38
Qurtuba
—Debéis partir cuanto antes —explicó el eunuco con firmeza—. Si algo puede hacer que la conducta de un príncipe sea imprevisible es que vea amenazada su propia seguridad o la seguridad del Estado. Y ésa es precisamente el arma que están utilizando contra vosotros.
—¿Quién? ¡Dinos quién es el miserable, Badr! ¿Quién puede querer nuestra ruina?
Fortún se encontraba fuera de sí, y no tanto por lo que podía afectarle a él todo aquello, como por el dolor que veía dibujarse en el rostro de su hija. El joven Muhammad lo era todo para ella, y ella lo era todo para él. La separación que ahora se les imponía era algo que ambos habían temido desde el repudio, era lo que había ocupado las pesadillas de Onneca.
—Es ella, ¿no es cierto? —preguntó con un suspiro, mientras clavaba su mirada en la cara del eunuco.
Badr bajó la vista al suelo y se oprimió las sienes con ambas manos, tratando de calmar la tensión que sentía.
—No puedo saberlo, Fortún. Las intrigas no se pregonan, ni siquiera en el nido de víboras en que se está convirtiendo la corte. Realizar una acusación de conjura con verosimilitud no es difícil, si quienes han de darle crédito están dispuestos a hacerlo. Es fácil explotar los odios y los prejuicios, y he de reconocer que lo han hecho con inteligencia. Les ha bastado observar vuestros movimientos, tus visitas a San Acisclo, tus largas entrevistas con el presbítero, para hacer creer a Abd Allah que lo que allí se tramaba no era sino una conspiración. Vuestro credo, los sobrados motivos que tenéis para odiar al emir y a su familia… todo ello ha hecho el resto.
—Pero ¿por qué la separación de mi hijo? —se preguntó Onneca con la voz tomada por la angustia.
—No sé cuáles son las acusaciones que se han vertido contra vosotros, pero una conjura requiere a alguien próximo al monarca, capaz de disputar…
—¿La sucesión? —le interrumpió—. ¿Quieres decir que alguien nos está acusando de conspirar para llevar a mi hijo al trono?
—Bien podría ser, Onneca. Tienes una dura rival, y los susurros al oído que salen de los labios de una mujer aún bella y bien dispuesta pueden tener un poderoso efecto.
—¡Entonces tú también crees que es esa furcia! —estalló.
—Reconozco que no goza de mis simpatías.
—¿Aún la reclama junto a él? —preguntó no sin cierto pudor.
El eunuco vaciló.
—Onneca, no debo…
—¡Vamos, Badr! Nunca has tenido secretos para mí. Necesito saberlo todo sobre esa mujer…
—¡Claro que la reclama! ¿Cómo no iba a hacerlo? Conoce bien sus preferencias, y accede a todos sus deseos, incluso es ella quien se encarga de proporcionarle… nuevas diversiones. No tiene ningún inconveniente en compartir a su esposo con esclavos y concubinas, en zambras que ella misma le organiza.
A Badr no se le escapó el gesto de desprecio de Fortún, y trató de cambiar de tema.
—El príncipe Al Mundhir no tiene descendencia, ya lo sabéis, y además ha marchado al frente de las últimas aceifas. Hace dos años estuvo a punto de caer en manos del rey Alfuns, y la posibilidad de que sufra un contratiempo no es remota. En caso de muerte, y una vez desaparecido nuestro emir, el sucesor sería sin duda Abd Allah, que a su vez nombraría como heredero a vuestro hijo.
—Y su hermanastro Mutarrif pasaría a ser el segundo en la línea sucesoria —intervino Fortún.
—Una situación escasamente propicia para que entre ambos prospere la amistad, y mucho menos con una madre ambiciosa y poco dada a los escrúpulos cuando desea algo.
El rostro de Onneca se contrajo en una mueca de preocupación, y a continuación miró al eunuco.
—Temo por mi hijo, Badr. ¿Qué será de él si abandonamos Qurtuba?
—Debes partir tranquila, mi señora. El emir aún no da muestras de debilidad, y tras su muerte reinará Al Mundhir. Es lo más probable, y en ese caso nada tienes que temer.
—Entonces rezaré cada día para que Dios conserve la vida del emir y de su heredero —susurró—. Y la tuya también, mi fiel Badr.
El eunuco se sorprendió ante un gesto tan poco habitual como el que realizó Onneca a continuación: se aproximó, lo tomó de las dos manos y tiró de él para besar su mejilla.
—Sé que cuidarás de él, Badr, aunque yo esté lejos. Tus ojos y tus oídos serán los suyos. —Sintió cómo sus manos se perdían entre aquellos enormes dedos, y no pudo evitar que las lágrimas se deslizaran por su rostro—. Pero hay algo más que debo pedirte, un último servicio. Si Abd Allah no nos permitiera…
—No lo permitirá, Onneca —cortó el eunuco con el semblante nublado de nuevo—, sus órdenes han sido tajantes. Ya no se os concede la posibilidad de partir, sino que se os ordena abandonar Qurtuba en las próximas jornadas. Y hasta que lo hagáis, tenéis prohibido el contacto con Muhammad.
—Me partiría el corazón emprender la marcha sin hablar con él.
Badr, con los labios apretados en un gesto de dolor, mantuvo aún por un momento la mirada en Onneca. Después dejó caer sus manos con suavidad y se alejó sin decir más en dirección a las dependencias del harem.