró, incrédula y agradecida, mientras con torpeza se colocaba sobre los hombros aquella túnica tosca pero maravillosamente limpia.

La mujer la guio a un rincón apartado adonde todavía llegaban los últimos rayos de sol. De alguna manera Belasquita supo que podía confiar en aquella mujer, y por primera vez en mucho tiempo expresó con palabras su angustia, el terror que hacía que se le encogiera el estómago cuando abría los ojos cada mañana, la incertidumbre acerca del futuro y la certeza de que nada tendría ya sentido para ella si no conseguía el objetivo que la había conducido hasta allí.

Habló hasta que las sombras apenas les permitían distinguir sus rostros, y entonces la mujer se levantó y la llevó con ella. Aquella noche, y todas en adelante, Belasquita comió una ración caliente que reconfortó su cuerpo, pero sobre todo su espíritu. La mayor parte de aquellas mujeres se mostraron impresionadas al saber que su esposo y sus tres hijos se encontraban entre los prisioneros a unos cientos de codos de allí, y que ella no podía hacer nada para ayudarlos. Había visto lágrimas mientras repetía el relato en el centro de aquel grupo, aunque se abstuvo de revelar la identidad de su familia, pues ello hubiera supuesto revelar también la suya. Sin embargo, desconocer su anterior posición no restaba dramatismo a su situación a los ojos de aquellas mujeres. Por vez primera en mucho tiempo, aquella cálida noche de verano se sintió arropada al tenderse junto a ellas, y se dispuso a dormir percibiendo el olor de la hierba y el tacto suave de sus vestiduras limpias. Se perdió en sus pensamientos mientras contemplaba el cielo estrellado… y entonces las vio. Al principio fue sólo una impresión, pero había algo que rompía la quietud de la noche y que consiguió sacarla del duermevela en el que había caído ya, agotada. Fijó la vista en la parte del cielo más cercana al horizonte, y al instante su corazón dio un vuelco al recordar una noche como aquélla en la ahora lejana Uasqa, en la que contemplaba junto a su esposo las mismas lágrimas de San Lorenzo que ahora tenía ante sí. Hacía pues un año que había convencido a Mutarrif de que debía aplicar mano dura contra sus detractores: hacía un año que lo había empujado hacia su perdición. La idea se instaló de nuevo en su cabeza, de nuevo regresaron los negros pensamientos, y con ellos la náusea que una vez más le iba a impedir conciliar el sueño.

A partir de aquel día Belasquita sintió que su relación con las mujeres había cambiado, y las miradas que captaba eran de una simpatía que no dejaba de encubrir un sentimiento de lástima. La invitaron a participar de las tareas diarias a cambio de su sustento, y eso contribuyó además a que en las siguientes semanas el tiempo pasara más veloz. Había intentado acercarse a los cautivos, localizar el carro donde viajaban los suyos, incluso albergaba la esperanza de ser vista desde el interior a través de las rendijas que los tablones dejaban en sus toscos ensamblajes. Pero, si eso había sucedido, no hubo nada que se lo indicara, y aproximarse a la zona de los carros para tratar de llamar la atención de los presos se había revelado como una tarea imposible. En mucho parecía valorar el emir el precio de Mutarrif, a juzgar por la férrea vigilancia que había ordenado. Pensó en sobornar a los guardias, pero no tenía con qué. Pensó en el chantaje, en amenazarlos con revelar a los oficiales sus andanzas nocturnas… pero eso sería significarse demasiado, y la palabra de una prostituta cristiana no tenía el más mínimo valor: lo más probable es que acabara al borde del camino con la garganta rebanada.

Desde aquel día todos sus pensamientos se habían centrado en la última posibilidad que le quedaba: llegar a Qurtuba… y encontrar a su hermano Fortún.

Sabía que en cuanto cruzaran sus murallas, los prisioneros serían lanzados a lo más hondo de las mazmorras, pero algo se le ocurriría durante el largo viaje que les esperaba.

Banū Qasī. La guerra de Al Ándalus
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
mapa.html
genealogia.html
personajes.html
preliminar.html
Section0001.html
Section0002.html
Section0003.html
Section0004.html
Section0005.html
Section0006.html
Section0007.html
Section0008.html
Section0009.html
Section0010.html
Section0011.html
Section0012.html
Section0013.html
Section0014.html
Section0015.html
Section0016.html
Section0017.html
Section0018.html
Section0019.html
Section0020.html
Section0021.html
Section0022.html
Section0023.html
Section0024.html
Section0025.html
Section0026.html
Section0027.html
Section0028.html
Section0029.html
Section0030.html
Section0031.html
Section0032.html
Section0033.html
Section0034.html
Section0035.html
Section0036.html
Section0037.html
Section0038.html
Section0039.html
Section0040.html
Section0041.html
Section0042.html
Section0043.html
Section0044.html
Section0045.html
Section0046.html
Section0047.html
Section0048.html
Section0049.html
Section0050.html
Section0051.html
Section0052.html
Section0053.html
Section0054.html
Section0055.html
Section0056.html
Section0057.html
Section0058.html
Section0059.html
Section0060.html
Section0061.html
Section0062.html
Section0063.html
Section0064.html
Section0065.html
Section0066.html
Section0067.html
Section0068.html
Section0069.html
Section0070.html
Section0071.html
Section0072.html
Section0073.html
Section0074.html
Section0075.html
Section0076.html
Section0077.html
Section0078.html
Section0079.html
Section0080.html
Section0081.html
Section0082.html
Section0083.html
Section0084.html
Section0085.html
Section0086.html
Section0087.html
Section0088.html
Section0089.html
Section0090.html
Section0091.html
Section0092.html
Section0093.html
Section0094.html
Section0095.html
Section0096.html
Section0097.html
Section0098.html
Section0099.html
Section0100.html
Section0101.html
Section0102.html
Section0103.html
Section0104.html
Section0105.html
Section0106.html
Section0107.html
Section0108.html
glosario.html
toponimia.html
bibliografia.html
agradecimientos.html
autor.xhtml
notas.xhtml