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Qurtuba
Crónica de la victoria obtenida por nuestro buen emir Abd Allah ibn Muhammad sobre los facciosos capitaneados por el renegado Umar ibn Hafsún, en los meses de Safar y Rabí al Awal del año doscientos setenta y ocho de la Hégira.
En la mañana del lunes, tercer día de Safar, llegó al campamento de Abd Allah, donde el ejército se dedicaba a reunir el botín, la noticia de la huida de los renegados. Diose orden a la caballería de conducir a los prisioneros cargados con los despojos de la batalla, y a la infantería de atacar el castillo desierto de combatientes, aunque repleto de cadáveres y rico botín, hecho con dineros, alhajas, vestuario y mucha máquina de guerra de incalculable valor.
Entretanto el emir convocó al consejo de guerra en el castillo, y abrió un registro para los prisioneros musulmanes que juraban lealtad, a fin de perdonarles la vida. En cuanto a los cristianos, fueron todos decapitados, menos uno, que flaqueó en el momento en que el verdugo iba a cortarle la cabeza y pronunció la fórmula de fe islamita, lo que le valió el perdón. Por orden del emir, que amenazó con castigar al que ocultara a un sedicioso, ejecutaron a mil de ellos, a porfía y en su presencia. Trabajaron las espadas sobre sus cuellos y siguió el torrente por sus calcañales hasta que se regó la tierra con su sangre.
Con motivo de la conquista de Bulay, compuso el poeta Ibn Abd Rabbih un bello poema con el que felicitaba al emir por su triunfo:
La verdad brilla y es de rutilante sendero
como cuando brilla la luna después de una noche oscura.
Es la espada que endereza al sedicioso
cuando del buen camino se desvía.
Es la espada la llave maestra
cuando echan llave a las fortalezas.
Contra ellos ordenó el emir,
y su orden un ejército fue que hizo temblar la tierra.
Legiones compactas se vieron pasar,
unas tras otras cual las olas del mar.
A su llamado acudieron los clanes alzando sus lanzas
y haciendo tremolar presa del viento el estandarte real.
Cuando Bulay fue asediada por el emir
sus renegados defensores creyéronse invencibles,
pero olvidaron que todos eran manadas de ovejas
frente a un bravo león.
Ibn Hafsún, al verse perdido, a la fuga se lanzó
en una noche que fue para él la del juicio final.
Y si hoy preguntas a esos muladíes qué partido prefieren,
dirán que el partido de los que huyeron en la noche infeliz.
La fuga señaló a los cobardes el funesto fin de toda sedición
y de qué sirve valerse de la noche para escapar de la muerte.
También Sa’id Amrús al Akri compuso versos en conmemoración de la batalla de Bulay:
Mirad y veréis cómo las ondas del mar
inundan sierras y llanuras.
Mirad y veréis que la tierra se detiene en su marcha
y sólo se ven ejércitos que sucumben
y ejércitos que avanzan llenando el espacio,
desde la salida del sol hasta su ocaso,
sin interrupción de día y de noche.
Como un cielo, así aparecían las polvaredas
en cuya densidad relampagueaban cual astros
los filos de las espadas, las puntas de las lanzas.
Decid a Ibn Hafsún que son estas legiones
las que volverán funesta su vida
Y acabarán con su ejército.
Terminada su labor en el castillo de Bulay el emir se fue con su ejército a sitiar Istiya, que aún respondía al faccioso Ibn Hafsún. Tenía esta ciudad considerables defensores gracias a los fugitivos de la batalla de Bulay, que, en su mayoría, buscaron amparo en su fortaleza.
La asaltó el ejército apenas llegó y estrechó el cerco a sus habitantes. Empleó ballestas y catapultas que, día a día, iban causando estragos y temor.
Desesperados por el prolongado asedio, el hambre y el cansancio, solicitaron el amán. Levantaron los niños pequeños con los brazos, desde lo alto de las murallas, pidiendo clemencia, humillándose e implorando el perdón. Y el emir los perdonó. Después de haberse asegurado de su obediencia con rehenes que tomó de las principales familias, nombró un gobernador de su parte y prosiguió su avance camino de Burbaster.
La reconquista de Istiya inspiró al poeta Ahmad ibn Muhammad ibn Abd Rabbih estos magníficos versos:
Es la victoria después de la cual no hay otra victoria,
donde triunfamos no hay capitulación
ni condiciones de pacto o de paz.
Sólo hay perdón del vencedor,
y sólo del fuerte es magnífico el perdón.
Pregunta a la espada y a la lanza,
ellas te darán razón de la fiesta que los árabes
ese día festejaron de victoria y salvación.
Nuestra fiesta fue celebrada con víctimas de enemigos,
y no hay fiesta que se celebre triunfalmente
sin víctimas ni ofrendas.
Creía Ben Hafsún que sus jinetes eran como las águilas,
pero en verdad hoy están todos muertos o en cadenas.
Huyó, salvándole la noche;
debería estar a la noche agradecido.
Alimentose de vanas esperanzas,
que luego fueron su mayor desgracia.
Cubriose con el manto de la noche para poder escapar,
y uno de cada cinco se pudieron salvar,
llevando cada cual herida en sus espaldas.
¡Cuánto deseaban que nunca despuntara el alba,
y cuánto nosotros que la noche en día se trocara!
Oh, tú, que sólo fuiste la leña del fuego que incendiase,
mira con tus ojos el desastre que te dejó la hoguera.
La espada barrió todo cuanto habías preparado.
Ahora ve, después de esto, lo que en pie quedó de la barrida.
Bulay, con cerdos en su torno, parecía desarticulada,
lugar de renegados que el castigo merecido recibieron.
Si las colinas donde perecieron los herejes lenguas tuvieran
llorando, gritado hubieran por la hediondez de sus muertos.
Las lanzas aplacaron su sed en la sangre de sus víctimas
y hasta el junco del río lanza hubiera querido ser.
Nos hemos divertido el día de su Pascua
mientras ellos no gustaron de su día santo.
Fue una noche aquella que perpetuó nuestra gloria,
humillando para siempre a los renegados,
y todo gracias a Abd Allah, el magnánimo y piadoso
en cuyo elogio se honra el verso.
Abd Allah continuó con su avance y fue a sitiar Burbaster, capital del renegado Ibn Hafsún. Pero éste había reunido mucha gente de sus clientes, a más de los descontentos y los muladíes de Al Yazira y de los otros lugares que le siguieron. Atacó el emir con su ejército todo cuanto había alrededor de la fortaleza, destruyendo la sementera y las plantaciones. Mas mientras se hallaba en esta empresa, las tropas comenzaron a demostrar cansancio y deseos de volver a sus hogares, ya que por lo poco que quedaba no valía la pena agotar todas sus fuerzas. El emir comprendió el ánimo de su ejército, accedió a su voluntad y ordenó la retirada, pues creyó que había dado a Ibn Hafsún un golpe decisivo, después del cual tardaría mucho en levantar cabeza y salir de la fosa en la que había caído.
Cuando supo el renegado que los realistas se retiraban de Burbaster, llamó a sus oficiales y soldados y los alistó para tender al emir una emboscada. Allí, en esos desfiladeros abruptos que tan bien él conocía, quería tomar su sanguinaria venganza. Era el primer sábado del mes de Rabí al Awal.
Pero, enterado el emir de las intenciones del perverso, tomó enseguida todas las precauciones que el caso exigía. Desde una colina en la cual se ubicó con sus oficiales mayores, frente al angosto camino que sólo admitía el paso lento de dos o tres hombres, ordenó que adelantasen primero los bagajes del ejército, luego los débiles y heridos a cargo de gente experta. Confió la infantería a la protección de oficiales valientes que le seguían a la retaguardia, y pasó él al final de todos.
Cuando hubieron pasado la máquina pesada y los heridos y convalecientes y no quedaban más que los capaces para el combate, ordenó el emir el ataque.
Ibn Hafsún cargó, por su parte, sobre el ala derecha de los realistas, con su gente. Mas los primeros contestaron reciamente el golpe por todos lados: la tarea más delicada estaba a cargo de los arqueros, que en ese momento tenían que ser certeros y no malgastar sus proyectiles. La batalla iba muy lenta, quizá por la naturaleza misma del terreno accidentado. Por dicha causa, y llenando de reproches a sus soldados, esgrimió la espada el general Ubayd Allah ibn Muhammad y se arrojó con guerreros escogidos al combate, para atacar el ala izquierda del renegado. Secundado por otros oficiales que reaccionaron al ver que las filas enemigas se tambaleaban ante su empuje, la arremetida vigorosa de los realistas se coronó con todo éxito. Ibn Hafsún, otra vez derrotado en sus propios lares, huyó con sus secuaces. La caballería del emir los persiguió, matando a muchas gentes. Cantidad considerable de soldados fueron arrojados a los precipicios, y desde lo alto de las sierras se veía a caballos y jinetes saltar a los abismos para destrozarse.
El trofeo de esta batalla en plena sierra fueron quinientas cabezas, que el emir ordenó transportar a Qurtuba, donde fueron expuestas al público frente a las puertas del alcázar.
Cuando el emir hubo llegado a su palacio, su primera medida fue llamar a Ubayd Allah para felicitarle por su valor y por su triunfo, y agradecerle los servicios prestados al emirato con el prometido nombramiento como ministro.
El ejército vitoreaba el nombre de Ubayd Allah y elogiaba su valor y su talento de estratega demostrados. El pueblo se sumaba a la manifestación de júbilo de los soldados, aclamando el nombre del emir, que para ellos fue el que obtuvo la victoria y salvó la nación, conjurando los peligros para devolver al pueblo la tranquilidad.
¡Que Allah proteja a nuestro soberano[3]!