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Yayán

Lubb trataba de buscar una explicación para aquella extraña sensación que lo incomodaba cada vez más a medida que avanzaban hacia el sur. En la jornada anterior, habían concluido el descenso del imponente desfiladero que se interponía entre las llanuras inmensas de la meseta y el valle de aquel gran río que muchas millas más adelante terminaba por lamer los muros de la propia capital del emirato. Nunca antes había viajado por parajes tan distantes de las tierras del Uādi Ibru que lo habían visto crecer, y quería pensar que ése era el motivo de su inquietud.

Pronto había de cumplirse un año desde que tomara posesión como wālī de Tulaytula, y era ahora cuando se disponía a cumplir con la tarea que su padre le encomendara. Había conseguido al fin entrar en contacto con Umar ibn Hafsún, y lo había hecho a través de un santón musulmán de nombre Al Sarray, cuyo odio hacia el emir le había llevado a abrazar de forma entusiasta la idea de una alianza entre el temido muladí de Raya y aquellos a los que él llamaba «los señores de la Alta Frontera». Desde su llegada a la capital de la Marca Media, Lubb había tenido ocasión de comprobar hasta qué punto los Banū Qasī eran bien considerados entre los muladíes y los mozárabes de Al Ándalus. Su propia acogida había supuesto para él un ejercicio inaudito de entrega y confianza que le hizo temer no estar a la altura de las expectativas que los habitantes de Tulaytula estaban poniendo en una capacidad que aún no había demostrado. No fueron pocos los toledanos que le hablaron con añoranza de aquellos tiempos, cuarenta años atrás, en que su abuelo gobernaba la ciudad, y era sin duda admiración lo que sentían quienes mencionaban a Mūsa ibn Mūsa, el bisabuelo que había tenido la inaudita valentía de enfrentarse al poderoso emir de Qurtuba cuando sus intereses se vieron amenazados. Su presencia en Tulaytula parecía abrir las puertas a la esperanza de que su nuevo wālī fuera capaz de emular las gestas de sus antepasados y conducir a la ciudad a un grado de autonomía equiparable al que desde hacía décadas disfrutaban las tierras del Uādi Ibru.

Tan sólo unos días atrás, Lubb les había probado que la misma sangre corría por sus venas, pues, aunque forzado por las circunstancias, había dado la trascendental orden de interrumpir el pago de la jizya. Era año de sequía, de escasez y de carestía, la cosecha de primavera se había arruinado, no había en los silos cereales que moler, ni siquiera agua suficiente para mover los molinos. Mientras las consecuencias se limitaban a la privación de lo prescindible, se mantuvo firme en el cumplimiento de sus obligaciones con Qurtuba, pero el hambre no había tardado en aparecer y, ante la imagen de grupos de niños famélicos recorriendo las calles en busca de cualquier cosa que llevarse a la boca, no tuvo ninguna duda sobre la decisión que había de tomar. Quizá su reciente paternidad le había hecho más susceptible ante la visión de esos desharrapados, pero lo cierto era que el mes anterior los recaudadores regresaron a Qurtuba tan ligeros como habían llegado, y ni sus admoniciones ni sus amenazas consiguieron mudar su determinación. Sólo Allah conocía lo que hubiera de suceder en el futuro, pero Lubb no pensaba esquilmar las pocas monedas que los toledanos conservaban en sus bolsas para alimentar a los qurtubíes, sin duda tan famélicos como ellos mismos. La decisión había sido acogida con entusiasmo, pero él se había guardado mucho de revelar que el riesgo no era ni cierto ni inminente, pues la propia hambruna habría de detener las intenciones de Abd Allah de enviar una aceifa contra la ciudad, además de que sus informaciones situaban al emir en las cercanías de Burbaster, en el enésimo ataque contra el rebelde Ibn Hafsún, que en lo más crudo del verano éste había conseguido rechazar.

Era precisamente después de la retirada de las tropas del emir de los montes que servían de refugio a Ibn Hafsún cuando había surgido la posibilidad de aquel encuentro, que se había concertado en el hisn Qastuluna, la antigua fortaleza romana de la kūrah de Yayán, a media distancia de los lugares de procedencia de ambos. En aquellos días de viaje, el polvo de los campos calcinados por el sol inclemente había sido su única compañía, y los dos centenares de hombres que lo escoltaban habían tenido que sufrir con él la sed y el calor, que en aquellas tierras parecía prolongarse sin mengua más allá del final del verano. Los grupos de buitres que volaban en círculos por encima de ellos a la espera de una presa moribunda sobre la que abalanzarse no contribuían a elevar la moral de los hombres, que ya habían partido de Tulaytula sin la motivación de un botín que capturar en aquella campaña. Para terminar de empeorar el ánimo, a su llegada al castillo comprobaron que quien les esperaba no era Ibn Hafsún, sino Zakariyya, uno de sus lugartenientes, enviado para anunciar la demora en la llegada del señor de Burbaster, que habría de producirse al menos cinco días más tarde.

Lubb trató de afrontar el contratiempo con buen talante, y decidió concederse el asueto del que no había podido disfrutar durante el último año en Tulaytula. Por fortuna, el río que discurría a los pies del castillo, procedente de las sierras que se alzaban al norte, conservaba parte de su caudal, y todavía abastecía de agua fresca los baños situados junto a la muralla. Allí, mientras el guante de crin arrancaba de su piel el polvo del camino, tuvo la oportunidad de ponerse al tanto de la situación política en Al Ándalus a través de las noticias de primera mano de Zakariyya.

—Pasamos una mala época, es cierto —reconoció el rebelde—. La derrota de Bulay, el posterior ataque a Burbaster… Perdimos a muchos de los nuestros, pero lo peor fue el tremendo golpe en el ánimo de los que quedamos. Durante meses permanecimos encastillados, tratando de recomponer nuestros diezmados cuadros de mando.

—Sin embargo, un año más tarde ya volvía a hablarse de vuestras andanzas.

Zakariyya sonrió, y aprovechó para cambiar de postura sobre la plataforma de mármol que compartían.

—Umar es un hombre admirable, no habrá otro como él. Pronto tendrás ocasión de comprobarlo —respondió con un dejo de admiración—. Ninguno de nosotros se hubiera recuperado de un golpe como aquél, pero él fue capaz de despertar de nuevo el entusiasmo de los nuestros. Yo mismo lo vi aquel otoño, sentado con los suyos alrededor de las hogueras, visitando a los convalecientes, mezclándose con su gente a cualquier hora. Apeló a la necesidad de dar sentido al sacrificio de los que habían caído en Bulay, al hecho cierto de que nada había cambiado aún en la lamentable situación de los dimnis de Al Ándalus, y aquella misma primavera convenció a los habitantes de Aryiduna para que de nuevo se levantaran en armas contra la autoridad de Qurtuba. Apresaron a su gobernador y nos abrieron las puertas de la ciudad. Después fue Ilbira la que cayó en nuestras manos, más tarde Yayán…

—Sin embargo, hasta la Marca llegaron noticias de repetidos ataques contra Burbaster que supusieron nuevos y graves quebrantos para vosotros…

—Los hubo, y los hay de forma periódica. Destruyen todo cuanto encuentran a su alrededor, pero la fortaleza es inexpugnable. El ataque al que te refieres fue el protagonizado por el príncipe Mutarrif, y el mayor de aquellos quebrantos fue la muerte a manos de ese hijo de serpiente de Hafs al Mur, el mejor amigo de Umar, en el que tenía puesta toda su confianza.

—¿El mismo Mutarrif que causó la muerte de su propio hermano?

—En efecto, pero Allah Todopoderoso tomó nota de sus crímenes y buscó para él la misma muerte. Su propio padre, el emir, ordenó su ejecución después de que el malnacido asesinara a sangre fría a uno de sus generales.

Lubb vertió sobre su cabeza una jarra de agua fría para aliviar el calor que emanaba del pavimento.

—Si continúa así, el emir acabará con la nómina de sus herederos —bromeó.

—¡Allah lo permita! —rio Zakariyya—. Ahora es su hijo Abán quien ha tomado el relevo en el campo de batalla, pero se comenta que Abd Allah no tiene puestas sus miras en ninguno de sus hijos, sino en su nieto Abd al Rahman, el primogénito de su malogrado heredero, al que está educando bajo su estricta supervisión.

Una ligera corriente de aire frío llegó hasta ellos cuando las puertas exteriores se abrieron, y uno de los oficiales de Lubb penetró en el cálido recinto.

—¿Qué sucede? —se extrañó ante la súbita interrupción.

—Un mensajero, sahib. Acaba de llegar y ha traído esto —respondió el soldado mientras le ponía el rollo de pergamino en la mano húmeda.

Banū Qasī. La guerra de Al Ándalus
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