24

Onneca comenzaba a desesperar, pues hacía semanas que Abd Allah no la reclamaba en el lecho. Había otras esposas, pero parecía que también de ellas se hubiera cansado el príncipe, que prefería pasar las noches con las últimas concubinas ingresadas en el harem. En ocasiones anteriores, había utilizado los servicios de uno de sus eunucos de confianza, que se las arreglaba bien para recordar al príncipe quién era la umm walad.

Badr había llegado al palacio en los mismos días que ella, procedente de Yussana, como casi todos los habitantes masculinos del harem. Era tan sólo un muchacho, un adolescente cuya belleza le había traído la desgracia: de origen eslavo, como muchos otros, lo habían capturado y embarcado para atravesar el Bahr Arrum hasta Al Mariya, el mayor puerto de comercio de esclavos y concubinas del occidente. Allí, junto a otros numerosos infortunados, había sido comprado por los exigentes ojeadores de palacio y trasladado a aquel lugar, Yussana, cuyo recuerdo nunca se borraría de su memoria. Sus habitantes, judíos en su mayor parte, habían sabido aprovechar la prohibición coránica que impedía a los musulmanes practicar castraciones humanas, y se habían especializado en realizar tal mutilación. En sus manos cambió para siempre su destino. Muchos de sus compañeros de infortunio no consiguieron superar las fiebres que sistemáticamente aparecían tras la ablación, pero Badr había demostrado ser fuerte. Aún convaleciente, lo habían trasladado a Qurtuba, poco antes de la fecha elegida para la boda del príncipe Abd Allah, y en unos días fue asignado al servicio personal de Onneca.

Todavía recordaba al muchacho espigado que era entonces, siempre atemorizado, incapaz de sostener la mirada y de hablar si no era para responder con monosílabos, dado su desconocimiento de la lengua árabe. Sin duda, en aquel momento el joven eunuco había visto en Onneca a la esposa de su poderoso amo, y no a una joven tan extranjera, tan asustada y tan necesitada de compañía como él. Por eso, día a día, se estableció entre ambos una relación de confianza y afecto que se había mantenido a lo largo de los años, a pesar de que el harem se fue poblando de nuevas esposas, concubinas y eunucos. Lentamente, los cambios físicos producidos por la mutilación habían alterado tanto el cuerpo de Badr que ahora sólo algunos rasgos de su rostro, todavía bello, permitían recordar al joven que diez años atrás había pisado Qurtuba por vez primera.

Badr se acercó a Onneca sonriente.

—Mi influencia sobre el príncipe comienza a decaer, ya no es lo que fue, señora. Debes perdonarme, pero a pesar de mis insinuaciones… sigue prefiriendo a las nuevas concubinas traídas de la Galia.

Onneca sonrió a su vez ante la aparente ingenuidad de su fiel servidor.

—No eres tú, mi fiel Badr… No eres tú —repitió con ternura.

Sin embargo, el eunuco no parecía afligido, y su rostro se iluminó antes de hablar de nuevo.

—¡Pero te traigo las noticias que esperabas! El príncipe desea que vuestro hijo presencie junto a él las celebraciones por el regreso del emir. Allí tendrás ocasión de presentarle tus demandas…

Aquel jueves, el sexto día del mes de Dul Qa’da, Qurtuba era un hervidero de gentes de las más variadas procedencias que acudían al reclamo de los festejos y luchaban como podían contra el calor asfixiante en sus puestos junto al Rasif para presenciar en primera fila el paso triunfal de sus tropas. La vanguardia debía entrar por el este de la ciudad y avanzar por la ribera del Uādi al Kabir para conducir el desfile delante del alcázar. Allí, como en otras ocasiones, el emir debía poner el pie en tierra para recibir la bienvenida de la jassa cordobesa y de los cargos principales de la ciudad. Los príncipes esperarían en la terraza que se asomaba sobre la Bab al Qantara, donde su padre se reuniría con ellos para presenciar el resto del desfile.

El puente sobre el río se encontraba atestado desde el amanecer, y muchos de los que pretendían llegar a la ciudad cruzaban a pie a través de las zonas menos profundas del cauce; los más jóvenes incluso se lanzaban al agua para alcanzar la ciudad a nado. Desde la azotea del palacio, hábilmente sombreada con grandes lonas blancas, Onneca contemplaba a la multitud, a la que la guardia trataba de mantener a raya para evitar la invasión del recorrido y, junto a ella, el pequeño Muhammad no perdía detalle de lo que ocurría a sus pies. Allí estaban sus hermanastros y sus primos, pero sabía que su hijo prefería permanecer cerca de ella. Las grandes trompas ceremoniales comenzaron a sonar en el momento en que Al Mundhir, el primogénito, hizo acto de presencia en el palco junto a su hermano Abd Allah, que le seguía un paso más atrás. La muchedumbre congregada entre la muralla y el río, ansiosa por asistir al comienzo de la celebración, acogió su presencia con una aclamación unánime, que ambos príncipes correspondieron con gestos de saludo. El pequeño Muhammad respondió a un ademán de su padre y acudió junto a él, no sin antes dirigir una mirada agradecida a Onneca. El príncipe lo colocó ante sí, sobre el pretil, y le apoyó las manos sobre los hombros, justo en el momento en que el sonido de los potentes timbales anunciaba la entrada de la cabeza del desfile en la explanada. Sin embargo, la expresión de satisfacción desapareció del rostro del muchacho cuando el pequeño Mutarrif, que pugnaba por asomar su cabeza por encima de la balaustrada, se deslizó junto a su hermanastro. Abd Allah se inclinó hacia él y lo alzó para sostenerlo en sus brazos. La multitud comenzaba a rugir al paso de las primeras cabalgaduras que portaban los estandartes blancos de los Omeya, seguidas por una escuadra de jinetes en representación de las coras que habían participado en la aceifa. La entrada de los efectivos de la guardia del soberano, con sus llamativos atavíos, elevó el tono de la aclamación, que alcanzó el paroxismo con la aparición del emir de Al Ándalus a lomos de su magnífico corcel, que parecía marcar el paso al ritmo de los atabales. Frente a la Bab al Qantara, Muhammad se apeó de su montura y de inmediato recibió la pleitesía de los cargos principales del emirato. El hayib Haxim fue el primero en acercarse e hincó la rodilla sobre la espléndida alfombra roja que cubría el acceso hasta el alcázar. A continuación desfilaron ante el soberano el primer qādī de la ciudad, el imām principal de la mezquita aljama, visires, alfaquíes, los jefes del zoco y de la policía, altos funcionarios, ulemas, generales, representantes de las ciudades más próximas y un sinnúmero de notables ataviados todos ellos con sus más ricas vestiduras. El cortejo acompañó al emir en su camino hacia el palacio en cuya terraza esperaban los miembros de la familia real. Muhammad presentaba un aspecto magnífico, su paso era enérgico, y su rostro expresaba la satisfacción que le producía aquel recibimiento triunfal, después de los meses de dura expedición estival por las ciudades de la Marca y el castigo posterior a los dominios cristianos en las tierras de Alaba.

El desfile de las tropas continuaba entretanto con las interminables columnas formadas por los regimientos a pie y a caballo. Como estaba dispuesto, el emir aprovechó la parte más tediosa de la parada para disfrutar de un refrigerio en las frescas estancias del palacio, al tiempo que recibía el saludo de sus más allegados, que por un momento se habían retirado de la azotea. Pero todavía quedaba la parte más esperada del desfile, y no tardó el chambelán en dar aviso a los asistentes para que recuperaran sus posiciones en el palco, esta vez a los lados del soberano.

La aparición sobre la muralla del triunfante Muhammad desató de nuevo el entusiasmo de los cordobeses, que lo contemplaban desde todos los puntos del Rasif, desde el mismo puente e incluso desde la orilla opuesta, ya en el barrio de Saqunda. La expectación ahora se palpaba en el ambiente, pues tras el paso de las últimas unidades a pie, se descubrirían los frutos de la costosa expedición, con la exhibición de los prisioneros capturados y del botín de guerra. Era el momento que Onneca esperaba y temía, pues, a la vista de todos, se mostraría a los qurtubíes el destino que aguardaba a cualquier caudillo que se atreviera a desafiar la autoridad del emirato. En otras circunstancias, ya se estaría llevando a cabo el macabro desfile de centenares de cabezas cristianas conservadas en sal y clavadas en el extremo de las picas, algo que enardecía especialmente a las masas. Pero en esta ocasión no se había producido un enfrentamiento campal contra los infieles del norte. A cambio, se comentaba en los corrillos, habían conseguido apresar a uno de los principales caudillos del Uādi Ibru, uno de aquellos Banū Qasī que habían vuelto a la rebeldía después de los buenos servicios que prestara aquel Mūsa, wālī de Saraqusta, el que tanto se había distinguido en la lucha contra la temible plaga de los normandos.

Onneca no tuvo ninguna dificultad para identificarlos. Se acercaban decenas de carretas repletas de hombres, mujeres y niños cuyo destino sería sin duda el mercado de esclavos de la ciudad. En todas, aquellos desgraciados viajaban hacinados, y desde el suelo apenas se podrían vislumbrar sus rostros. Sin embargo, una de ellas era una simple plataforma de maderos sobre la que se alzaban cuatro troncos y, encadenados a ellos, sometidos al escarnio y la humillación, avanzaban quienes sin duda eran su tío Mutarrif y sus tres primos. Le dio un vuelco el corazón al reconocer al esposo de su tía Belasquita, y al instante pensó en su padre, y deseó con toda su alma que no estuviera viendo aquello.

Dirigió la vista hacia el palco donde se encontraba el emir, que asistía satisfecho a las demostraciones de alegría de sus súbditos, y entonces se cruzó con la mirada furtiva de su esposo. Sin duda le estaba leyendo el pensamiento, sabía que los había reconocido, y que aquello le podría acarrear problemas, porque la contemplaba de soslayo mientras sostenía a sus dos hijos, con el ceño fruncido, ajeno a la euforia general.

Tras los prisioneros cabalgaban varios personajes que por su indumentaria eran infieles de rango elevado, destinados a servir como rehenes o bien a proporcionar un elevado rescate que engrosara el botín de la expedición. Onneca recordó su propia llegada a la ciudad, en una situación muy similar, e inconscientemente dirigió la mirada hacia la Dar al Rahn, la Casa de los Rehenes, donde aquellos hombres pasarían los próximos meses, o quizás años, de sus vidas. Por fin aparecieron los centenares de mulas y carretas que transportaban el enorme botín: no sólo joyas y objetos de valor, sino también utensilios domésticos, carros cargados de grano, aceite, salazones, ropas, semillas, herramientas y aperos… una lista interminable de mercancías que en las semanas siguientes serían vendidas para proceder al reparto de las ganancias. El emir se alzó antes de que concluyera el desfile y se dirigió al interior mientras departía afablemente con varios de sus hijos.

A partir de ese momento, Onneca había esperado encontrar la manera de quedarse a solas con su esposo, pero no estaba resultando sencillo. El emir se había retirado junto a sus hijos, el hayib y varios de sus generales para tratar los asuntos de Estado más urgentes antes de pasar al salón donde iba a celebrarse el banquete. Onneca ocupó un lugar preferente entre las esposas de Muhammad y de los príncipes, pero en el extremo opuesto de la enorme estancia, y la tarde transcurrió en los jardines del palacio, bajo las sombras, en compañía del resto de las mujeres y de los pequeños, que jugaban y chapoteaban en los estanques. El tiempo parecía no discurrir, y Onneca desesperaba ya, hastiada del parloteo intrascendente de aquellas mujeres cuando, al atardecer, se anunció la presencia del emir. La esperanza de poder abordar a su esposo resurgió al verlo aparecer en los jardines acompañando a su padre: Abd Allah conversaba en aquel momento con dos de sus hermanos menores, Al Hakam y Abd al Rahman, pero pronto buscó a sus hijos y se dirigió hacia ellos.

—Saluda a tu padre, Muhammad —se adelantó Onneca.

El muchacho obedeció con soltura, y Abd Allah le sonrió satisfecho.

—Me complace comprobar que progresas en tu educación, muchacho.

—¿Es cierto, padre, que mi abuelo ha abatido él solo con su espada a más de cien caballeros infieles?

El príncipe rio esta vez con ganas.

—Seguro que lo es, Muhammad. Y tú, que llevas su mismo nombre, algún día emularás sus hazañas —respondió mientras revolvía sus cabellos y paseaba la mirada por los jardines.

Onneca no podía permitir que algún otro de sus hijos captara su atención, y decidió no dejar pasar la oportunidad.

—Abd Allah, esposo mío… he de hablarte de algo que me aflige.

El príncipe mudó el gesto imperceptiblemente, pero respondió con amabilidad:

—Si la madre de mi primogénito considera que el asunto merece mi atención en este momento, no dudes en hablar. Sin embargo, creo saber…

Onneca percibió el cambio de tono en sus últimas palabras y afirmó con la cabeza mientras bajaba la vista al suelo.

—Sé que me observabas esta mañana durante el desfile, y sabes el motivo de mi zozobra. Abd Allah, ¡es el cuñado de mi padre, mi propio tío!, ¡y mis tres primos!

El rostro del príncipe se tornó grave, y no fue capaz de ocultar su disgusto.

—Lo sé, Onneca —respondió—. Y también es el rebelde que ha desafiado la autoridad de mi padre haciéndose con el poder en una de nuestras coras.

—¿Y cuál es el castigo que les espera por ello?

Abd Allah no respondió, y fijó la mirada en la distancia.

—Respóndeme, Abd Allah, te lo ruego.

—¡Serán juzgados de inmediato, y recibirán la pena establecida para su delito!

—¿Van a ser ejecutados? —gimió Onneca, angustiada e incrédula.

—Eso lo decidirá nuestro emir. Por la magnitud del delito, será él quien les juzgue, ejerciendo su papel de qādī supremo.

—¡Abd Allah, debes evitarlo! ¡Son los nietos del rey de Banbaluna!

La congestión del rostro del príncipe se acentuó cuando replicó:

—¡El rey de Banbaluna ha apoyado a esos malditos muladíes! ¡Y eso a pesar de que tú y tu padre seguís en Qurtuba como rehenes! ¡Por Allah Todopoderoso, Onneca! —gritó—. Da gracias a que eres mi esposa, la madre de mi hijo… si no, ¡ahora mismo tu cuerpo y el de tu padre colgarían de un poste junto al Rasif!

Abd Allah giró la cabeza, y de inmediato las miradas de curiosidad se apartaron de ellos. De ninguna manera Onneca quería provocar un escándalo, y mucho menos despertar la ira de su esposo, de forma que recuperó el tono quedo para hablar.

—Sólo apelo a vuestra misericordia, Abd Allah —dijo en un susurro—. Encarceladlos, negociad su rescate, pero no…

—Conozco muy bien a mi padre —la interrumpió—. Y sé cuál es su política, la única que puede aplicar un soberano que quiera mantener la autoridad y el respeto entre su pueblo, y el temor entre sus enemigos. Lo que tú llamas misericordia no se entendería sino como debilidad.

Onneca se encontraba a punto de estallar en lágrimas, y el pequeño Muhammad, asustado, se abrazó a su túnica en un intento de protegerla.

Abd Allah observó a su hijo, que ahora lo observaba con temor, y el resentimiento asomó a sus ojos. Hizo ademán de volverse para alejarse, pero Onneca adelantó el brazo derecho para retener su mano.

—Esposo mío —rogó—. Si guardas algún aprecio hacia la madre de tu primogénito, habla con el emir antes de que sea tarde.

El príncipe mantuvo un instante su mirada, luego se deshizo del contacto de sus dedos y se alejó.

Banū Qasī. La guerra de Al Ándalus
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