46

Al Burj

—Sahra… mi dulce Sahra —murmuró Muhammad mientras pasaba la yema de los dedos por los labios de su esposa—. ¿Sabes…? Teniéndote junto a mí soy plenamente dichoso, aun en estas austeras estancias.

—¿No echas de menos tu palacio de Saraqusta?

—En absoluto —respondió con una sonrisa.

Sahra se volvió hacia él y hundió su mano delicada en el vello del pecho de su esposo.

—Dime una cosa… ¿de verdad nunca te has sentido tentado por alguna de esas jóvenes esclavas? —dijo en un tono a medio camino entre la broma y la curiosidad.

—Continuamente —respondió Muhammad con aire jocoso.

—Ah, ¿sí? —respondió ella frunciendo el ceño teatralmente.

—Así es. Pero sólo porque me recuerdan a ti. Ninguna de ellas podría producirme las sensaciones que tú despiertas en mí.

—Bastaría un gesto tuyo para que una de ellas se deslizara en tu lecho…

—Incluso varias —bromeó Muhammad—. Pero no haré ese gesto. Tú te encargas de que no haya de desear más de lo que me das. ¡Sabes acabar con mis fuerzas!

Acercó sus labios a los de Sahra, y le recorrió con la mano la espalda, la estrecha cintura, las caderas redondas, sintiendo cómo se estremecía.

—¿Acabar con tus fuerzas? —rio—. No parece que sea tan fácil…

Deslizó su mano lentamente desde el pecho de Muhammad hacia su abdomen, y éste dejó escapar un gemido. Él respondió buscando su sexo una vez más, pero antes, por un instante, se entretuvo acariciando el vientre abultado, donde ya debía de latir una nueva vida.

—Con mucho cuidado —susurró.

Por primera vez en mucho tiempo Sahra disponía de su esposo tanto como quería. En algún momento deseó haber conocido antes una vida relajada como aquélla, en la que Muhammad no tenía que dedicar toda su atención a los apremiantes asuntos del gobierno de la Marca.

—¿Compartirás conmigo cuáles son tus planes para el futuro? —preguntó Sahra.

—Lo haría con gusto… si los tuviera —respondió Muhammad—. Sólo hay algo que debo hacer de inmediato, pero eso ya lo sabes.

—Llevar a Ordoño junto a su padre.

Muhammad asintió.

—Ya he enviado correos a Yilliqiya, y espero una respuesta en breve.

—Me gustaría acompañarte, ver a mi padre y a mis hermanas… pero sé que en mi estado no va a ser posible.

—No será un viaje agradable, Sahra. Ni seguro. Aún desconfío de las intenciones de mi tío.

—Tienes el propósito de entrevistarte con Alfonso, ¿no es cierto?

—Lo haré, por supuesto. Pero me temo que las palabras de Ismail sobre sus objetivos encierran gran parte de verdad. Los informes que llegaron a Saraqusta no dejaban lugar a dudas —respondió no sin cierta amargura.

Sahra pasó las yemas de los dedos por la barba y los labios de Muhammad.

—Sientes que has sido utilizado, ¿no es cierto? —dijo con ternura.

—Todos nos hemos utilizado, Sahra. Mientras Alfuns guerreaba con el emir, en la Marca nos hemos visto libres de sus aceifas. Pero eso parece haber terminado.

—Me pregunto… qué nos espera a partir de ahora —dijo con la mano apoyada en su vientre.

—Sólo Allah lo sabe, Sahra. El intento del emir de atacar a los asturianos por mar acabó en fracaso. Todos sus barcos naufragaron poco después de salir a mar abierto, en el estuario del Uādi al Kabir. No sé qué consecuencias puede tener algo así, pero las tropas son supersticiosas, y es fácil interpretar que Allah no estaba del lado de su emir cuando envió aquella tempestad. Por otra parte, el quebranto económico hubo de ser considerable.

—¿Quieres decir que quizás este año no haya una nueva campaña?

—¿Quién lo sabe? A veces los caudillos tratan de superar los fracasos poniendo en marcha todos sus recursos, movilizando toda su maquinaria.

De repente Muhammad estalló en una carcajada.

—Me resulta tan extraño hablar de política contigo…

—Con una mujer, quieres decir…

—Eres una mujer muy especial.

—Quizá lo sea entre vuestras mujeres. Pero no lo era en Qurtuba, donde a nadie extraña que nos interesemos por la literatura, por la botánica, la música o por cualquier otra cosa…

Muhammad la miraba recostado sobre su codo, con la cara apoyada en el puño cerrado, los ojos entornados y una sonrisa en los labios.

—¿Sabes? —dijo con tono evocador—. Me hubiera gustado haberte conocido allí. Pasear contigo por los jardines de los que me has hablado, educar a nuestros hijos como a ti te educaron…

—¡Muhammad! ¡Eso es lo que estoy haciendo! —exclamó fingiendo ofenderse.

—Hazlo, te lo ruego. Deseo que mis hijas sean capaces de hacer feliz al hombre que les toque en suerte, como tú me haces a mí. Que procrear sea para ellas el fruto del placer y del amor, y no de un acto pecaminoso y sucio, como algunos cristianos enseñan a sus hijas.

—¡Pero la mayor parte de las muchachas aquí pertenecen a familias muladíes!

—De origen cristiano, no lo olvides, aunque sus abuelos se convirtieran al islam. Hay cosas que perviven durante generaciones…

—Te gustaría Qurtuba, Muhammad.

Él la miró fijamente.

—¿Lo estás pensando seriamente? —preguntó tras un momento de silencio.

—¿Por qué no? ¿Qué nos retiene aquí después de lo que…?

Dejó la frase sin terminar.

—A veces pienso que… quizá nunca debimos apartarnos de la obediencia al emir. Mi abuelo Mūsa no lo hizo, salvo cuando las intrigas y las calumnias lo enemistaron con Abd al Rahman. Pero fue su hijo Muhammad, el actual emir, quien le concedió el gobierno de la Marca, y a él deben los Banū Qasī el esplendor que un día alcanzaron.

—Pero también fue él quien hizo crucificar a tu tío Mutarrif y a sus hijos.

Muhammad se pasó la mano por la barba, con la mirada perdida en un punto indeterminado de la alcoba.

—Es en estos momentos cuando echo en falta el consejo de mi padre.

—Tu padre no dudó en mudar su lealtad cuando lo consideró necesario.

Muhammad se tumbó boca arriba y cubrió su desnudez con la sábana de lino. Fijó la vista en las sombras que las ramas del exterior, movidas por la brisa, proyectaban en el techo.

—Saldré hacia Yilliqiya en cuanto tenga noticias del rey Alfuns. Tendremos que retomar esta conversación a mi regreso.

Banū Qasī. La guerra de Al Ándalus
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