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Burbaster
En sus veintiséis años de vida, nunca se había sentido tan desorientado, inseguro y vacío. El caballo avanzaba solo, y ante sus ojos, fijos en el suelo, tan sólo desfilaban fragmentos de piedra cubiertos de verdín entre el matorral bajo que cubría la mayor parte de aquellas sierras. El primer día habían atravesado las tierras llanas del valle y la campiña, para adentrarse ya en la segunda jornada en las estribaciones de la cordillera que separaba el valle del Uādi al Kabir de la costa. Ahora tenían delante los picos más elevados, entre los que se encontraba la fortaleza de Burbaster, sobre los desfiladeros del Uādi al Jurs.
Si hubiera tenido una meta alternativa, no habría dudado en interrumpir la marcha para dirigirse hacia ella, pero las millas pasaban y en su mente seguía sin definirse un propósito claro, y poco a poco fue calando en él el convencimiento de que, antes de que transcurriera un día más, el destino acabaría conduciéndole al reencuentro con Umar ibn Hafsún. Había tenido ocasión de conocerle en persona, durante su primera estancia en Qurtuba en vida de su abuelo, pero de eso hacía ya casi ocho años, una eternidad. Umar pasaba entonces de los treinta, y él era aún un muchacho casi imberbe, fascinado por las historias que se contaban de aquel nuevo capitán de su ejército. Cinco años más tarde, las circunstancias le habían llevado a luchar contra él en Al Hamma, pero no por ello se derrumbó el mito en que se había acabado convirtiendo. Ni siquiera tras el cruel engaño a su tío, el emir Al Mundhir, había desaparecido aquel poso de admiración, y el gesto de permitir el traslado del cadáver de su enemigo a Qurtuba le convenció de que aquel hombre no era el despreciable diablo que la propaganda oficial se empeñaba en describir. Sin embargo, ahora aquel proscrito reconvertido en caudillo político encabezaba un movimiento que se había extendido sin parar de un extremo al otro de Al Ándalus, y que amenazaba las bases del régimen del que, al menos hasta tres días antes, él mismo había constituido una parte fundamental. Al pensar en ello un escalofrío le recorrió el espinazo. ¿Qué hacía allí, a pocas millas del refugio de su mayor enemigo? Se esforzó en repetirse los argumentos que el fiel Badr le había expuesto antes de su partida, pero ahora los encontró absurdos. No obstante, sabía que ya no había vuelta atrás. Si Allah lo había guiado hacia Burbaster, no iba a ser él quien torciera sus designios. Aun así, cedió al repentino impulso de elevar sus oraciones al Todopoderoso. No sabía lo que buscaba con ello, quizás una señal que le apartara de aquel camino, un incidente que le impidiera continuar… pero lo que vio cuando alzó de nuevo la vista fue la silueta recortada contra el sol de poniente de los montes que enmarcaban el castillo de Burbaster, al otro lado del imponente desfiladero que el Uādi al Jurs había de salvar para encontrar su camino hacia el mar, treinta millas más allá, en la madinat Malaqa.
No era prudente internarse en aquellos parajes al anochecer, pues todas aquellas cimas estaban salpicadas por el cinturón de pequeñas fortalezas defensivas y torres de vigilancia que las gentes de Ibn Hafsún habían ocupado a lo largo de los años con el propósito de defender los accesos al corazón de la revuelta. Sin duda a estas alturas algún vigía con vista de halcón habría detectado la presencia de aquel reducido grupo de jinetes que se aproximaban por el camino de Qabra, pero lo que jamás imaginarían —y Muhammad esbozó una sonrisa al pensarlo— era que tenían ante sus ojos al príncipe heredero, quizás el futuro emir Muhammad II de Qurtuba. Ascendieron por una vaguada que se cerraba en el sentido de la marcha, limitada en su lado oriental por una roca que se alzaba a buena altura sobre sus cabezas y en cuya base se abría una oquedad que consideraron apropiada para pasar la noche, protegidos del relente por un grupo de árboles de buen porte. Los restos de un muro de cascotes que obstruían parcialmente la entrada y las paredes ennegrecidas por el humo indicaban que no eran los primeros en utilizar aquel refugio natural. Cobijados por las laderas del monte que los rodeaba, el resplandor de la lumbre sería imposible de divisar desde ninguno de los oteros cercanos, aunque decidieron esperar a que se cerrara la noche para prender las llamas, de modo que el humo no delatara su situación. Atacaron con apetito la carne del corzo que uno de los hombres había abatido y cargado desde el mediodía sobre la grupa y se dispusieron a pasar la noche, no sin antes repartir los turnos de guardia.
Tumbado sobre su estera, contemplando el baile de sombras que las llamas proyectaban sobre aquella pared inclinada que hacía las veces de techo, Muhammad se vio asaltado por una sensación de irrealidad que al instante se transformó en una inquietud sorda y profunda. Hubo de reconocer que el paso que estaba a punto de dar planteaba más interrogantes que certezas, y el riesgo que asumía era evidente. Cuando oía ya la respiración acompasada de sus hombres, sus cavilaciones le condujeron al encuentro con Umar ibn Hafsún, trató de imaginar cuál sería su reacción y comenzó a elaborar el discurso que habría de pronunciar ante él. ¿Y si simplemente lo capturaban como rehén para obligar a su padre a rendir Qurtuba? Experimentó uno de aquellos estremecimientos que lo habían asaltado durante las últimas jornadas, cambió de postura y trató de apartar aquel pensamiento de su mente. Imaginó cuáles serían ahora los sentimientos de su padre, y de nuevo lo dominó la angustia. ¿Qué información le habría llegado sobre los sucesos que lo habían empujado a huir? ¿No estaría acaso Mutarrif aprovechando su ausencia para culminar su plan con nuevas insidias? ¿Qué ocurriría cuando llegara a sus oídos que se había refugiado junto a su mayor enemigo? Incapaz de conciliar el sueño, se incorporó para acercarse a la hoguera, que aún consumía las gruesas ramas de olivo con que la habían alimentado antes de entregarse al descanso. Definitivamente estaba equivocado, difícilmente podría justificar a su regreso el paso que iba a dar… No estaba sino proporcionando bazas a quienes buscaban su destrucción. Al amanecer reuniría a sus hombres y les plantearía sus dudas. Más aún, les trasladaría la necesidad de volver… de volver y solicitar el perdón del emir. Empezaba a verlo claro: nunca debió abandonar Qurtuba y dejar el campo libre a Mutarrif. Quizá debió permanecer junto a Muzna durante unos días hasta que todo se hubiera aclarado, hasta tener garantías de que su regreso era seguro, pero huir había sido una decisión poco acertada. Aún no era tarde, sin embargo.
Una repentina sensación de alivio lo invadió y, entonces sí, se dejó arrastrar por el cansancio acumulado durante la dura jornada. Trató de disfrutar de la agradable sensación de bienestar que precedía al sueño, tendido y arropado, escuchando tan sólo el crepitar de las llamas y los ligeros ronquidos a su alrededor.
No creía haber dormido del todo aún cuando algo lo sobresaltó. Abrió los ojos y se extrañó al comprobar que el fuego había consumido gran parte de la leña y que el hombre que había cubierto el primer turno de guardia dormía ya sobre su estera. Dedujo que el causante del ruido que lo había despertado habría sido su relevo, y cerró de nuevo los ojos. Cuando los volvió a abrir, se quedó paralizado. La entrada estaba bloqueada por un grupo de hombres armados hasta los dientes, que se disponían en abanico para cubrir todo el contorno. Consideró echar mano de la espada, que reposaba a su lado, pero habría llamado la atención de los intrusos, de modo que entornó los ojos hasta que sólo pudo entrever sus movimientos quedos, y se dio un momento para pensar. Fue inútil, porque un potente vozarrón los sobresaltó a todos.
—¡Vosotros! ¡Arriba, todos!
En un instante, sus hombres habían echado mano de sus armas y se habían puesto en guardia ante la entrada, con una expresión mezcla de sueño, temor y perplejidad.
—¡Deponed las armas o no habrá piedad para vosotros! ¿Quién está al mando?
Muhammad dio un paso al frente.
—Es extraño —dijo el que había hablado—, pareces el más joven y aun así estás al mando. Es evidente que tus méritos no vienen del tiempo pasado en la milicia.
—¿Quién eres tú? —espetó Muhammad, a pesar de estar seguro de la respuesta. Sabía que en el territorio dominado por Ibn Hafsún no existían bandoleros ni salteadores, por lo que aquellos hombres sólo podían pertenecer a su ejército.
—Mi nombre es Hafs al Mur, lugarteniente de Ibn Hafsún. ¿Habéis oído hablar de él? —ironizó—. No es prudente caminar por estas sierras sin advertir de vuestra llegada.
—No nos hemos topado con nadie.
—Sin embargo, durante toda la jornada de ayer fuisteis observados. No se mueve un jabalí en veinte millas a la redonda sin que uno de los nuestros perciba el temblor de las ramas —exageró.
—¿A qué se debe este asalto durante la noche? —contestó Muhammad con tono firme.
Hafs le observó fijamente y esbozó una sonrisa.
—No es pequeña tu arrogancia para ser apenas un muchacho —advirtió—. Sólo queríamos asegurarnos de que vais a hacer lo que os ordenemos, que será tirar vuestras armas al suelo, ahora.
—No sería el primer grupo que huye despavorido a plena luz del día al ver acercarse una de nuestras patrullas, o que incluso opone resistencia —aclaró otro.
—No queremos que os hagáis daño —se burló el primero—. ¡Vuestras armas!
A una señal de Muhammad, todos sus hombres obedecieron, y uno de los de Hafs se adelantó para recoger las espadas. De nuevo la zozobra se apoderó de Muhammad. El regreso a Qurtuba se hacía ahora imposible, no sin que antes les condujeran ante Ibn Hafsún para dar las explicaciones oportunas. Su mente comenzó a trabajar, valorando la posibilidad de ocultar su identidad y los verdaderos motivos de su estancia allí.
—Recoged vuestras pertenencias —ordenó Hafs—. Salimos hacia Burbaster.
Uno de los rebeldes se apartó para dejar entrar al centinela, quien, con la cabeza gacha y avergonzado, se dirigió hacia su silla de montar e imitó a sus compañeros, que sujetaban mantas y esteras sobre los serones.
Prepararon las cabalgaduras bajo la mirada atenta de los soldados de Ibn Hafsún, quienes, a pesar de que era aún noche cerrada, parecían dispuestos a emprender la marcha.
Muhammad guardó silencio con la intención de ganar tiempo para improvisar un nuevo plan. Sería preciso pergeñar una identidad, un motivo verosímil para haber llegado hasta allí, y otro más para justificar y permitir su pronto regreso a Qurtuba. Por eso quedó paralizado cuando oyó las palabras que Hafs pronunció a continuación.
—Si nos apresuramos, estaremos en Burbaster poco después del amanecer. Umar tendrá un despertar inmejorable… —aquí hizo una pausa prolongada, antes de continuar con una sonrisa que le ocupaba todo el rostro— cuando se entere de que el príncipe heredero se encuentra dentro de su fortaleza.
Aunque lo intentó, no fue capaz de sonsacarle a Hafs una palabra que le aclarara por qué medios habían obtenido aquella información. Tan sólo uno de sus comentarios había arrojado un poco de luz sobre su origen: «Si crees que hemos llegado hasta donde estamos sin prestar atención a las informaciones que proceden de nuestros enemigos, es señal de que nos minusvaloras», había dicho. El resto de sus preguntas fueron despachadas con silencios. Eso significaba que el aviso había llegado de Qurtuba, pero ¿cómo era posible? Sólo Badr y algunos de los oficiales y sirvientes más cercanos sabían de su huida, y la mayor parte de ellos ni siquiera conocía su destino. Además, ¿cómo se habrían adelantado a su llegada? Sin duda el enviado había tenido que forzar la cabalgadura para sacarles ventaja.
Apuntaba el alba cuando abandonaron el camino que conducía a Sajrat Hardaris y emprendieron un pronunciado descenso en dirección a los desfiladeros del Uādi al Jurs. A medida que avanzaban, el amanecer se tiñó de un rojo intenso, enmarcando los picos que se alzaban ante ellos y los jirones de nubes que envolvían las cumbres con un halo casi fantasmal. Muhammad no pudo evitar admirar el espectáculo que poco a poco se revelaba ante él, aunque hubo de protegerse los ojos con una mano a modo de visera, cuando el disco del sol asomó entre las peñas. Alcanzaron la confluencia de dos pequeños arroyos, y se desvió de nuevo la marcha, para iniciar esta vez un acentuado ascenso por el valle que se abría a su derecha, de nuevo rumbo al sur. No habían salvado aún la primera media milla cuando, tras un recodo, a través de un claro en la tupida vegetación, se abrió ante ellos la visión de las cumbres sobre las cuales se alzaba la ciudad fortaleza de Burbaster.
Hafs no pudo evitar una sonrisa al ver la cara de asombro de Muhammad y de sus hombres. Ante su mirada, a lo largo de una milla más, se extendía un valle en pendiente salpicado por sencillas construcciones. Entre ellas, centenares de pequeñas terrazas robaban el terreno a la montaña y permitían el cultivo de pequeñas huertas, en las que a esa hora temprana se afanaban ya decenas de ancianos y mujeres, la mayor parte acompañadas por criaturas que correteaban y gritaban a su alrededor. La parte oriental del valle estaba delimitada por una ladera de difícil acceso, salpicada de curiosas formaciones rocosas, ante cuyas oquedades se habían construido plataformas techadas que las convertían en auténticas casas colgantes, entre las cuales sólo las cabras parecían atreverse a ramonear. De la mayor parte de ellas surgían columnas de humo que ascendían a lo alto en medio del aire quieto de la mañana. El ganado pastaba tranquilo por las laderas, decenas de mulas circulaban, tiradas por sus dueños del ronzal, por las estrechas sendas trazadas entre las huertas, y todo ello, con los sonidos de las herramientas, los gritos y las imprecaciones, trasladó a los sorprendidos visitantes la imagen de una aldea populosa en plena actividad.
—En los últimos tiempos, el recinto inicial se ha mostrado insuficiente para albergar a los miles de refugiados en nuestra ciudad —aclaró Hafs ante el desconcierto de Muhammad—. Por eso las viviendas se han extendido hacia la parte baja del valle, fuera de la protección de las murallas.
Continuaron la ascensión sin detenerse, a pesar de que el lugarteniente de Ibn Hafsún recibía continuamente el saludo de quienes se cruzaban en su camino.
—Apenas hay hombres aquí… —se extrañó Muhammad.
—Espera a entrar en el recinto amurallado —sonrió de nuevo, disfrutando al parecer del asombro del príncipe—. Toda la mano de obra disponible se afana en la defensa del recinto: la tarea de reforzar y prolongar los muros es un trabajo siempre inacabado.
Muhammad alzó la vista en la dirección que Hafs le indicaba y descubrió, parcialmente ocultos entre las copas de los árboles, los remates almenados de una muralla que escalaba la ladera situada a su izquierda, hasta perderse tras el rasante que trazaba en la cumbre y que impedía divisar su final desde la posición que ocupaban.
—No creas que encontrarás aquí a la totalidad de los hombres que siguen a nuestro caudillo. Muchos de ellos engrosan las guarniciones ubicadas en el cinturón de fortificaciones que rodean estas montañas —continuó Hafs orgulloso—. Y aun ésos no son sino una pequeña parte de los que garantizan el control de nuestras ciudades, desde Al Yazira hasta Yayán, y desde Bulay hasta Raya.
Esta vez fue Muhammad quien reprimió la sonrisa. Era evidente que Hafs trataba de impresionarlo, y en aquel momento se asemejaba más al guía de una embajada que al guardián que conducía a un cautivo ante la presencia de su caudillo.
—Estás hablando con el hijo del emir, también oficial de su ejército —respondió con descaro—. No es preciso que detalles el número y la ubicación de vuestros efectivos, forma parte de mis obligaciones estar al tanto.
—Disculpad… Alteza, si este pobre bruto no sabe tratar con la nobleza.
El tono de su voz y las muecas que hizo al hablar despertaron las carcajadas de sus hombres.
Muhammad permaneció en silencio durante el resto del trayecto. Contempló, con curiosidad pero también con el interés propio de su formación militar, cómo el riachuelo que seguían desde el fondo del valle se había remansado en varios puntos mediante pequeñas represas de piedra, tierra y cal, lo que permitía distribuir el agua en distintos niveles, a modo de brazos del cauce central. Era evidente que Ibn Hafsún había contado con la ayuda de competentes constructores, que se habían encargado también de excavar los numerosos aljibes que salpicaban las laderas.
Alcanzaron el punto donde el camino, que hasta ese momento había ascendido serpenteando por el margen derecho de la vaguada, giraba sobre un promontorio hacia la ladera oriental. Al hacerlo quedaron frente a la imponente pared de piedra que cerraba la fortificación de Burbaster en su parte inferior. En ella se abría una sólida puerta defendida por un grupo de hombres armados, que saludaron efusivamente a Hafs y a su partida, a la vez que dirigían miradas de curiosidad hacia los recién llegados. Por su expresión, por los comentarios con voz queda que intercambiaban, Muhammad supo que todos los habitantes de Burbaster estaban ya al corriente de su identidad.
—Umar os aguarda en la alcazaba —anunció uno de los guardias.
En ese momento, una campana comenzó a tañer extrañamente cerca.
—Muchos de nuestros seguidores son cristianos… como ya sabes —añadió con sorna—. Y, mucho antes de que nosotros llegáramos, aquí ya se alzaba un monasterio habitado por pacíficos eremitas.
Atravesaron lo que parecía ser la entrada de la fortaleza, pero lo que al poco surgió ante ellos fue una enorme mole de piedra natural rematada por una construcción de ladrillo, que constituía la parte más elevada de aquel extraño edificio. Caminaron bordeándolo hacia el norte, y desde aquella nueva perspectiva Muhammad fue consciente de lo que tenía delante. El templo cristiano parecía hallarse completamente excavado en una enorme mole de roca viva, y sólo la cubierta se alzaba sobre ella. Constituía uno de los lados de un recinto cuadrangular; los otros tres estaban formados por lo que debían de ser las dependencias del monasterio. Atravesaron la única entrada al recinto que comunicaba con el patio central y se detuvieron ante la puerta de la imponente construcción.
Se trataba de una basílica rupestre, donde a todas luces seguían celebrando sus oficios los centenares de cristianos que debían de habitar aquella montaña. Muhammad avanzó hacia la entrada. Agachó la cabeza para cruzar el vano y se encontró en una nave tenuemente iluminada, excavada en efecto en aquella mole de arenisca. Lo primero que le vino a la mente fue el trabajo paciente y esforzado de los canteros que habían dado forma a aquel lugar. Avanzó para admirar las tres naves separadas por arcos, el crucero que las comunicaba y los tres ábsides de la cabecera, distanciados del resto por un suave escalón. Un cirio ardía en el ábside central, ante una arqueta que Muhammad supuso destinada al culto cristiano, del que su madre le había hablado en su niñez.
—Debemos darnos prisa, Umar nos espera —reclamó Hafs desde la entrada.
Subieron por una pendiente tan acusada que en algunos tramos se había hecho necesario excavar escalones en la roca para salvar el desnivel. Sólo la juventud les permitió alcanzar sin dificultad el recinto superior, y Muhammad pudo al fin ver de cerca los muros de la fortaleza de la que tantas veces le habían hablado. Desde el fondo del valle habría resultado imposible imaginarlo: abarcaba la totalidad de la altiplanicie que coronaba el cerro, cuya longitud debía de rondar la milla, y su contorno, que se adaptaba a la forma ahorquillada de la meseta, albergaba una auténtica ciudad. Aquí las casas no aparecían diseminadas como en la zona inferior, sino que se arracimaban, dejando entre ellas el espacio justo para el paso de las caballerías. Avanzaron hacia el sur por lo que parecía la calle principal, la más ancha, aunque cualquiera de sus hombres podría haber tocado las paredes de ambos lados con sólo extender los brazos. De vez en cuando, se abrían estrechos callejones que se bifurcaban sin más salida que las viviendas a las que daban acceso. Pronto alcanzaron el extremo suroriental, donde la meseta adquiría cierta elevación, y entonces descubrió el perfil del alcázar de Burbaster.
Un nuevo estremecimiento recorrió a Muhammad. Se encontraba a unos pasos de la guarida del más temible rebelde que hubiera conocido el emirato, un hombre audaz, intrigante, cruel en ocasiones, al que sin embargo cabía reconocer una inteligencia y una capacidad de liderazgo inusitadas. Miró a su alrededor y pensó que muy pocos hombres en la faz de la tierra habrían podido concitar sobre su persona tantas adhesiones, necesarias todas ellas para dar forma a aquella soberbia ciudad fortificada. Si no hubiera estado dominado por el odio y el resentimiento hacia aquel renegado, sin duda sería admiración lo que sintiera.
El castillo de Burbaster se alzaba en el punto más alto de la extensa meseta, protegido en su extremo noroccidental por una sólida defensa que se sumaba a la que rodeaba todo el recinto. El flanco opuesto no requería tales protecciones, pues colgaba sobre el abismo que se precipitaba casi en vertical hasta las hoces del río. Muhammad consideró el esfuerzo empleado para levantar una construcción como aquélla, donde sólo las mulas habrían servido para arrastrar hasta un lugar tan inaccesible las vigas descomunales o las pesadas planchas de hierro que reforzaban las puertas. Y llevado por estos pensamientos se esforzó por comprender qué era lo que podía impulsar a centenares, miles de hombres y mujeres hacia una vida como aquélla. Qué desesperación debía de anidar en sus corazones para dar el paso, para tomar a sus familias y todas sus posesiones y acudir a la llamada de un rebelde como Umar. Era absurdo obstinarse en pensar que la política de Qurtuba, la de su padre, la de su abuelo, no habían tenido nada que ver. ¿Hasta qué punto las injusticias cometidas por la nobleza árabe, de la que él mismo formaba parte, no eran responsables de que miles de hombres, de un extremo al otro de Al Ándalus, se alzaran en armas contra ellos?
Con la sorda inquietud que le producían tales reflexiones, cruzaron los portones detrás de Hafs, ante la mirada atenta de los guardias, que, curiosos, examinaron sin reserva cada detalle de su aspecto: no todos los días se cruzaban en su camino con un hijo del emir al que combatían. En comparación con los oficiales cordobeses, la milicia de Ibn Hafsún constituía una tropa variopinta, cuya única concesión a la uniformidad venía dada por el uso de aquellas prendas y atalajes que mejor se adaptaban a las condiciones de vida entre aquellos riscos. Le llamó la atención la lengua en la que muchos de ellos se entendían entre sí: era el romance común entre las clases bajas de origen hispano, la lengua que había utilizado su madre durante sus primeros años de estancia en Qurtuba.
Descabalgaron en el centro del patio de armas, el punto más elevado de un recinto cuadrangular de algo menos de doscientos codos de lado. La vivienda del wālī era un sólido edificio que ocupaba un tercio del espacio, en el inicio de una pendiente orientada hacia el oriente que, tras los muros, acababa por desplomarse sobre el vacío. Descendieron hasta la entrada, que carecía de guardia. Hafs se volvió antes de empujar el portón.
—Entraremos los dos solos —anunció.
Los oficiales de Muhammad cruzaron con él una mirada de inquietud, pero retrocedieron ante su gesto de asentimiento.
La estancia era austera, como cabía esperar, pero sobre los muebles escasos aparecían objetos singulares que sin duda procedían del botín de las muchas correrías del hombre que tenía delante. El rostro de Umar ibn Hafsún se perfilaba contra la luz intensa de la mañana que atravesaba el gran ventanal, que permanecía abierto por completo a pesar del fuego que ardía en el extremo opuesto de la sala. Vestía una túnica oscura de tela recia, como correspondía a la estación, que ceñía con un cíngulo de cuero. Sin embargo, la funda de su espada no colgaba de él, sino que reposaba en un rincón junto a una rica coraza repujada. El caudillo se volvió sólo lo necesario para acompañar con el gesto las únicas palabras que pronunció a modo de saludo.
—Acércate —le dijo—. Ven a ver esto.
El rostro duro y singular de Umar sólo se adivinaba a contraluz, pero Muhammad reconoció aquellos rasgos que años atrás había tenido ocasión de ver en Qurtuba. Bastaron seis pasos para ponerse a su altura, y entonces pudo abarcar con la mirada lo que Umar tenía ante sus ojos. Sólo el sencillo balaustre del ventanal los separaba del abismo que se abría a sus pies, y el estremecimiento del vértigo lo obligó a echar un pie atrás, aunque su vista quedó atrapada por el sobrecogedor paisaje.
—No hay rey, emir ni califa que abra los ojos a cada nuevo día con esta visión de la Creación —dijo sin apartar la vista del perfil de los grandes picos contra el azul del cielo—. Aquí un hombre se siente… más cerca de Dios.
El Uādi al Jurs, en lo más hondo del valle, seguía su cauce con caprichosos trazos, que lanzaban deslumbrantes destellos cuando se alineaban con el sol de la mañana. Sobre algunas de las cumbres cercanas, se divisaban las torres de vigía construidas para defender el lugar en el que se hallaban, tan cerca que uno de aquellos alcotanes que lanzaban sus gritos al vacío salvaría en un instante la distancia, y tan lejos que un hombre emplearía una jornada completa en alcanzar aquellos lugares a pie.
—He aquí mi refugio. ¿Lo imaginabas así?
—Nada es como lo imaginamos —repuso Muhammad con cautela—. Menos aún cuando los trazos con los que en Qurtuba se describe este lugar están tan deformados por…
—¿Por el odio? —se adelantó Ibn Hafsún—. ¿Por el miedo?
—Ninguno de esos sentimientos está ausente en el alma de las viudas y los huérfanos que vuestra lucha ha sembrado.
—Nuestra lucha está causada por un sufrimiento muy anterior. Se remonta a la llegada de los de tu raza y después la de tu propia familia a las tierras de Hispania. Pero no es momento aún de tratar asuntos que podrían enturbiar tu bienvenida —dijo Umar, que al parecer se reprochaba la deriva de la conversación.
Apoyó los brazos extendidos sobre el antepecho y alzó el índice para señalar un punto en la lejanía.
—¿Ves aquella fortaleza en el fondo del valle, sobre el pequeño promontorio?
Muhammad entornó los ojos y al poco asintió.
—Quizá te guste saber que la mandó construir tu tío Al Mundhir, durante el asedio en el que perdió la vida. Su mahalla estaba situada a los pies del promontorio, en la vega, y en ella fue coronado tu padre.
—El emir supo valorar el gesto que tuviste entonces…
—¿Permitir que alcanzara Qurtuba con el féretro de su hermano? —rio—. Nunca sabré por qué lo hice. De hecho me costó la pérdida de uno de mis capitanes más arrojados: no podía permitir que cuestionara mis decisiones ante el resto de mis hombres… aunque probablemente llevara la razón.
Muhammad se volvió hacia él.
—Aquel día tuve la vida de tu padre en mis manos —continuó—. Nada me impedía acabar con ella, horas después de haber sido coronado como emir. El golpe habría sido demasiado duro para ser asimilado en Qurtuba, sin duda habría encendido la mecha de la guerra civil…
—Yo dominaba la ciudad por orden de mi padre —recordó Muhammad.
—Tú aún no eras nadie, tan sólo el sobrino de un emir que ni siquiera había recibido sepultura, el hijo de un emir al que nadie en Qurtuba había tenido ocasión de reconocer como tal. Tus primos y tus propios hermanos te habrían disputado el poder… y quizá todo hubiera terminado ahí. Entonces tal vez hubiera podido evitar toda la sangre que se ha derramado después. Nunca lo sabré.
—Aún no es tarde para evitar el derramamiento de sangre.
Umar se volvió y caminó hasta los divanes dispuestos al fondo de la sala, junto al fuego, sin duda para departir allí con sus capitanes y con los visitantes que merecieran su atención. Tomó asiento, y con un gesto indicó a Muhammad que hiciera lo mismo. Al hacerlo, su mirada se posó en las falanges mutiladas de la mano izquierda de su anfitrión, recuerdo permanente de la batalla de Al Hamma, en la que ambos habían combatido.
—¿A qué has venido, Muhammad? —preguntó con un tono que parecía exigir una respuesta sincera.
El príncipe no respondió de inmediato. Se acomodó frente a su interlocutor y durante un instante dejó que sus ojos se perdieran en las llamas que crepitaban frente a ambos. Al fin levantó la cabeza y enfrentó la mirada penetrante de Ibn Hafsún.
—Ni yo mismo lo sé —dijo, manteniendo el movimiento de negación con la cabeza mucho después de que el eco de su respuesta se apagara—. Supongo que en busca de un refugio que me mantenga a salvo de la ira de mi padre y de las intrigas de la corte.
—No se acude en busca de asilo al abrigo de tu mayor enemigo… ¿Qué me impide hacer contigo ahora lo que debí hacer con tu padre hace tres años?
Muhammad miró a Ibn Hafsún a los ojos.
—Lo mismo que te lo impidió entonces.
Umar esbozó una sonrisa burlona.
—No me sobrestimes… Podría tomarte como rehén y detener cualquier acción de tu padre a cambio de tu vida.
Esta vez fue Muhammad quien respondió con expresión de despecho.
—Lo primero para él es la pervivencia del Estado. No dudaría en sacrificar la vida de uno de sus hijos.
—¿El Estado o su poder personal? En el pasado no dudó en poner en peligro la pervivencia del emirato asesinando a su propio hermano para hacerse coronar.
—¡Eso son maledicencias de cortesanos! Mi tío murió tras una enfermedad que había arrastrado durante meses.
—No discutiré eso contigo —replicó Umar con el mismo gesto que haría para espantar una mosca—. Después de tres años, tu padre ha conseguido convertir aquello en el menor de sus pecados.
Un breve silencio se instaló en la habitación, y Muhammad lo aprovechó para hacer la pregunta que le rondaba desde el súbito apresamiento de la noche anterior.
—¿Cómo has sabido de mi llegada?
Umar sonrió de nuevo.
—Tienes amigos fieles en la corte de Qurtuba.
—¿Badr? —dijo más como una exclamación que como una pregunta.
—Después de la matanza de muladíes en Ishbiliya, recibí su primer correo. Su único interés era explicar el papel que tuviste en aquel momento…
Muhammad bajó la cabeza con aire sombrío.
—Ninguno… ni para bien ni para mal —recordó desazonado—. El asesinato de Ibn Galib para contentar a los Banū Hayay se urdió en Qurtuba, y yo fui informado de su muerte cuando su cabeza ya se paseaba ensartada en una pica por Ishbiliya.
Muhammad escondió el rostro entre las manos al recordar la orgía de sangre en la que se había convertido la ciudad después de aquello.
—Según ese eunuco tuyo… no eres como ellos. —Hizo una pausa y cambió de postura—. Me gustaría tener la seguridad de que es cierto, pero eso sólo lo sabremos en su momento.
Muhammad contempló las llamas, abstraído, con el mentón apoyado sobre el puño cerrado, y mostró un asomo de sonrisa cuando habló.
—¿Badr ha estado manteniendo correspondencia contigo todo este tiempo?
—Al parecer su predilección por ti le impulsó a hacerlo… No es habitual en un eunuco llevar la fidelidad a su amo hasta el extremo de arriesgar su vida.
—Hizo una promesa a mi madre en el momento de su partida, hace ya diez años. Desde entonces ha sido mi sombra, y más de una vez me ha librado de las intrigas del alcázar.
—Tampoco es habitual que un eunuco alcance el cargo de wazīr…
—No es un… hombre ambicioso. Ahora ya no dudo de que ha usado su enorme inteligencia para alcanzar un puesto de responsabilidad con el único fin de tener en su mano los resortes con los que defenderme.
—Ciertamente es un hombre audaz, tu presencia aquí lo demuestra.
Muhammad asintió, pensativo.
—Badr sabía que me acogerías —dijo tras un instante—. Lo que dudo ahora es que tus motivos sean los que él suponía.
—Ignoro qué intenciones me atribuía, y tampoco deseo conocerlas, porque me importa poco la opinión que mis acciones merezcan en Qurtuba. Abd Allah marcó el devenir de los acontecimientos cuando ordenó la muerte de Ibn Galib, y la determinación que adopté entonces es inmutable. Nunca sabrá, si tú no se lo dices, que el lugar donde empezaron a escribirse su futuro y el futuro del emirato está en las calles de Ishbiliya.
—Entiendo por tus palabras que no vas a retenerme en Burbaster.
Ibn Hafsún negó con la cabeza.
—No tendría sentido. La vida de un solo hombre no tendrá ningún valor en el enfrentamiento que nos aguarda.
Se levantó de su asiento y se dirigió de nuevo al ventanal.
—Cuando llegué aquí con unos cuantos hombres, nunca sospeché lo que nos deparaba el destino. Nuestro movimiento era la voluta de humo de un volcán, pero lo que no podía imaginar es que, soterrado por la autoridad de Qurtuba, bajo los pies de sus soldados, oculto a sus despóticos gobernadores, bullía el magma del descontento. Durante estos años, sólo hemos tenido que darle salida, mostrar el camino a esos súbditos que vivían, y viven, rozando el límite de la dignidad humana. Otros antes que yo recorrieron la misma senda: Mūsa ibn Mūsa en el Uādi Ibru, los indomables toledanos, Ibn Marwan en Mārida… pero ninguno de ellos llegó adonde nosotros hemos llegado.
Umar parecía hablar para sí mismo, frente al inmenso vacío que se abría a sus pies.
—Y no es mío el mérito —continuó—, sino de los millares de hombres y mujeres que han acudido a nosotros para dar lo que tenían: sus fuerzas, sus bienes, incluso sus vidas y las de sus hijos. Muchos de los que has visto esta mañana son supervivientes de las matanzas de muladíes y cristianos que se han sucedido en los últimos tiempos. Viudas, huérfanos, padres y hermanos de esos mártires, algunos de Ishbiliya, otros de Garnata, que me recuerdan cada día la promesa que les hice al llegar aquí. Su única razón para vivir ahora es terminar con el régimen sangriento que ha ocasionado su dolor.
También Muhammad se puso en pie.
—Conozco ese odio que describes. Sabes que también existe en el bando contrario, y no es menos virulento: Qurtuba está repleta de huérfanos y viudas. ¿Hasta cuándo vamos a perpetuar este enfrentamiento?
—Las gentes que nos siguen no son responsables de la violencia que durante generaciones se ha ejercido sobre ellas. Por primera vez en sus vidas, sienten que está a su alcance la posibilidad de sacudirse ese yugo, no dejarán pasar la oportunidad. Y confían en mí para conducirles en ese afán. Nunca Allah ni tampoco el Dios de los cristianos se habían mostrado tan favorables ante los ruegos que cada día se alzan desde estas montañas, desde los cientos de templos y mezquitas que salpican Al Ándalus. Nunca antes las arcas de Qurtuba habían estado tan vacías ante la imposibilidad de seguir recaudando sus abusivos impuestos; jamás las nuestras habían rebosado como ahora lo hacen.
—Las fuerzas de Qurtuba son aún colosales. Correrán ríos de sangre… ¿y después? Si es mi padre quien obtiene la victoria, la represión será brutal. Aun en el caso de que fueras tú quien… —pareció no querer expresar en voz alta la alternativa—, ¿te harás nombrar emir?, ¿rey?, ¿emperador de Al Ándalus? ¿Crees que tus posibles súbditos aceptarán pacíficamente ser sometidos por un nuevo soberano? Morirás de viejo sin ver el final de la guerra civil que se desencadenará. Las clases dominantes árabes, los terratenientes, jamás aceptarán a alguien que carezca de legitimidad para ostentar un trono. Sólo los Umaya tienen…
—Tú eres un Umaya —cortó Umar.
—¿Qué quieres decir?
—No eres como ellos…
Muhammad se sintió mareado.
—¿Me estás proponiendo que traicione a mi padre, al pueblo que me ha jurado fidelidad como heredero…?
—No —contestó Umar tajante, al tiempo que se le encaraba—. El enfrentamiento es inevitable, y lo sabes. Estoy hablando del futuro. Es poco probable, pero quizá tú y yo sobrevivamos a la batalla. Eso querrá decir que el emirato habrá caído y Qurtuba estará descabezada. Entonces te llamaré, y serás el jefe de un nuevo gobierno para Al Ándalus, un gobierno que, no tengo duda, acabará con los agravios que hoy sirven para sojuzgar a muladíes y dimnis. Tú aportarás la legitimidad dinástica necesaria para ser aceptado por todos, árabes y bereberes incluidos, pero a la vez romperás con el pasado que representa tu padre.
—Si hay lucha, te combatiré, al lado de los míos.
Umar clavó en él la mirada, y un destello de admiración brilló en sus ojos. Apretó los labios y asintió, con el rostro grave y sereno.
—También yo lo haré, no lo dudes. Aun así, nadie es capaz de adelantar cuáles son los designios del Todopoderoso.
A estas alturas de la conversación, el corazón de Muhammad martilleaba en su pecho. Nunca hubiera imaginado al entrar en la estancia que la conversación iba a tomar aquel rumbo. Aquel hombre arrastraba la fama de intimidar con su sola presencia a cuantos tenían la oportunidad de entrevistarse con él, y era cierto. Irradiaba poder y autoridad, un magnetismo personal que en pocos hombres había observado, ni siquiera entre los embajadores más renombrados que visitaban la corte qurtubí. Quizá la experiencia atesorada junto al canciller de su padre en las complejas relaciones diplomáticas le hubiera resultado de ayuda, pero en cualquier caso el temible Umar se lo estaba poniendo inesperadamente fácil. Sin embargo, la tensión de la entrevista debía de hacerse evidente en sus facciones, y quizá por eso Ibn Hafsún decidió atajarla.
—Aún quedan varias lunas hasta que nos encontremos en el campo de batalla —dijo mientras se dirigía a la puerta—. Entretanto, no veo por qué no puedas disfrutar de nuestra hospitalidad, al menos hasta que se arreglen en Qurtuba los asuntos que se refieren a ti.
El rostro de Muhammad se ensombreció aún más, y su gesto no pasó desapercibido para Umar, que inquirió con la mirada.
—Mi esposa está encinta, a punto de alumbrar a mi primer hijo en una almúnya próxima a Qurtuba.
—Entiendo… Sin embargo, poco puedes hacer. Sólo confiar en que las aguas vuelvan a su cauce antes del nacimiento. ¿Para cuándo se espera?
—La qabila calculó que para las primeras semanas del solsticio de invierno.
—Después de las celebraciones cristianas por el nacimiento de su profeta… Eso nos proporciona tres, cuatro semanas —calculó Umar—. Intuyo que estarás en Qurtuba a tiempo para tomar en brazos a tu primogénito.
Ibn Hafsún pareció animado de pronto y tiró del pomo de la puerta.
—Ahora comparte conmigo un pequeño refrigerio. Sin duda estarás hambriento.