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—¡Decidme que está dentro! ¡Juradlo por Allah, el Clemente, el Magnánimo! —exclamó Al Mundhir, eufórico—. ¡Sabía que este día habría de llegar! Tanto ha perseverado en su vanidad, sin aflojar las riendas de su insolencia ni por un momento… que por fin ha cometido el error que pondrá el castigo en su garganta.
—Desde que se han refugiado en el castillo, nadie lo ha abandonado —aseguró su general.
—¡Ah! Sólo Allah sabe cómo ha podido dejarse sorprender en este lugar. Anhelo el momento en que haya de tenerlo de nuevo frente a mí. Asegúrate de que nada ni nadie sale de esa fortaleza. Quiero que una doble cadena de hombres rodee el cerro, hombro con hombro, ¡día y noche! —recalcó—. Que presten especial atención al arroyo que discurre a los pies de la colina. Haz circular entre las unidades que pagarán con sus vidas, y también con las de sus familias, quienes permitan a Ibn Hafsún romper el cerco. Y después preparad al grueso del ejército, asaltaremos el castillo sin pérdida de tiempo, al amanecer. El hisn Qámara ha de aparecer escrito con letras de oro en los anales de mi reinado.
Apenas había dormido. Ni siquiera el mullido colchón de plumas de ganso del que disfrutaba en la qubba real había sido capaz de proporcionarle el descanso necesario, aquejado de nuevo por aquel dolor lacerante en el vientre. Sólo los remedios administrados por aquella recua de matasanos que lo rodeaban le habían producido algún alivio, el suficiente para permitirle dedicar sus pensamientos al gran día que sin duda tenía por delante. Las endebles murallas de aquel pequeño hisn durarían un soplo frente al poder de su ejército, y tampoco el escaso número de fieles con el que se había dejado atrapar aquel renegado supondrían gran trabajo para su infantería. Entre sueños, oyó el roce de las suaves babuchas del chambelán sobre la alfombra de la antecámara, un instante antes de que se alzara el pesado cortinaje que aislaba su alcoba del resto de las dependencias privadas dentro de la inmensa haymah. A pesar de la luz tenue pero suficiente de varias lamparillas, su fiel ayudante portaba una lámpara que por un momento deslumbró sus ojos acostumbrados a la penumbra.
—¡Ah, Majestad! Celebro que estéis despierto. Acaba de llegar al campamento un emisario de los rebeldes, uno de sus capitanes, que dice llamarse Maslama. Portaba esto, sahib.
El chambelán le tendió un pergamino manoseado, sujeto por un pequeño trozo de cuerda fabricada con esparto. Al Mundhir se incorporó y, con manos todavía torpes, trató de soltar el nudo, pero terminó extrayéndolo por un extremo del rollo. Con un gesto, indicó al chambelán que acercara más la lámpara.
Era un pergamino envejecido, que había sido raspado en más de una ocasión, lo que hacía su superficie irregular y poco apta para la escritura. La tinta utilizada tampoco era de la mejor calidad, y para acabar, o la grafía era la de un aprendiz en su primer año de escuela o aquello se había escrito sobre la grupa de un caballo. Trató de descifrar el contenido de aquella carta, y a medida que avanzaba en el texto una expresión de asombro se fue dibujando en su rostro.
—Haz venir a los dos generales.
—Pero… Majestad —dudó—. Ambos se encuentran disponiendo a las tropas para el ataque…
—¡Haz lo que te digo, chambelán!
Los primeros rayos de sol incidían oblicuamente sobre las pieles que cubrían la qubba, lo que aportaba una luminosidad muy especial que agradaba sobremanera al emir.
Los dos generales todavía conservaban las muecas de incredulidad que habían compuesto al ser informados por el propio emir del contenido de aquel pergamino.
—No deja lugar a dudas, Al Mundhir —dijo el de mayor edad, un árabe de la familia de los Umaya que se permitía llamar al soberano por su nombre—. Si la vista no me engaña, aquí propone someterse a tu obediencia, a condición de ser nombrado como uno de los jefes de tu ejército.
—Y no me parece menos importante lo que sigue —apostilló el emir—. Pide ser acogido en Qurtuba junto a su familia y sus hombres, y ser tratado en todo como mi protegido.
—Majestad —aventuró el otro—. Quizá sea una propuesta que merezca tu consideración, pero recordad los antecedentes de este renegado, la perfidia que ha…
—¡Es una bendición de Allah, general! —atajó—. Esto supondría que en apenas dos años he conseguido acabar con el mayor peligro al que se enfrentaba el emirato, lo que había dejado de ser una banda de forajidos para convertirse en un temible ejército que en este momento controla una extensión que equivale a varias provincias. Y no sólo eso, sino que me permite incorporar de nuevo a nuestro ejército a un elemento de la categoría de Ibn Hafsún, que ya se distinguió como un magnífico oficial en la campaña de Al Qila, en el norte.
—Si consigues pacificar el territorio que hasta hoy controla, tendrás las manos libres para sofocar el resto de las rebeliones que mantienen a Al Ándalus en pie de guerra…
—Que entre mi secretario, he de dictar el decreto de amān para Ibn Hafsún, su familia y sus hombres.
—Sería conveniente que tus juristas redactasen un acuerdo de paz en el que queden reflejadas las condiciones a las que ambos os sometéis.
—Así se hará… Llamad también al qādī, a los jurisconsultos y a los ulemas. Antes del mediodía quiero un borrador listo para ser firmado. Y traed ante mí al hombre que portaba este pergamino. Debe regresar de inmediato a ese castillo con mi respuesta.
Restaban únicamente tres días para finalizar aquel año que hacía el 274 después de la Hégira, un año que sería recordado en los anales por la firma que iba a tener lugar en el interior de la haymah real. Todo estaba dispuesto, sólo faltaba la llegada del segundo protagonista acompañado por su comitiva. Hacía cuatro años que no se veían en persona, desde que Ibn Hafsún abandonara Qurtuba airada y precipitadamente, después de los desencuentros con sus generales. Entonces Al Mundhir había dejado las cosas en manos del hayib Haxim, que había fracasado. Pero esta vez sería distinto. Umar ibn Hafsún iba a ocupar un lugar destacado en su cuartel general, a su lado, y cargado de prebendas sería el hombre al que enviaría contra Alfuns, que en los últimos años había tenido total libertad para avanzar sobre tierras musulmanas.
Los relinchos y el sonido de las voces en el exterior señalaron la llegada de la comitiva. Encontrarse en plena campaña no debía impedir que el boato y el protocolo de la corte cumplieran su cometido, y por ello había apostado una unidad de su guardia personal ante la entrada de la qubba. Allí Ibn Hafsún sería recibido por el chambelán, después por uno de los generales, y por fin sería su wazīr quien lo introdujera ante él. Ya sonaban las notas de la brillante marcha militar que él mismo había escogido para el instante en que Umar pusiera pie en tierra, y el que se había convertido en el mayor enemigo del Estado ya debía de encontrarse bajo su techo. Se le había educado desde niño para controlar sus emociones, para aparentar calma aunque no la sintiera, pero en este momento le asaltaba un nerviosismo inusual. Ocupó su lugar en el elevado sitial, pensado para que cualquier visitante se viera obligado a alzar la vista hacia el emir desde una posición de inferioridad, y aguardó a que los guardias que custodiaban la entrada apartaran el cortinaje del fondo de la tienda para dar paso a quien sólo dos días antes hubiera sido incapaz de imaginar ante él. Sintió que una sonrisa involuntaria se dibujaba en sus labios al ver de nuevo ante sí a aquel hombre de facciones duras, marcadas, casi extravagantes, cuyos ojos pequeños y escrutadores habrían permitido adivinar una inteligencia despierta incluso a quien no hubiera tenido ya noticia de ella.
—Majestad… —dijo con una ligera inclinación de cabeza.
—De nuevo nos encontramos frente a frente, cuatro años después de tu salida de Qurtuba.
—Así es, si no tenemos en cuenta los dos largos meses de asedio en Al Hamma, donde, cierto es, no nos vimos las caras sino en la distancia, aunque me será difícil olvidar aquel episodio —dijo alzando la mano izquierda, que mostraba varias falanges seccionadas.
El rostro de Al Mundhir se ensombreció al recordar el cerco que terminó con el anuncio de la muerte de su padre.
—Nuestra relación ha escalado montañas y ha descendido a simas profundas. Quiera Allah que en adelante transite por valles más tranquilos…
—Quiero pensar que las circunstancias que han conducido a este encuentro han sido una señal del Todopoderoso para indicarnos el camino correcto.
—¿Estás entonces dispuesto a abandonar la rebeldía y poner de nuevo tu espada al servicio de nuestra fe? Aunque nunca llegaras a levantarla contra los infieles, el mero hecho de permitirme liberar los recursos que hasta ahora te he dedicado es el mejor servicio que puedes hacer a tus hermanos musulmanes.
—Quiero pensar que es deseo de Allah que las cosas sucedan así… aun con las condiciones que os señalaba en la misiva. Veo que todavía la conserváis —dijo con la mirada en el rollo de pergamino.
—Como debió de trasladarte tu lugarteniente… ¿Maslama era su nombre?, tus peticiones nos parecieron harto prudentes. Quiero ir más allá contigo, Umar. Desde muy joven he sido hombre de armas, y sé apreciar la valía de un buen capitán y el arrojo de una tropa bien dirigida. Por eso quiero proponerte que te conviertas en uno de mis generales de confianza, y podrás mantener bajo tu mando a todos los hombres que ahora te siguen… y unos cuantos batallones más. Tu retribución será la que corresponde a uno de mis visires, y a ella podrás sumar la parte que te pertenece de los botines que captures.
—Tu oferta es generosa…
—Hay más… No quiero que se repitan los errores del pasado. Dispondré que se te proporcione un alojamiento dentro del alcázar de Qurtuba, si es necesario tras desalojar a alguno de estos aduladores que tengo como visires. Para ti y para tu familia, por supuesto, si es que la tienes.
—Soy padre de cinco hijos, Majestad. El mayor, Ayub, en edad de comenzar su formación militar.
—¿Es eso cierto? En ese caso, mis informadores habrán de rendir alguna explicación…
—No es prudente dar pistas al enemigo, ninguno de ellos se distingue del resto de los muchachos de su edad. El traslado a Qurtuba será un cambio drástico en sus vidas.
—Ésa debe ser la menor de tus preocupaciones. En pocos años serán incapaces de abandonarla por mucho tiempo; no hay mortal que no se vea tarde o temprano atrapado por su embrujo.
Durante un instante, Al Mundhir guardó silencio, mientras evocaba las maravillas de la capital de Al Ándalus. Después pareció recordar algo importante.
—Respecto a Burbaster… Mis hombres se harán cargo de la fortaleza. En el tratado que han redactado mis juristas, se reflejan las condiciones de nuestra nueva alianza, que, por supuesto, contempla el retorno progresivo al tutelaje de Qurtuba de todas las tierras hasta ahora alzadas en rebeldía.
Umar permaneció callado, y el emir continuó con su exposición.
—He dado orden a mis tesoreros para que tú y tus hombres de confianza seáis agasajados como corresponde a vuestra nueva situación. Contarán con el oro suficiente para compensar cualquier reducción de su patrimonio provocada por el abandono de los cargos que ocupaban. No deseo que la ambición de bienes y riquezas suponga un obstáculo para que nuestro convenio llegue a buen fin. Consideraré además cualquier otra petición que desees hacerme.
—Sólo una cosa más —respondió Umar de manera casual—. Yo partiré directamente hacia Qurtuba con tu ejército, pero necesitaremos que envíes a Burbaster un centenar de mulos con los serones vacíos. Les serán necesarios para trasladar nuestros bienes y objetos personales a la capital.
—Los tendrás antes de lo que piensas. Al amanecer estarán listos para el viaje, con los palafreneros necesarios para conducirlos. Nosotros ultimaremos mañana los preparativos y después, sin pérdida de tiempo, emprenderemos el regreso. La primavera no ha hecho sino empezar, y el año que se inicia puede ser provechoso para nuestros intereses comunes.
Al Mundhir se levantó y descendió los dos escalones que lo separaban de Umar.
—Ahora, mi secretario leerá en voz alta el tratado de amistad antes de proceder a su rúbrica.
—Ya sabéis cuáles son las órdenes —dijo Umar cuando, poco antes del anochecer, se reunió con sus partidarios en el hisn Qámara—. Tenemos buena luna y podremos cabalgar toda la noche. Alcanzaremos a la partida de mulos no más tarde del mediodía, cercanos ya a Burbaster. Con el engaño o con la espada desbarataremos a los jinetes que los acompañan y, para cuando el emir quiera darse cuenta de nuestra ausencia, estaremos a salvo con ellos en lo más alto de nuestra fortaleza.