Año 880, 266 de la Hégira

36

Qurtuba

Onneca sostenía entre las manos un delicado pañuelo de seda empapado que ya de nada le servía. Desde que el príncipe la repudiara, su vida y la de su padre Fortún no habían hecho sino ir de mal en peor: les habían retirado sus privilegios, y sólo por su condición de antigua umm walad, de madre del heredero, le habían permitido ocupar una modesta vivienda que ambos compartían en uno de los extremos más alejados de las dependencias del alcázar.

Tras el cruel episodio de la crucifixión de Mutarrif y de sus tres hijos, nada había vuelto a ser igual. Entre Abd Allah y ella se había abierto un abismo que temía verse obligada a salvar, porque sabía que sería incapaz de hacerlo. De nuevo había pedido ayuda a su fiel eunuco Badr, pero esta vez se trataba de evitar la llamada de su esposo. Pensó que quizás un poso de mala conciencia hiciera su presencia poco apetecible para él y llegó a albergar la esperanza de que las jóvenes concubinas propuestas con habilidad por el eunuco hubieran hecho que Abd Allah se fuera olvidando de ella. El paso de las semanas le había hecho creer que tal vez las cosas pudieran seguir así indefinidamente, volcada en el cuidado de su hijo Muhammad. Pero un desapacible atardecer invernal, Badr se acercó cariacontecido a ella en las dependencias comunes del harem: debía acompañarla a los aposentos del príncipe, que aquella noche reclamaba su presencia. La calidez del agua del hammam en el que después de tanto tiempo preparó su cuerpo no consiguió detener los temblores que la agitaban, pero trató de sobreponerse y dejó hacer a las esclavas, que le cepillaron los cabellos, aplicaron kuhl en sus ojos y, con polvo de alhínna, dibujaron delicados motivos en sus manos y en sus pies. Agradablemente perfumada, accedió a la acogedora y cálida estancia donde el príncipe la esperaba ataviado con una bellísima y ligera túnica de seda. Abd Allah intentó mostrarse cordial y entabló una conversación sobre el tema que a Onneca más podía interesar, el joven Muhammad. Recostada en aquel esponjoso diván, escuchando el chisporroteo del fuego en la chimenea y aspirando el placentero aroma que desprendían decenas de lamparillas, Onneca creyó que todo iría bien. El tono de voz de su esposo se fue haciendo más evocador, casi susurrante, antes de levantarse para tomarla de la mano y conducirla hacia el tálamo, velado por las sedas del dosel. Sintió las yemas de los dedos sobre su mejilla cuando él le apartó el cabello e inclinó la cabeza hacia sus labios, pero el calambre que siempre le producía aquel primer contacto no se produjo esta vez. Ante ella se desarrollaban las escenas vividas meses atrás, en las que aquel hombre, que ahora respiraba agitadamente mientras le acariciaba los senos, había mostrado la más cruel indiferencia ante los ruegos desesperados de Belasquita, y una sensación de asco y de rechazo la invadió de forma irreprimible. Sabía que su rostro, en el que aún se dibujaba una sonrisa, no traicionaría su estado de ánimo, y se dejó caer en el borde del lecho, donde Abd Allah, con suavidad, la despojó de la túnica que la cubría. Ante sus ojos apareció aquel cuerpo aún perfecto, tan blanco como la leche, que tanto le había atraído, y de la misma forma se deshizo de su propia túnica. Onneca respondió al contacto de sus labios, cerró los ojos tratando de abstraerse, y posó sus manos sobre el pecho desnudo de su esposo, antes de que ambos cayeran juntos sobre las sedas que cubrían el tálamo. Abd Allah era un amante experimentado, que disponía de cuantas esclavas y concubinas deseara y, si los rumores que circulaban por el palacio eran ciertos, también de un grupo de jóvenes efebos a quienes dedicaba no pocas atenciones. Por eso no le pasaron desapercibidos la falta de disposición de Onneca y el pequeño grito de dolor que salió de su garganta cuando intentó poseerla. Sólo se detuvo cuando asomaron las primeras lágrimas a sus ojos; entonces su expresión se volvió dura en extremo y, con un movimiento brusco, apartó las sedas y abandonó el lecho.

—Sal de esta habitación, mujer —ordenó con un tono de voz que heló la sangre de Onneca.

Con rapidez, y presa ya de un llanto incontenible, se vistió de nuevo con su túnica y caminó deprisa hacia la salida. Entonces oyó de nuevo la voz de Abd Allah.

—¡Espera! No te vayas aún. ¡Eunuco!

El príncipe intercambió unas palabras con el orondo sirviente, que salió a continuación de la estancia para gritar sus órdenes con un timbre extrañamente agudo. Al momento, dos hermosas esclavas entraron en la sala, lanzaron una mirada furtiva a la mujer que permanecía en pie junto a la puerta e, ignorándola, se dirigieron hacia el lecho, donde Abd Allah las esperaba, aún desnudo, con una mirada en la que se mezclaban el rencor y el deseo.

Onneca permaneció allí de pie durante un tiempo que le pareció interminable, sin atreverse a apartar la vista, hasta que el príncipe, con un gemido, se derrumbó satisfecho sobre las sábanas. Sólo después, con un gesto seco, recibió de él el permiso para abandonar la estancia.

Dos días más tarde, el eunuco Badr acudió a sus dependencias y, con lágrimas en los ojos, sin decir nada, la condujo a una estancia del palacio donde un secretario del príncipe le comunicó su decisión de iniciar el proceso de repudio.

Desde entonces el temor se había instalado en su corazón: el temor a ser separada de su hijo por la fuerza o, lo que quizá fuera peor, a que el joven Muhammad, atraído por la vida en la corte, perdiera el interés por permanecer junto a quien ya no era nada sino una rehén y poco podía ofrecerle.

En Fortún había ido anidando un resentimiento que con el paso de los años se había transformado en encono. Había recibido dos golpes sucesivos. Tras el repudio se le había limitado el acceso a las dependencias palatinas y, por tanto, a la biblioteca. Se le negaba lo que hasta entonces había sido el sostén de su vida en la corte, lo que le había permitido mantener su actividad intelectual y lo que le había ayudado en todos aquellos años a levantarse cada mañana con ilusión. Poco después, se había endurecido la prohibición de celebrar el culto cristiano en las iglesias. Si hasta entonces se había mostrado una cierta tolerancia frente a los oficios que discretamente se llevaban a cabo en el interior de los templos, en los últimos tiempos visitar San Zoilo o San Acisclo se había convertido en una temeridad. Asistir a las vigilias que se celebraban en aquellas iglesias, aun desnudas de todo ornamento por imperativo del emir, había sido para Fortún el alimento espiritual que complementaba el que los libros suponían para el intelecto. Por eso había seguido desplazándose con frecuencia hasta el distante arrabal donde se ubicaban los templos, a veces solo, a veces en compañía de Onneca, entre las sombras del atardecer, hasta que una víspera de domingo el sahib al madinat cayó sobre la parroquia y detuvo a los miembros más destacados. Fortún quiso pensar que la Divina Providencia los había protegido de una segura acusación de apostasía, enviando a Onneca la indisposición que les había impedido asistir al culto en aquella jornada aciaga.

Desde entonces, se las había arreglado para encontrarse durante sus paseos con uno de los presbíteros de San Acisclo, con quien acabó por trabar una profunda amistad. Juan, ése era su nombre, le administraba los sacramentos, le escuchaba en confesión y trataba de resolver sus crecientes problemas de conciencia. En los últimos días, con él había compartido la tribulación que causaba ahora las lágrimas de Onneca.

Lo que podía parecer la noticia más esperada por Fortún y por su hija les había traído sin embargo el más absoluto desasosiego. El primer día del mes de Rajab, habían recibido en su humilde alojamiento la visita de uno de los secretarios de Abd Allah, quien portaba un pliego de pergamino en el que se daba cuenta de la decisión del emir Muhammad de liberar a algunos de sus rehenes. Y allí estaban sus nombres. Quedaron inmóviles, mirándose el uno al otro, incapaces de reaccionar: tras veinte años de cautiverio, eran libres para regresar a Pampilona. Fue el funcionario quien tuvo que romper el silencio.

—Debéis entender que sois libres de permanecer en Qurtuba si ése es vuestro deseo. Pero si os marcháis, lo haréis solos: en ningún caso se plantea la partida de tu hijo Muhammad.

Onneca asintió en silencio, pero en cuanto quedaron a solas se arrojó a los brazos de su padre. Las lágrimas rodaron por las mejillas de ambos.

—Tuya es la decisión —dijo Fortún con voz amable, mientras acariciaba con suavidad el cabello de Onneca—. Si decides regresar, lo haremos juntos. Pero entenderé que quieras permanecer junto a tu hijo… y yo te acompañaré.

Las piernas de Onneca apenas la sostenían y tomó asiento junto a la pequeña mesa, con el rostro desencajado.

—No puedo pedirte semejante sacrificio —respondió ella mientras pasaba la yema del índice sobre las grietas de la madera—. La corona de Pampilona te aguarda… tu hermano Sancho ha insistido en sus misivas en que no pondría ningún obstáculo a tu coronación si algún día regresabas. Además, mis hermanos te esperan, no puedes privarles de su padre por más tiempo.

—Sé que si partimos sin Muhammad se te romperá el corazón.

Onneca alzó la vista hacia su padre. En sus ojos había amargura, pero también determinación.

—Mi corazón está roto ya, al ver cómo mi hijo crece dentro de las dependencias de palacio, cada vez más apartado de mí. Y así seguiría siendo si decidiera quedarme, no puedo pretender que sea de otra manera —sollozó.

—Eres su madre, ni siquiera Abd Allah puede privarte de él.

—Padre, mi hijo está en la línea sucesoria del emirato, pues si algo le sucediera al príncipe Al Mundhir, Abd Allah ocuparía su lugar, y eso convertiría a Muhammad en heredero. Yo no soy nada —el despecho apenas le permitía hablar—, sólo el vientre que mi esposo utilizó para garantizar su descendencia.

—Esa que describes es una posibilidad remota…

—Las obligaciones de su posición ya me lo están quitando —le interrumpió con voz ahogada—. Pero no es eso lo que más me inquieta de nuestra separación: la corte rebosa de maniobras e insidias, bien lo sabes. El constante hostigamiento al que lo somete su hermanastro Mutarrif…

—¿Te preocupa un niño de once años? Muhammad ya tiene dieciséis…

—Es a su madre a quien temo, esa mujer ambiciosa e intrigante… que aún cuenta con el favor de Abd Allah. Poco puede hacer una madre repudiada para proteger a su hijo dentro de los muros del alcázar.

—Tienes a Badr de tu parte, y su influencia es grande. Él lo protegerá.

—Badr… —Onneca cerró los ojos—. Rezo a Dios todos los días para que le dé larga vida.

Banū Qasī. La guerra de Al Ándalus
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