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Tutila
El tercer día del mes de Rabí estaba resultando gélido. El amanecer había revelado ante sus ojos un paisaje cubierto por una fina capa de nieve que inmediatamente se había convertido en hielo, y ahora, con el sol casi en el cénit, el viento del norte hacía que el frío siguiera calándole hasta los huesos. De los ollares de su castigada cabalgadura surgía un vaho blanquecino mientras avanzaba hacia el este, en dirección a Tutila. A aquel paso alcanzaría la ciudad antes del anochecer, pero debía ser prudente, porque en su situación una caída podía ser fatal: llevaba las muñecas rodeadas por gruesos grilletes de hierro y unidas entre sí por una breve cadena. Su aspecto era lamentable: el cabello y la barba enmarañados, la ropa sucia e incluso en algunas zonas hecha jirones, el rostro tiznado… Sin duda resultaría convincente.
Alcanzó la puerta de Qala’t al Hajar poco después de la llamada vespertina del muecín, y no tuvo ninguna dificultad para demostrar un agotamiento que era real. Dos guardias corpulentos le dieron el alto, pero bajaron sus armas en cuanto comprobaron que aquel hombre estaba a punto de caer del caballo. Sin embargo, la visión de los grilletes los puso de nuevo en alerta.
—No tenéis nada que temer de mí —dijo el hombre con un hilo de voz—. Soy Wanyat, ‘amil de Arnit. He conseguido escapar de mis captores, y vengo en busca de asilo y protección. Dad aviso a vuestro gobernador, mi buen amigo Wuhayb.
Los dos hombres se miraron, asintieron, y de inmediato uno de ellos se encaramó a una cabalgadura y se adentró en la ciudad, camino de la alcazaba.
—Cuéntanos tu peripecia, querido amigo Wanyat. —El ‘amil utilizaba un tono afectado y sarcástico—. Explica a los presentes cómo ha caído la alcazaba de Arnit en manos de ese amigo de los infieles.
Para Fortún era evidente que Wuhayb estaba disfrutando con la humillación de aquel hombre derrotado. Había convocado a todos los notables de la ciudad y se había asegurado de que los dos hermanos de Lubb presentes en Tutila se contaran entre los asistentes a aquella reunión. Fortún no encontraba explicación a la aversión que aquel hombre, ya casi anciano, le producía. Desde luego, no era agraciado, pues al menguado tamaño de su cuerpo contrahecho, en el que destacaba una nariz desproporcionada que dotaba a su rostro de rasgos más propios de una rapaz, se sumaba una leve cojera. Pero no era sólo su apariencia física lo que inducía a la prevención: había algo en su mirada y en su forma de hablar que provocaba desconfianza, y cualquiera que lo escuchara dirigiéndose a Wanyat en aquel momento habría de tener la misma impresión.
—Lo tenían todo preparado —explicaba el gobernador depuesto—. Ese Lubb llevaba semanas en Arnit; había llegado de incógnito y, después de tantos años, nadie fue capaz de reconocerlo. Además, el responsable del peso de la operación fue su hijo Muhammad. Dispusieron a sus hombres en el exterior y junto a los puestos de guardia, y la señal para el ataque fue el canto del muecín. Todo ocurrió muy rápido, y desconozco los detalles de lo acaecido en el exterior de la alcazaba. Yo me encontraba en mis dependencias cuando entraron varios hombres fuertemente armados y me confinaron a una estancia vigilada permanentemente.
—Mi hermano debe de añorar mucho la vieja ciudad de Arnit. Sólo así se explica el atrevimiento de provocar a nuestro soberano y al gobernador de la Marca —intervino Fortún—. Lubb carece de fuerzas suficientes, y sabe que nuestra respuesta llegará en cuestión de días. Pero dinos… ¿cómo conseguiste escapar?
—Afortunadamente, el oro aún compra voluntades, y con la promesa de tres monedas pagué la ayuda de uno de los guardias. Era viernes, y supongo que no se descubriría mi ausencia hasta que finalizó la oración de la mezquita; de cualquier otra forma me habrían dado caza antes de alcanzar vuestra protección. Lo que me resultó imposible fue deshacerme de los grilletes, que hube de traer puestos hasta aquí.
—Querido amigo, no cabe duda de que esto, lamentablemente, acabará con tu carrera política —se recreó el gobernador—. Pero no debes afligirte, sabes que tu salida de Arnit era cuestión de tiempo. Ese bastardo traidor, Lubb, sólo ha precipitado los acontecimientos.
Wanyat pareció turbado por las palabras de Wuhayb, pero no respondió. Fortún asistía expectante a lo que el ‘amil, dueño de la situación, interpretaba como una victoria absoluta, hasta que uno de los dardos se dirigió hacia él.
—Me pregunto qué puede conducir a un hombre a traicionar a los suyos, a su Dios, a colaborar con infieles y degradarse hasta el extremo —escupió Wuhayb, tras lo cual guardó un breve silencio—. Espero que mis palabras no os ofendan, después de todo sigue siendo el primogénito de vuestra familia, pero Lubb es, desde luego, una vergüenza para los Banū Qasī. Afortunadamente Allah quiso que vuestro padre muriera a tiempo para no tener que soportar la ignominia de su traición.
Fortún mantenía los puños apretados, tratando de ocultar su rabia. El rostro de Ismail, más joven e impetuoso, mostraba una congestión que difícilmente podía achacarse en exclusiva al contenido de su copa, y su mano derecha se introdujo entre los pliegues de la túnica.
—Aunque supongo que —continuó Wuhayb—, para una familia de muladíes como la vuestra, el arraigo de las convicciones religiosas nunca ha sido perentorio… Las uniones con infieles están a la orden del día entre vosotros.
Las palabras del ‘amil fueron acogidas con un coro de risotadas. Fortún, en cambio, temió que Ismail pudiera desbaratar todos sus planes reaccionando de forma incontrolada. Con una mirada subrepticia y las palmas de las manos hacia abajo, transmitió su mensaje de calma. La tensión era palpable, por lo que aquella situación no podría mantenerse por mucho más tiempo. Wuhayb buscaba sin duda una respuesta airada, y el hecho de que ésta no se produjera acabaría despertando sospechas. Fortún tomó su copa y se levantó.
—Mi hermano tendrá en breve lo que se merece —dijo con la mirada fija en el ‘amil—. Por ello alzo mi copa y os invito a que hagáis lo mismo.
Con una sonrisa forzada, rodeó el diván donde se encontraba y, sosteniendo la copa en su mano izquierda, se dirigió hacia la cabecera de la mesa. Todos los asistentes empezaron a imitarle, y uno tras otro fueron poniéndose en pie. Ismail y Wanyat, con gesto casual y con las copas siempre en la mano, le siguieron.
—¡Oídme todos! ¡Deseo compartir este brindis con nuestro gobernador!
Al pronunciar estas palabras, Fortún volvió el rostro para que su voz llegara con claridad a todos los presentes, lo que le permitió comprobar que Ismail y Wanyat se encontraban a su espalda.
El ‘amil se había puesto en pie y, aunque un tanto extrañado, alzó su copa cuando Fortún llegó junto a él.
—¡Brindo contigo por el éxito de nuestra empresa…!
Antes de que las copas metálicas chocaran, Fortún había soltado la suya, que se estrelló con estrépito contra las losas. De forma casi instintiva, Wuhayb bajó la vista al suelo, y ése fue el momento que eligió Fortún para rodear el cuello del infeliz con el brazo izquierdo, mientras con el derecho le apretaba la daga contra la garganta. En un instante, Ismail y Wanyat habían hecho lo mismo con dos de los notables más próximos.
—¡Quietos todos! ¡Haced el más mínimo gesto y degollaré al ‘amil ante vuestros ojos!
Miró entonces a derecha e izquierda.
—Tenemos en nuestro poder al oficial jefe de la guarnición y al sahib al suq. Eso quiere decir que vuestras fuerzas están descabezadas.
Los comensales contemplaban la escena con ojos desorbitados.
—¡Ahora arrojad todas vuestras armas!
Justo entonces se abrió la puerta de la sala, y Fortún, en un acto reflejo, oprimió el cuello de Wuhayb, que apenas oponía resistencia. Sin embargo, se relajó al comprobar que en la entrada aparecían algunos de sus hombres. Se habían mezclado con toda naturalidad entre los miembros de la guarnición que aquella noche se encontraban de guardia, pues, no por un albur, esa guardia se hallaba bajo la responsabilidad de los hijos de Fortún.
—¡Las puertas de la ciudad han sido abiertas! —anunció uno de ellos—. Los nuestros se dirigen hacia aquí.
—Entretanto, impedid que nadie acceda a esta sala. Advertid que cualquier intento de hacerlo supondrá la ejecución inmediata del ‘amil.
—¡Vosotros! —gritó Ismail, dirigiéndose a quienes poco antes habían compartido su mesa—. Salid a la galería.
Un largo corredor flanqueaba el muro de la fortaleza a la altura de la planta más noble. Una bella celosía de madera protegía del sol y de las miradas indiscretas, pero no era de ninguna utilidad frente al viento inclemente de una noche invernal como aquélla.
—¡Aprisa! ¡Todos fuera! —los espoleó Fortún—. Cualquier señal de resistencia hará que os olvidemos aquí, y sabéis que en ese caso ninguno de vosotros llegará a ver amanecer.
Uno de los hombres de Fortún entró en la sala provisto de fuertes sogas de esparto, y uno tras otro amarró las muñecas y los tobillos de los tres prisioneros, que quedaron sentados en las frías losas del suelo con la espalda apoyada contra el muro.
—¡Pagaréis por esto! —se atrevió a gritar Wuhayb—. Nunca seréis como vuestro padre. Él sabía sopesar sus posibilidades, pero vosotros no veis más allá de vuestras narices.
La rabia parecía dictar sus palabras, y las venas a ambos lados de su cuello estaban a punto de reventar.
—¿No comprendéis que el gobernador de la Marca lanzará sus huestes sobre vosotros? ¡Pero, por Allah Todopoderoso, siel gobernador es mi propio hijo! ¡Éste es vuestro fin, Fortún ibn Mūsa! ¡El fin de los Banū Qasī! ¡Estáis acabados! ¡Estáis muertos!
—¡Cállate, perro!
Ismail había alcanzado al viejo ‘amil en dos zancadas y le había propinado un sonoro revés en la boca con el dorso de la mano. Un hilo de sangre comenzó a descenderle por la barbilla.
—Que seas el padre del gobernador puede suponer una gran desventaja para ti.
Fortún, entretanto, se había acercado a la puerta y conversaba con voz queda con uno de sus hombres en el corredor. Se volvió al fin y se dirigió a Wuhayb:
—Hay muchas cosas que desconoces. Y estás a punto de descubrir una de ellas. Te va a sorprender. —Se apartó del vano con la clara intención de franquear el paso a alguien más—. Tengo el honor de presentarte, ‘amil, a Lubb ibn Mūsa, nuestro hermano, el primogénito de la familia, y a su hijo Muhammad, quien pronto dará mucho que hablar en toda Al Ándalus.
Un espeso silencio se adueñó de la sala cuando los dos hombres cruzaron el umbral. Fortún se recreó durante un instante contemplando la expresión de indecible asombro de los tres cautivos.
—¡Así que…! —apenas acertó a balbucear Wuhayb—. ¡Todos habéis tomado parte en esta conspiración!
—¿Sigues pensando que éste es el final de mi carrera, viejo presuntuoso? —escupió Wanyat.
—¡Mi hijo acabará con todos vosotros! Y si no es él, el propio emir os barrerá para siempre de la Marca, ¡traidores!
Lubb observaba la escena con gesto de satisfacción. Fortún se acercó a él y se abrazaron.
—¡Tutila es nuestra de nuevo, Lubb!
—Así es, hermano. La ciudad ya ha recuperado la calma, sólo se han producido unas cuantas bajas en nuestro ataque inicial: la resistencia ha desaparecido al saberse que el ‘amil había sido apresado. Tus hijos han rendido a la guardia de inmediato.
—Debemos darte las gracias, Wanyat —dijo Fortún.
—Tu esposa y tus hijos deben de gozar ya de libertad —añadió Lubb—. Espero que entiendas mi necesidad de tomar garantías. Ten por seguro que sabremos recompensar tu ayuda. Pero esto es sólo el comienzo. Nos esperan días difíciles.