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Saraqusta
En el nombre de Allah, Clemente y Misericordioso.
A Muhammad ibn Abd al Rahman ibn Al Hakam, por Su poder rey de Al Ándalus, el primero de tal nombre.
Allah tiene en sus manos el poder y la justicia y otorga su favor a quien se hace merecedor de él, sin que nada ni nadie pueda oponerse a su designio, pues escrito está en el Libro que nada hay capaz de torcer su palabra.
El martes, a tres días del final de Rabí al Thani, este súbdito vuestro tuvo noticia de la rebelión en ciernes que sus propios parientes tramaban contra tu autoridad, expresada en el nombramiento que vuestro propio hijo, Al Mundhir, dejó rubricado y sellado en el pergamino que ahora tengo a mi diestra. Fue mi tío Ismail ibn Mūsa quien, junto a sus tres hijos y sus tres sobrinos de la madinat Tutila, salió contra mí al frente de siete mil hombres, a los que dispuso en torno a la alcazaba de Al Burj, tanto por el frente como por el monte que se alza a su espalda, buscando la traición y el engaño.
Pero quiso Allah iluminar mi entendimiento para apostar informadores en todos los puntos de su camino, y de esta forma trajo a mí el conocimiento de lo que tramaban a mis espaldas. Mis hombres atacaron esforzadamente a la avanzadilla que había de advertirles de nuestra presencia en los montes, y atrajeron así a nuestra celada a los cabecillas, Ismail el primero, quien, consciente de la voluntad del Todopoderoso de hacerlo su prisionero, no ofreció resistencia.
Puesto que ninguna fuerza tenían ya, no hice por darles más castigo que el merecido destierro, y en la fortaleza de Baqira aguardan a que el designio de Allah mude su destino o por el contrario allí los retenga hasta el fin de sus vidas.
El mismo día de su partida, todas sus tropas vinieron a mí y, reunidas con las que ya me eran fieles, no hicieron sino seguir a su caudillo natural hasta los muros de Saraqusta, que abrió sus puertas alborozada para acoger a quien de ella había salido sólo unos meses antes en muy diferentes circunstancias.
Quiero daros a conocer cómo ha obrado Allah en estas tierras desde la marcha de vuestro hijo y heredero Al Mundhir y de vuestro esforzado hayib, Abd al Aziz ibn Haxim. En nombre del pueblo de los Banū Qasī, por la lealtad que a ellos tuve ocasión de expresar y por la alta consideración en que os tengo, quiero haceros partícipe de tan buena nueva y compartir con vos, protegido tras los muros de Saraqusta, la alegría que el favor del Todopoderoso me ha concedido.
Recibid mi deseo de la más cercana colaboración para alcanzar nuestros comunes objetivos, si Allah lo quiere.
Que Él os guarde a vos y a los vuestros y os libere en el futuro de las desdichas del pasado.
En Saraqusta,
En el quinto día de Yumada al Awal,
Año 269 después de la Hégira.
Tu servidor,
MUHAMMAD IBN LUBB IBN MUSA
Muhammad rubricó el escrito bajo su nombre y depositó con cuidado el cálamo en su soporte, para evitar que una inoportuna gota de tinta arruinara el trabajo que con tanto esmero había querido concluir personalmente. Tomó el pergamino y lo sostuvo sobre el fuego que ardía en la pared de la única sala recogida y acogedora de aquel edificio enorme y frío donde se ubicaba la residencia del gobernador. Imprimió un ligero movimiento de vaivén para evitar que el pergamino se oscureciera por el exceso de calor y, cuando comprobó que la tinta se había secado por completo, regresó al viejo escritorio de taracea, donde lo leyó por última vez. Al hacerlo no pudo contener una sonrisa. Aquel tipo de correspondencia iba siempre cargada de los habituales giros retóricos, fórmulas de cortesía y referencias obligadas, pero aquel pergamino en concreto rezumaba hipocresía y falsedad. Ni creía en los méritos de Allah por encima de los propios, ni se consideraba el servidor de nadie, pero si algo recordaba de las enseñanzas de su padre era que la política exigía a veces este tipo de sujeción a las reglas.
Pocos hombres habrían tenido como él ocasión de tratar con reyes y príncipes, ni habrían tenido oportunidad de estudiar su forma de conducirse. Si lo que pretendía en adelante era actuar en el ámbito de la política, como en su día hiciera su abuelo Mūsa, y no como un simple cabecilla de algaradas provincianas, tenía que aprender a utilizar su lenguaje, del que a veces se podía extraer más información leyendo entre líneas.
Enrolló el pergamino y lo ató con una lazada. A continuación, tomó la barra de lacre y una de las lamparillas de aceite, y con el calor de la llama hizo que varias gruesas gotas se deslizaran sobre el borde del pliego, cubriendo también el extremo del lazo. En ese instante aplicó con fuerza el sello que acreditaba a su poseedor como gobernador de Saraqusta.