45

Fue Ismail quien, en atención a su edad, tomó la palabra en primer lugar. Después de una protocolaria bienvenida, se centró en los motivos que habían aconsejado convocar aquel encuentro, y a continuación pasó a exponer la situación política del momento.

—Como sabéis, la tregua pactada por el rey Alfuns y el emir Muhammad tocó a su fin el pasado verano, y poco esperaron los asturianos para retomar su política de expansión.

—El terremoto que sufrió Qurtuba el pasado año no fue la peor de sus convulsiones —bromeó el ‘amil de Tarasuna—, y eso que, según cuentan, aterrorizó a todos sus habitantes, que salieron espantados a los descampados.

—Más aterrorizados debieron de sentirse cuando supieron de la presencia de Alfuns en las mismas puertas de Mārida, en la que llaman la Sierra Morena.

—Se ha crecido después de las últimas victorias. Hasta hace unos años hubiera sido impensable que los cristianos cruzaran el Uādi Duwiro, pero esta vez el rey Alfuns ha atravesado también el Uādi Tadjo… y el Uādi Anna.

—Dicen que su ejército tardó tres días en cruzar el puente de Al Qantara sobre el Uādi Tadjo…

—Es cierto que nunca hubiera podido hacerlo solo, sin la ayuda de Ibn Marwan, el muladí. Él debía de conocer a la perfección aquellas tierras.

—En cualquier caso, resulta sorprendente que el emir no pudiera salir a su encuentro y presentar batalla antes de alcanzar el corazón de Al Ándalus.

—Alfuns dispone de la mejor información, así que tenía que estar al tanto de las insurrecciones que surgen en todo el emirato.

—Protagonizadas además por tribus de muladíes, de bereberes y de árabes… parece que en toda Al Ándalus desean sacudirse el yugo de los omeyas.

Muhammad había escuchado la animada conversación sin intervenir.

—¿Y cuáles serán los siguientes pasos de Alfuns? —preguntó uno de sus primos.

—Alaba y el Uādi Ibru, no cabe duda —respondió Ismail sin vacilar.

—¿Qué te hace pensar algo así? —preguntó un ‘amil.

—Tenemos ciertas informaciones que, bien interpretadas, nos llevan a esa conclusión. Y la idea no es descabellada, si te paras a pensar. Alfuns domina todo el occidente de la Península al norte del Uādi Duwiro, y ya ves que ha avanzado hacia el sur hasta el punto de penetrar hasta las sierras de la kūrah de Mārida. Sin embargo, ese avance se ve frenado en el oriente: no puede continuar hacia el sur dejando musulmanes a su espalda. El Uādi Ibru es ahora su objetivo, y en el Uādi Ibru también estamos nosotros, los Banū Qasī.

—¿Qué necesidad tiene de buscar un enfrentamiento con los que ahora somos, en cierto modo, sus aliados?

Ismail respondió con una carcajada.

—¿Sus aliados, dices? Lo hemos sido mientras le éramos útiles para entretener y desgastar a las tropas de Qurtuba. Es él quien ha sabido encender la chispa de la rebelión en muchos lugares. ¡También entre nosotros!

—¿Y qué te hace pensar que va a dejar de ser así? —insistió el ‘amil.

—Su inteligencia. Ha negociado con los Banū Qasī mientras le convenía, incluso ha tratado de cultivar la amistad que desde hace lustros le unió a mi hermano Lubb, y que ahora se mantiene con Muhammad —dijo mientras volvía el rostro hacia su sobrino, con lo que centró todas las miradas en él—. Pero sí, tenemos motivos para pensar que ha cambiado de estrategia y de objetivo.

—¿Informaciones de nuestros espías?

—Así es. En los últimos meses se han multiplicado los contactos con Banbaluna, no olvidéis quién es su esposa, Ximena. Después del regreso de Fortún de su cautiverio en Qurtuba, Alfuns ha encontrado en él a un interlocutor dispuesto a escuchar sus propuestas. Fortún detesta al emir, y detesta a su yerno, Abd Allah, recordad que ha repudiado a su hija, ha retenido a su nieto e hizo ajusticiar ante sus propios ojos a mi hermano Mutarrif, que también era su cuñado. No es extraño que esté dispuesto a auxiliar a los asturianos frente a ellos. Según dicen, tras su vuelta, su odio a los musulmanes se ha vuelto obsesivo.

—Pero ¿hay planes concretos, preparativos?

—Muhammad puede confirmar lo que os digo.

Todos centraron su atención en el wālī, que se limitó a mover la cabeza afirmativamente sin variar su gesto hosco, e Ismail esbozó una sonrisa imperceptible.

—Parece que las viejas amistades, los parentescos incluso, sucumben una vez más ante el poder de los credos religiosos. Nada de extrañar, a la postre los reyes sólo defienden lo que los mantiene en el trono…

La puerta de la gran sala se abrió en aquel momento, y uno de los oficiales buscó a Muhammad con la mirada.

Sahib… es vuestro hijo.

Muhammad frunció el ceño mientras se ponía en pie.

—Debéis excusarme, estaré de regreso en un momento.

En cuanto salió, el guardia se apresuró a explicarse.

—Muhammad, a tu hijo no le sucede nada. Pero me envía tu esposa Sahra. Desea que acudas de inmediato a vuestros aposentos, al parecer hay algo en extremo importante que debes saber.

Cruzó por la galería del primer piso hasta el lado opuesto del patio, en el que decenas de hombres, acompañantes de las diversas delegaciones, entretenían la espera en multitud de corrillos. Entró en sus estancias privadas y encontró algo que no esperaba: Sahra estaba sentada en el borde de un diván, y sujetaba al joven Ordoño entre sus brazos. Lubb, que se encontraba de pie, se lanzó a hablar atropelladamente.

—¡Ese hombre está aquí, padre! ¡Uno de los que nos atacaron! Ordoño lo ha reconocido por la voz ronca, y aunque el embozo nos impidió ver sus rostros, ambos estamos seguros de que es él.

—¿Estáis completamente seguros de lo que decís? —preguntó Muhammad asombrado—. Una acusación así es muy grave.

—No olvidaré esa voz mientras viva —respondió Ordoño.

—Mostrádmelo.

Los dos muchachos le acompañaron a la galería exterior y, con precaución, protegidos por las columnas, se asomaron al patio.

—Aquél es —señaló Lubb—. El de la túnica verde y el gorro marrón de fieltro.

Muhammad se quedó paralizado, y su rostro perdió de repente el color.

—¡Retiraos! ¡No debéis ser vistos! Entrad con Sahra y quedaos con ella —insistió mientras les empujaba en dirección a la puerta.

Inmediatamente llamó al oficial.

—Te felicito, Mijail, has actuado con discreción y sin levantar sospechas. Si alguien pregunta por mi hijo, respóndele que sólo sufre una pequeña indisposición. Ahora me vas a prestar un nuevo servicio.

Muhammad regresó a la sala donde se celebraba el Consejo, y las voces parecieron cesar de repente. Ismail exhibía aquella sonrisa de complacencia que había ido aumentando conforme transcurría la sesión, y fue de nuevo él quien tomó la palabra.

—¡Ah! ¡Aquí estás, Muhammad, justo a tiempo! Nos preguntábamos cuál sería tu postura ante la actitud amenazante de los reyes cristianos…

—Los últimos ataques que he recibido no procedían de los cristianos, sino de muladíes… y de mi propia familia —espetó.

El tono con el que pronunció estas palabras provocó un repentino silencio.

—¿Qué dices, Muhammad? ¿Qué estás insinuando? —saltó Mūsa ibn Fortún.

—Hace varias semanas, un grupo de forasteros, valiéndose del engaño, se deshicieron de la escolta que yo había designado para proteger a Urdún, el hijo del rey Alfuns, que se encuentra bajo mi custodia. Y lo hicieron en una acción perfectamente planeada para atacar y raptar al príncipe. Sin embargo, los asaltantes no contaban con que un niño de doce años pudiera defenderse como lo hizo: uno de ellos huyó herido, pero el muchacho consiguió abatir al otro. Nadie reconoció su cadáver, así que supusimos que no eran del contorno, sino que habían llegado a Saraqusta desde algún lugar lejano. Ordoño estuvo a punto de quedar tullido para el resto de su vida, y poco faltó incluso para que la perdiera.

Los presentes atendían expectantes y extrañados, dado que no comprendían a qué venía aquella explicación de sobra conocida por todos.

—Pues bien, el asaltante que consiguió huir está de nuevo aquí, pero esta vez dentro de mi residencia.

A la sorpresa pronto se sumaron las murmuraciones de los miembros del Consejo.

—Ese hombre forma parte de la escolta que ha traído mi tío Ismail. Una escolta que, según sus propias palabras, está formada por hombres de la mayor confianza.

Los murmullos dieron paso al vocerío, y entonces Muhammad se dirigió a la puerta. Sólo tuvo que asomarse, y al instante se abrió por completo para dejar pasar al oficial, que a su vez empujaba a un hombre con las manos atadas a la espalda.

—¿Cómo te atreves? —estalló Said, el más joven de los hijos de Ismail—. ¿Qué pruebas tienes de lo que dices?

—El propio Urdún ha reconocido su voz, y también mi hijo está de acuerdo en que se trata de su atacante.

Durante un momento, reinó el silencio, pero a continuación una carcajada de Ismail estalló en el aire.

—¡Esta sí que es buena, Muhammad! Unos niños acusan a uno de mis hombres, a quien nunca han visto, basándose únicamente en el tono de su voz, ¡como si no hubiera cientos de hombres con la voz rota como la suya!, y mi sobrino, el wālī de Saraqusta, les da crédito.

—¿Cómo sabes, Ismail, que no le vieron la cara? Todavía no has tenido ocasión de hablar sobre ello con los muchachos.

Ismail hizo un esfuerzo por encontrar una respuesta rápida.

—Lo imagino. Ningún asaltante sería tan estúpido como para no ocultar su rostro. ¿Qué pretendes con todo esto, Muhammad? ¡Libera a ese hombre, te lo ruego!

—Lo haré si el qādī considera que es inocente, Ismail. Sólo quiero comprobar algo más. Antes de huir, Ordoño consiguió clavar la daga en el muslo izquierdo de su asaltante.

El volumen de los comentarios fue en aumento.

—¡Alzad su túnica!

—¡Bajadle los calzones!

Muhammad se acercó al esbirro y señaló, para que todos la vieran, la cicatriz rosácea que cruzaba oblicuamente su pierna. Las risas contenidas que había provocado su desnudez se vieron sustituidas por un murmullo de sorpresa.

—¡Este hombre queda detenido! ¡Oficial!

—Si este hombre es responsable del crimen que le achacas, en mi defensa diré que nunca ha actuado bajo mis órdenes. Llegó a nosotros durante el viaje y supo convencerme para que lo aceptara entre mis tropas. Como luchador, es de los mejores.

Un nuevo revuelo se produjo en el exterior, y en la puerta apareció Mijail, jadeante y haciendo rápidos gestos de afirmación con la cabeza. Muhammad se acercó e intercambió unas palabras con él. Todos vieron cómo el guardia asentía a sus preguntas, luego abandonó la estancia y el wālī se volvió de nuevo hacia Ismail.

—Uno de mis oficiales fue azotado y se pudre en una mazmorra porque el día del ataque a Ordoño un forastero lo engañó para que abandonara la vigilancia que tenía encomendada. Unas jarras de vino en la cantina le hicieron olvidar su obligación.

A una señal de Muhammad, Mijail empujó al cantinero hacia el interior.

—¿Eres tú el dueño de la taberna donde mis hombres encontraron a Jawhar, desnudo y ebrio, después de yacer con una de tus putas?

El tabernero asintió atemorizado.

—Explica tú mismo lo que acaba de ocurrir ahí fuera.

—Sí… sahib, lo haré. Uno de tus oficiales ha venido a mi casa para pedirme que lo acompañara. La verdad es que me he asustado, yo nunca he hecho nada fuera de la ley y…

—¡Habla, maldita sea!

—Me han pedido que tratara de reconocer a alguno de los hombres que esperan en el patio…

—¿Y lo has hecho?

—Algunos de ellos visitaron mi taberna anoche… pero al parecer ésos no os interesan. He reconocido también al hombre que acompañaba a Jawhar la noche en que asaltaron al príncipe Ordoño. Lo recuerdo bien, no es habitual que un cliente pague los servicios que ofrezco con un dinar de oro.

—¡Hacedlo pasar!

El hombre que se había identificado como Yaziz fue empujado al interior.

—¿Es éste uno de tus hombres, Ismail? ¿También ha acudido a vosotros durante vuestro viaje?

El silencio que se instaló en la sala se podía cortar, y entre los rostros de los asistentes empezaban a adivinarse el temor y la preocupación. Aquello era el presagio de un grave enfrentamiento entre los dos caudillos que dominaban las tierras de los Banū Qasī, y todos sabían que algo así a nada bueno podía conducir.

Fue el ‘amil de Qala’t al Hajar quien rompió el silencio.

—Si las cosas son como parecen, Ismail, has cometido un acto censurable. Yo soy viejo ya, y por eso no me importa decir lo que pienso. Sabías de la palabra que Muhammad había dado, y aun así has actuado de forma mezquina, llegando a poner en riesgo la vida del muchacho.

—¡Ese muchacho es un instrumento de poder! ¿Quién ha dado a Muhammad la facultad de decidir en asuntos que nos afectan a todos?

—En cualquier caso, tampoco tú debías atribuirte tal derecho, y menos aún utilizando la fuerza y el engaño contra tu sobrino. Es en esta sala donde deben tomarse esas decisiones.

—El asunto de Urdún está fuera de toda discusión. Su custodia y lo que con él suceda sólo a mí me atañen.

—¿No lo veis? —estalló Ismail—. ¿Con qué derecho se arroga la capacidad de decidir en asuntos de capital importancia para todos nosotros? Desde que murió su padre, se ha colocado donde más convenía para conseguir su último fin, que no es otro que el poder de los Banū Qasī, pasando por encima de mí y de mis hijos.

Entonces debió de juzgar que ya había demostrado suficiente diplomacia, porque se volvió para enfrentarse directamente a Muhammad.

—Aprovechaste mi enfrentamiento con Ibn Jalaf para hacerte con el control de Saraqusta y asentar tu poder. Pero eso no sería tan grave, sigues siendo un Banū Qasī, y nadie discute tu arrojo y tu capacidad de gobierno. Lo que ni yo ni mis hijos estamos dispuestos a consentir es que pongas tu amistad con los infieles por delante de los intereses de tu propia estirpe.

Muhammad apretaba los puños, y la expresión de su rostro era de profundo desprecio.

—Ensucias el nombre de los Banū Qasī al pronunciarlo —escupió—. Un hombre capaz de pasar por las armas a toda su familia, de empujar a la muerte a su propia esposa… no es digno de llevar el nombre que le identifica como hijo de Mūsa. Tus acciones repugnantes e inhumanas te desacreditan, y lo que has tratado de hacer con Ordoño no ha sido la última. Aún has tenido el valor de venir aquí, a negar delante de todos tu responsabilidad, a mentir delante del Consejo.

Muhammad caminó despacio hasta colocarse en medio de los presentes.

—Quiero que escuches algo, delante de todos: nunca…, ¡escúchame bien!, nunca permitiré que utilices a Ordoño como moneda de cambio. Sé que el enfrentamiento con Alfuns es inevitable, tarde o temprano nos encontraremos en el campo de batalla… pero por Allah os juro que, antes de cruzar mi espada con él, le he de devolverle a su hijo con vida.

Uno de los hijos de Ismail se levantó del diván que ocupaba y, airado, abandonó la sala. Su padre se disponía a responder, rojo de ira, pero Muhammad lo detuvo alzando la mano.

—No tengo nada más que discutir contigo. Ahora sólo queda que ordenes a tus hombres preparar la partida y abandones Saraqusta de inmediato.

Ismail quedó ante él firmemente plantado. Sus ojos revelaban toda la rabia que sentía, pero Muhammad le sostuvo la mirada. La sala se mantenía en silencio, expectante, hasta que por fin el anciano dio media vuelta y, con cuatro grandes zancadas, alcanzó la salida seguido por sus otros dos hijos.

—¿Alguien más? —gritó Muhammad con tono de reto.

Los tres hijos de Fortún se pusieron en pie y con el rostro serio abandonaron el salón.

Todos permanecieron callados durante los siguientes instantes. Fue de nuevo el ‘amil de Qala’t al Hajar el que habló.

—Muhammad… —vaciló—. Esto no conviene a nadie. Una ruptura entre vosotros nos condena a la división, y la división conduce a la derrota. Quien primero nos ataque será quien nos someta.

—¡No apruebo los métodos de mi tío! Vosotros sois testigos de su falta de principios, de su inmoralidad… ¡es indigno de llevar el nombre que lleva, maldita sea! —Acabó la frase con un puntapié que lanzó un escabel de madera contra la pared y los sobresaltó a todos.

Del exterior también comenzaron a llegar ruidos extraños, y de repente la puerta se abrió con violencia. Los hijos de Ismail se abalanzaron en la estancia con las espadas desenvainadas, y Muhammad, en un acto reflejo, extrajo también la suya.

—¡Que no corra la sangre entre vosotros! —gritó desesperado el viejo ‘amil.

Los tres hermanos avanzaron con decisión hacia Muhammad, pero éste se parapetó tras la mesa de un salto.

—Acabaréis conmigo, pero alguno de vosotros me acompañará al infier…

No terminó la frase, sino que dejó caer la espada con el rostro repentinamente demudado. Todos siguieron su mirada hasta la puerta, donde Ismail sujetaba con el brazo izquierdo a un atemorizado Ordoño, mientras con el derecho sostenía su espada desenvainada.

—¡Traidor! ¡Ahora muestras tu verdadero rostro! —exclamó Muhammad.

—Depón las armas y no correrá la sangre. Ordena a la guarnición que rinda la fortaleza y la ciudad.

Muhammad respiraba afanosamente, los dientes apretados en una mueca de rabia contenida.

—No haré tal cosa si no te comprometes aquí, ante todos los notables de nuestra comunidad, a entregarme a ese muchacho sano y salvo. Si lo que pretendes es el valiato de Saraqusta, te demostraré que no es la ambición lo que me ha movido durante estos años, tal como insinúas. No, no haré correr la sangre de mis hombres para defender un puesto que no deseo, pero has de jurar que me permitirás abandonar la ciudad junto a mi familia y todos los que quieran seguirme. También Urdún.

—En Al Burj os acogeremos con gusto, Muhammad —intervino el ‘amil de la ciudad mirando a Ismail con hosquedad.

Muhammad asintió agradecido.

Por toda respuesta, Ismail liberó a Ordoño, que corrió a refugiarse junto a su protector.

—Cometes un error, Muhammad. Lo que podríamos haber alcanzado con una breve negociación habrá que ganarlo en el campo de batalla. Pero acepto el trato que me propones.

Banū Qasī. La guerra de Al Ándalus
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