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El general Haxim ibn Abd al Aziz cabalgaba sobre su espléndido caballo, perdido a ratos en sus pensamientos. Las tropas avanzaban hacia occidente siguiendo el camino que bordeaba la ribera del Uādi Ibru, en dirección a la madinat Tutila, uno de los bastiones de los Banū Qasī, aquel grupo de muladíes renegados que tenía en jaque la autoridad de Qurtuba desde hacía tres generaciones. La vieja vía romana coronó una ligera elevación, y Haxim volvió la vista atrás para contemplar el inmenso ejército que le seguía. Marchaban lentamente, con los carros en columna, y los hombres, a pie y a caballo, ocupaban un frente que se extendía trescientos codos a cada lado del camino. Desde aquel lugar, la imagen recordaba a la de una colosal plaga de langostas a punto de abatirse sobre los cultivos, aunque poco hubieran encontrado allí para comer. La mayor parte de los campos aparecían calcinados y todavía humeantes, hasta el punto de que el príncipe se sujetaba un pañuelo de seda sobre la cara para evitar las molestas cenizas. Ni siquiera la paja habían querido dejar en los campos, nada que pudiera ser aprovechado por el ejército que les amenazaba.
A diferencia de lo ocurrido en Saraqusta semanas atrás, allí habían tenido tiempo suficiente para ver madurar la mies y para recogerla en los silos. Ahora los sacos de trigo sin duda llenarían los almacenes de la soberbia alcazaba de Tutila, y sus habitantes se dispondrían a soportar el asedio con la seguridad de que las reservas serían suficientes para aguantar hasta que la expedición cordobesa se viera obligada a abandonar el cerco.
Volvió la vista al frente, apretó los costados del caballo para forzarlo a avanzar e inició un trote ligero hacia las unidades que avanzaban en vanguardia. Si la memoria no lo engañaba, el monte de Tutila se hallaba ya a escasas millas, y en sus cercanías habrían de instalar el nuevo campamento. No hacía tres años que habían arrasado aquellas tierras, y algunas de las cicatrices aún eran visibles: troncos de árboles pelados y ennegrecidos cuyas ramas parecían clamar al cielo, tapiales desmochados de lo que sin duda fueron fértiles alquerías junto al camino…
Estaba a punto de alcanzar al oficial al mando cuando observó ante él algo que le llamó la atención: cuatro jinetes se apartaron del camino y al galope se dirigieron a lo que desde la distancia parecía un árbol de forma un tanto grotesca. Descubrió la realidad al acercarse: se trataba de un cerdo enorme, empalado y con los genitales mutilados. El extremo del asta sobresalía por su hocico, y sobre él alguien había colocado un gorro de fieltro inequívocamente musulmán. Los soldados se apresuraron a derribar el poste a golpe de hacha, y una vez en el suelo lo cubrieron con ramas de álamo con la clara intención de ocultarlo a la vista del resto de la tropa, del propio príncipe… y de la suya.
—¿Es frecuente? —preguntó al oficial de vanguardia mientras señalaba con la cabeza.
—¡Mi general! —exclamó sorprendido, al tiempo que trataba de sujetar las riendas de su montura.
—¿Es frecuente? —repitió.
—Lo es, mi general. Pero no es lo peor… Esta vez se trata de un cerdo, un animal impuro, un insulto para los creyentes, pero un animal al fin y al cabo. En ocasiones el recibimiento es más cruel, son los mismos creyentes los que cuelgan de postes como ése.
Haxim asintió.
—¿Alguna noticia de la avanzadilla?
—Sin novedad, hayib. Acamparemos en el lugar habitual, en la ribera del Uādi Qalash: agua abundante y sombra para el calor, que empieza a apretar.
—Que los molinos se pongan en marcha en cuanto nos detengamos. Quiero pan recién cocido para la tropa al amanecer.
—Transmitiré tus órdenes, general… ¿Será una… —titubeó— un asedio prolongado?
Haxim negó con la cabeza.
—No, no repetiremos lo de Saraqusta. Si allí se ha prolongado durante estos veinticinco días ha sido más por las necesidades de intendencia que por la esperanza de conseguir la rendición. El trigo que hemos almacenado nos resultará vital para el resto de la campaña. Aquí ya han recogido el cereal y está a buen recaudo, y el general Amrús se empleó a fondo cuando ordenó fortificar la madinat. Pronto proseguiremos nuestro avance hacia las tierras de Alfuns.
Haxim tiró de las riendas y frenó su montura con la intención de volver a ocupar su lugar junto al príncipe Al Mundhir. Así debía ser, aunque en los últimos tiempos no era algo que resultara de su agrado. Las relaciones con el príncipe habían entrado en un proceso gradual de deterioro hacía ya tiempo, y sólo la insistencia del emir en que ambos encabezaran la expedición los había reunido de nuevo. Desde que cinco años atrás se dejara apresar por Ibn Marwan en tierras de Mārida, la desconfianza mutua había ido en aumento. El enorme rescate que el emir hubo de satisfacer para recuperar su libertad no contribuyó en nada a mejorar su relación, y desde entonces las diferencias de criterio surgían cada vez con mayor frecuencia.
Ahora sabía que Al Mundhir desconfiaba profundamente de su capacidad para dirigir la ofensiva contra Alfuns, pues su hijo, entregado como rehén a cambio de su liberación, seguía cautivo en la corte de Yilliqiya. Su posición era comprometida. Cualquier consejo encaminado a entablar negociaciones con el rey cristiano sería interpretado por el príncipe como un gesto de cobardía, y en nada ayudaba el hecho de que hasta el momento no se hubiera podido conquistar ni una sola plaza en tierras de la Marca. Únicamente una victoria contundente sobre el ejército de Alfuns lograría contentar al emir y a su hijo. Pero el rey buscaría la negociación para poner en valor al rehén que tenía en sus manos: ni más ni menos que el hijo del hayib de Qurtuba. Una negativa por su parte supondría la condena a muerte para su hijo. Se le hizo un nudo en el estómago al recordarlo, y hubo de tragar saliva varias veces para contener la náusea.
Aún no se había desprendido de aquella desagradable sensación cuando Al Mundhir se puso a su altura.
—Tenemos novedades, Haxim —dijo el príncipe—. En tu ausencia se ha acercado un jinete con un mensaje… inesperado, diría yo.
—¿Un mensaje, señor? ¿De quién procede?
—De quien menos podría esperarse. ¿Te dice algo el nombre de Muhammad ibn Lubb?
Haxim no pudo ocultar su expresión de asombro, lo que provocó la carcajada de Al Mundhir.
—La misma ha sido mi reacción.
—¿Qué contiene esa misiva?
—Nada. El jinete se ha limitado a solicitar una audiencia en nombre de su… señor. Estuve tentado de hacerle esperar, como a su tío, pero siento curiosidad por lo que haya de decirnos. No busca una tregua, puesto que desde hace un tiempo no ostenta el mando en ninguna ciudad importante en la Marca. Le he citado mañana mismo en el campamento, a las puertas de Tutila.
—Sus primos están al frente de los rebeldes allí.
—Lo sé, Haxim. Son los hijos de Fortún ibn Mūsa. Su petición me intriga sobremanera, los caudillos Banū Qasī son siempre impredecibles.