41
Pampilona
Las campanas de todas las iglesias tañían al unísono aquel mediodía de abril del año del Señor de 880. Veinte largos años hacía que el hijo del rey García abandonara aquellas tierras para ser trasladado como rehén del emir Muhammad a tierras de moros, y el anunciado regreso había de ser motivo de gran celebración. La noticia llevaba días recorriendo las aldeas, desde la cuenca donde se asentaba la ciudad hasta los valles más alejados del reino, entre las cumbres de los Pirineos, y las tierras de frontera del sur, hasta la línea del río Aragón.
Quienes podían permitirse abandonar tierras y ganado durante unas jornadas confluían ya en torno a la ciudad, que bullía de actividad. Quien más, quien menos, todos aprovechaban el viaje, y las mulas y los zurrones llegaban a las puertas de Pampilona cargados de pieles, aves, quesos, utensilios de madera, cueros y mil mercancías diferentes destinadas a la venta en el mercado más concurrido de los últimos años.
Fortún y Onneca coronaron por fin la loma desde la que se divisaba la vieja ciudad romana y detuvieron sus monturas. El altozano sobre el que se asentaba quedaba enmarcado en su mayor parte por el profundo foso natural que el río había excavado a lo largo de siglos, y el resto aparecía rodeado por la sólida muralla que ambos recordaban, mil veces antes derruida tanto por los musulmanes como por los cristianos del otro lado de la cordillera.
Fortún cerró los ojos.
—¡Pampilona, padre! —anunció Onneca emocionada.
—Pampilona —repitió Fortún con tono cansado—. Llegué a creer que nunca más contemplaría sus muros.
—Sin duda Dios ha escuchado nuestras plegarias, padre.
Fortún asintió con un gesto de preocupación, que no pasó desapercibido para Onneca.
—¿Es que no te alegras, padre? ¿Qué te aflige?
—Bien lo sabes, hija, mil veces lo hemos hablado, y mil veces has tratado de convencerme. Pero este viaje me ha demostrado que era yo quien tenía razón… ¡si a punto ha estado de acabar conmigo! Qué diferente de aquel otro viaje, hace veinte años. Entonces las etapas se me hacían cortas y descansaba porque todos lo hacían. Ahora sólo veo ante mis ojos un buen jergón de paja donde dejar caer mis huesos doloridos.
Onneca lo miró con comprensión.
—Tendrás un colchón, pero no de paja, sino de lana, padre. Y si lo deseas, de plumas de ave… El rey de Pampilona bien puede aspirar a eso.
—No precipites los acontecimientos —amonestó Fortún a su hija—. Ni siquiera estoy seguro de desear esa corona.
—Ya hemos hablado de ello, padre. Es tu responsabilidad.
—Ha pasado demasiado tiempo, Onneca. Muchos de los que ahora apoyan al rey sólo saben de mi existencia porque han oído a sus padres hablar de mí. Desconozco si en la corte queda alguien de los que me sirvieron. Por no conocer —sonrió con cierto despecho—, no conozco ni a las mujeres con las que mis hijos han arreglado sus casamientos… ¡Apenas habían nacido cuando partimos!
—No puedes pretender otra cosa, padre, después de veinte largos años.
—¡Y no la pretendo! Pero he pasado ya de los cincuenta, y la vida relajada de Qurtuba no ha dejado de pasar factura. Se espera de un rey que sea el primero entre sus oficiales… y yo he olvidado ya cómo blandir una espada.
—Con la ayuda de Dios, superarás todas las pruebas.
—Ahora que mencionas a Dios… tampoco sé quién ocupa el obispado de Pampilona —bromeó.
Ascendían ya la suave pendiente que conducía a las puertas de la ciudad cuando una escolta de hombres a caballo salió a su encuentro. Fortún recibió la primera muestra de lo que iba a suceder aquel día: el oficial al mando descabalgó antes de llegar a él y habló rodilla en tierra.
—Mi señor, soy Diego de Salazar, quizá recordéis mi nombre… tuve el honor de serviros antes de vuestra marcha. Se me ha concedido el honor de daros la primera bienvenida y proporcionaros escolta hasta las puertas de Pampilona, donde os espera la comitiva que preside vuestro padre, el rey.
—¡Por todos los santos! ¡Diego! ¡Mi buen Diego! ¿Cómo no iba a recordarte? —respondió Fortún al tiempo que bajaba de su caballo.
Los dos hombres se fundieron en un abrazo, tras el cual se tomaron de los brazos y se apartaron para mirarse.
—¡Cuánto hemos cambiado!
—Sólo tenemos veinte años más de experiencia —bromeó el oficial.
Fortún rio con ganas.
—Os presentaré: ésta es mi hija, Onneca.
El oficial se acercó a la cabalgadura de Onneca y tomó su mano para llevársela a los labios.
—Os damos la bienvenida, señora. De nuevo estáis en vuestra casa.
Onneca, sonriente, correspondió con una inclinación de cabeza.
—Yo también os recuerdo, Diego de Salazar. Me sonrojo al decir esto, pero las muchachas de mi edad suspiraban a vuestro paso.
—Me temo que eso ya no sucede —rio el oficial con franqueza—. Sin embargo, habéis de saber que Mencía, una de aquellas muchachas que entonces disfrutaban de vuestra compañía, es ahora mi esposa.
—¿Mencía, vuestra esposa? ¡Cuánto la eché de menos durante los primeros años! Ardo en deseos de volver a verla. ¡Siempre obtenía lo que deseaba! —rio ella a su vez.
Fortún, mientras tanto, había montado de nuevo.
—Permitid que dispongamos la escolta, os esperan en la ciudad.
El tañido de las campanas de Pampilona era música a los oídos de Fortún. La multitud comenzaba a agolparse a ambos márgenes de la calzada, y a su paso eran vitoreados por hombres y mujeres en cuyos rostros se adivinaban la emoción y la curiosidad. Onneca, sorprendida, se fijó en los ojos abiertos de par en par con los que varios niños la miraban. ¿Qué historia habrían oído de boca de sus padres para despertar tal interés? Sólo lo comprendió cuando se puso en su lugar por un momento: ante ellos entraban en la ciudad tras un largo viaje el hijo y la nieta del rey de Pampilona, rehenes durante años del mismísimo emir de Qurtuba. Allí, en aquella lejana urbe cuyo esplendor referían los viajeros, un príncipe omeya se había prendado de su belleza y la había desposado, hasta que, una vez apagada la llama de la pasión inicial, el abismo que los separaba se había hecho infranqueable. Ahora regresaba, después de dejar a su hijo en manos de los moros, y quizás esa parte de la historia explicaba la mirada expectante de muchas de aquellas mujeres, que sin duda esperaban para ver si en sus ojos se reflejaba la pena que una separación así debería producir en cualquier madre.
Bajo las murallas habían tenido que organizar un cordón de soldados para franquear la entrada de la comitiva. Allí, en pie, en medio de conversaciones animadas, esperaban impacientes varias decenas de hombres y mujeres, que rodeaban a un anciano de pelo completamente cano, obligado a permanecer sentado sobre un escabel. La escolta a caballo se desvió hacia ambos costados, y Fortún quedó frente al grupo. Durante un instante permaneció inmóvil, observando aquellos rostros risueños fijos en él. Luego, con parsimonia, puso el pie en el estribo y aceptó la ayuda de un oficial para descender de su montura. Golpeó con afecto la grupa del animal que había atravesado con él la Península, entregó las riendas y ayudó a Onneca a hacer lo mismo.
Juntos avanzaron por un pasillo que se fue abriendo hasta el hombre de pelo blanco, que se había puesto en pie. Sólo el sonido reiterado de las campanas rompía el silencio que se había ido imponiendo, e incluso los más alejados chistaban para terminar con las últimas conversaciones. El rostro del soberano se transfiguró por la emoción cuando tuvo ante sí a su hijo primogénito. Avanzó un paso hacia él con los brazos extendidos, y Fortún lo sujetó entre los suyos.
—Nuestro Señor —empezó el rey García a sabiendas de que todos lo escuchaban—, en su infinita misericordia, nos ha concedido hoy aquello por lo que con anhelo llevamos tantos años rogando.
Entonces tomó el brazo derecho de Fortún y, con la voz rota y vacilante de un anciano, gritó con todas las fuerzas que le restaban:
—¡Mi hijo ha vuelto!
La ovación que brotó de aquellas gargantas impidió oír nada más. Después, la memoria de Fortún y de Onneca se negó a registrar la catarata de emociones que siguieron al grito del rey. Cuando días después trataron de revivir el momento del reencuentro, eran incapaces de asegurar si abrazaron o no a alguno de sus hijos, de los nietos, los hermanos…
Los recuerdos regresaban cuando evocaban los momentos posteriores, ya en las dependencias de la fortaleza que se alzaba en lo más alto de la ciudad, a orillas del río. Hasta allí llegaban la algarabía y la música de las calles del burgo, que la multitud había tomado durante la celebración, y allí mantuvo Fortún las primeras conversaciones serenas desde su llegada. La que más vívidamente recordaba, quizá porque determinaba su futuro, era la que tuvo lugar en una dependencia apartada a la que lo había conducido su hermano Sancho. Estaban en pie, junto al mirador que se asomaba sobre el río, cuyas aguas serpenteaban a los pies del terraplén.
—Sabes que durante años, ante la creciente debilidad de nuestro padre, he asumido la regencia —empezó Sancho con la mirada perdida en los montes que azuleaban en la distancia—. Sin embargo, tú eres el primogénito y, por tanto, heredarás la corona cuando el rey acabe sus días. Tiempo tendrás de ponerte al corriente de los movimientos que algunos de los seniores han venido realizando en tu ausencia. Te interesa saber del que ahora es tu suegro, García Ximénez, que ha casado a su hija Sancha con tu hijo Enneco. Sancha es hija de su primer matrimonio con Onneca Rebelle de Sangüesa, pero hace unos años enviudó y ha contraído nuevas nupcias con Dadildis de Pallars, que ya le ha dado tres nuevos hijos, y los tres son varones.
—¡Vaya! Parece que no oculta sus deseos de emparentar con las primeras familias de las tierras que rodean su señorío.
—Es evidente que sus orígenes lo colocan en una posición privilegiada, incluso para reclamar la corona si la sucesión se viera interrumpida en su rama actual. Y te aseguro que sabe usar las armas que tiene en su mano.
—Espero que no suponga una amenaza para los Arista…
—No, en absoluto. Gozamos de la confianza y del apoyo de todos los seniores del territorio, como sus antepasados se la otorgaron a nuestro abuelo Enneco. No hace mucho que celebramos el Consilium, y todos están de acuerdo en que seas tú quien asuma la regencia ahora que has vuelto.
—De ello quería hablar contigo, Sancho. He tenido ya ocasión de comprobar que los miembros del Consilium te valoran por tu trabajo en estos últimos años, al parecer te has ganado su confianza. Mi ausencia, en cambio, me ha impedido estar al tanto de la marcha del reino, no conozco a los seniores más jóvenes, no he tenido trato con los abades y priores de nuestros monasterios… ¡ni siquiera sabía que Ximeno fuera obispo!
—¿Qué quieres decir? —preguntó Sancho, extrañado.
—Escúchame bien. Durante todos estos años, mi vida se ha parecido más a la de un monje, a la de un estudioso… que a la de un soldado. Hace mucho que colgué la espada, y lo único que he tenido entre las manos han sido códices y pergaminos. Míralas… ¿te parecen éstas las manos de un guerrero? —dijo mientras las tendía hacia él—. Temo haber perdido el temple para empuñar de nuevo las armas, Sancho. Este año, el próximo, ¿quién sabe?, habremos de enfrentar una nueva aceifa de Qurtuba o de alguno de los caudillos musulmanes deseosos de ganar el favor del emir… y se espera de un rey el espíritu necesario para encabezar a sus huestes en la batalla. Yo no…
—¡Fortún! —cortó Sancho—. ¿Acaso no te habías distinguido en el campo de batalla antes de partir hacia Qurtuba? El valor no se pierde… ¿o me estás diciendo que comprendes a esos sarracenos malnacidos? Después de todo, el príncipe Abd Allah es ahora tu familia.
Fortún sacudió la cabeza.
—¡No es eso! Odio a Abd Allah desde lo más profundo de mi corazón. No olvides que, al matar a los hijos de Belasquita, condujo a nuestra hermana a la muerte. No, Sancho, no es eso. Nuestra hermana murió ante mis propios ojos por la crueldad de ese hombre. Y no es sólo eso: lo aborrezco por el sufrimiento que ha causado a Onneca, odio todo lo que representa. Es precisamente por eso… Dudo de poder estar a la altura, de poder recuperar la disposición para blandir la espada contra él.
—Puede que tú albergues dudas. Yo no tengo ninguna.
—Tampoco yo.
Los dos hermanos se volvieron hacia quien hablaba.
—¡Padre! —exclamó Fortún.
—Disculpad mi intromisión, he visto cómo os retirabais y he querido aprovechar la ocasión: precisamente con vosotros quería hablar. He escuchado parte de vuestra conversación, es cierto, pero a veces ante el rey no se habla con sinceridad, y he preferido no interrumpiros.
—Entonces dile a Fortún cuál es tu opinión.
—Lo haré, mi buen Sancho, lo haré. Lo primero que debo deciros es que estoy orgulloso de ambos. De ti, Sancho, por estar dispuesto a dar un paso atrás para ceder el trono a tu hermano. Y de ti, Fortún, por estar dispuesto a que las cosas sigan como están. Es evidente que la ambición no es uno de vuestros defectos. Dicho esto, creo que debes desechar tus dudas, Fortún. Es prioritario mantener la legitimidad de la dinastía en su línea hereditaria: tú eres el primogénito y tú debes reinar. De otra forma, en adelante alguien podría aducir esa ruptura para anteponer sus derechos a los de vuestros herederos. Además, Dios lo ha querido así: si me hubiera llamado a su presencia antes de tu regreso, ahora Sancho sería rey. Pero ha permitido que estés entre nosotros, y no voy a desdeñar esa señal. Convocaré el Consilium, y tú, Fortún, serás ratificado como regente y como futuro rey de Pampilona.
Fortún guardó silencio frente a su padre, y por un momento cerró los ojos antes de volverse hacia el mirador.
—Será como deseas, padre —dijo con la imagen de sus tierras en la retina—. Cuento con vuestro apoyo.
—Cuentas con el apoyo de Sancho, que sin duda te será muy valioso. Tiene una cabeza privilegiada, y todos los asuntos del reino dentro de ella.
—A nadie se respeta en el reino tanto como a su rey.
—Eso es algo que también debo comunicaros hoy. Con Fortún aquí, mi intención es retirarme de forma permanente a mi querido monasterio de Leyre, como ya hiciera mi padre, Enneco, al final de sus días. He hecho redactar ya el documento de cesión de tierras con el que sin duda se aceptará mi petición para recibir la hermandad en la abadía.
Fortún y Sancho miraron a su padre, sorprendidos al principio, pero de forma gradual ambos acabaron asintiendo con la cabeza para indicar que comprendían y aceptaban tal decisión.
—Hay una cosa más, quizá mi última intervención en los asuntos del reino…
—Habla, padre —se apresuró a decir Fortún.
—Creo que Sancho ya te ha puesto al corriente sobre los casamientos que se producen entre nuestras familias en busca de un acercamiento a la corona. A veces es bueno poner barreras, y nada hay mejor para eso que disponer de candidatos mejor situados.
—¿Adónde quieres llegar, padre? —preguntó Fortún.
—Tu hijo Enneco, un Arista como todos nosotros, ha contraído matrimonio con Sancha, una Ximeno. Tal vez convendría reforzar esa línea con otra en la que la sangre de los Arista corriera por las venas de ambos esposos.
Fortún frunció el ceño sin entender.
—Sancho te ha demostrado una lealtad admirable al cederte la regencia. Puede que tengas una manera de compensarle, de asegurar vuestra sucesión uniendo las dos ramas con savia nueva. Aznar, el hijo de Sancho, ha enviudado recientemente…
—¿Quieres decir…?
El viejo rey García asintió.
—Casa a Onneca con el hijo de tu hermano.