50
Tutila
—Sorprendente —fue el primer comentario que Muhammad escuchó de labios de Al Mundhir—. Realmente sorprendente. Me refiero al parecido físico que guardas con tu abuelo Mūsa.
—¿Lo conociste? —preguntó. La extrañeza ante aquella primera observación le hizo olvidar el tratamiento debido al príncipe heredero, pero ese primer error no pareció incomodarle.
—Acompañaba a mi padre en la aceifa que tuvo lugar tras la derrota de Monte Laturce. Entonces yo contaba dieciséis años y, afortunadamente, nadie reparaba en mí. Tuve ocasión de estar presente en la entrevista que ambos mantuvieron. Por desgracia, allí comenzó el declive en la trayectoria del gran Mūsa ibn Mūsa al servicio del emir.
—Apenas tuve ocasión de conocerlo. Era muy niño cuando abandoné la Marca junto a mi padre. Y tenía diecisiete años en el momento de la muerte de mi abuelo.
—Tengo entendido que te criaste en la corte del rey Urdún, en las tierras de Yilliqiya.
—Así es… señor —vaciló—. Debéis perdonar mi torpeza, pero ignoro cuál es el tratamiento que debo daros.
—Puedes prescindir del tratamiento. Al fin y al cabo, tu familia y la mía han estado unidas por un tratado de clientela durante muchas generaciones —respondió con pretendido desinterés por el asunto—. Te preguntaba por tu relación con la corte yilliqiyun.
—Me trasladé allí con mi padre siendo un niño y, en efecto, conocí al rey Ordoño.
—Y tengo entendido que llegaste a entablar una buena relación con su hijo, el actual rey Alfuns —intervino Haxim, que hasta entonces se había mantenido en silencio.
—Prácticamente nos criamos juntos y llegamos a cultivar una buena amistad, es cierto.
—Una amistad que aún se mantiene, ¿es así? —insistió.
—Así ha sido hasta ahora, aunque…
—Hasta el punto de confiarte la educación y el entrenamiento de uno de sus hijos —interrumpió de nuevo el hayib.
Muhammad comprendió entonces adónde quería ir a parar aquel hombre, y sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
—Ese encargo ha tocado a su fin. El joven Ordoño, Urdún para nosotros, se encuentra ya camino de Yilliqiya.
—No eran ésas mis noticias…
—Comprended que algunas cosas haya que hacerlas con cierta discreción. En los últimos tiempos el muchacho ha despertado… demasiado interés.
—Algo que no es de extrañar —intervino de nuevo el príncipe—. Pero el hayib y yo mismo estamos intrigados por el motivo de esta entrevista. ¿Acaso hay algo de importancia que debamos conocer?
En aquel momento Muhammad había comenzado a dudar de la conveniencia del encuentro, pero ya era tarde para volverse atrás: a su espalda dejaba semanas de profunda reflexión, y la decisión de acudir en busca de Al Mundhir era la conclusión a la que había llegado junto a sus más próximos. Trató de ordenar mentalmente su discurso y comenzó a hablar.
—Majestad… desde una edad temprana he sido consciente de mi pertenencia a una familia muy relevante en estas tierras, y siempre he tratado de seguir los pasos de mis mayores. Lo hice en vida de mi padre cuando, junto a sus hermanos, decidió rechazar la autoridad de Qurtuba, y lo hice después, arrastrado ya por la fuerza de los acontecimientos.
Al Mundhir, interesado, se acomodó en su sitial, y Muhammad interrumpió su discurso hasta que el príncipe, con un gesto de la mano, le instó a continuar.
—En los últimos tiempos se han producido hechos que… digamos que han llevado a un cambio en mi forma de ver las cosas. Aquellos en quienes hasta ahora confiaba, en quienes me apoyaba…, han demostrado no ser dignos de tal confianza.
—Te refieres a tu tío Ismail… —intervino Haxim.
—Desde muy joven mi padre trató de hacerme comprender que nuestra principal responsabilidad era corresponder a la confianza que nuestras gentes habían depositado en mi familia. Gentes que sobre todo buscan una vida sin sobresaltos, sacar adelante a sus familias sin tener que soportar penurias, sin tener que ver cómo las levas continuas se llevan a sus hombres y cómo las aceifas acaban una y otra vez con el trabajo de años.
Haxim lanzó una significativa mirada al príncipe que Muhammad no alcanzó a observar porque mantenía la vista fija en algún punto del suelo bien apisonado y cubierto de alfombras del interior de la qubba.
—La actitud de mi tío me ha hecho reflexionar y preguntarme si estábamos actuando para defender los intereses de esas gentes… o lo hacíamos movidos sólo por el orgullo y la ambición. Echando la vista atrás he comprendido que la época de mayor esplendor llegó a estas tierras cuando mi abuelo, el gran Mūsa, con el apoyo de Qurtuba, con vuestro apoyo —recalcó—, consiguió librarse en Al Bayda de la amenaza procedente del norte, para establecer en la Marca su dominio con el refrendo de vuestro padre.
Muhammad hizo una pausa que Al Mundhir, cuyo rostro no ocultaba su satisfacción, aprovechó para introducir un comentario.
—Me agrada escucharte. De tus palabras deduzco que tienes algo que proponernos.
—Creo que he sido claro: os propongo retomar la alianza que establecisteis con mi abuelo.
—Sin embargo, no tienes mucho que ofrecer —repuso Haxim—. Saraqusta y las principales ciudades de la Marca están en poder de tu tío, Uasqa sigue en manos de un gobernador que nos es fiel, Daruqa y Qala’t Ayub son de los tuchibíes, y aquí, en Tutila, resisten los hijos de Fortún.
—Al Burj está en mis manos. También en Arnit, Tarasuna y Askaniya son partidarios de este acuerdo.
—Poco es a cambio de la protección de Qurtuba —insistió el general—. Sin embargo… hay algo que para nosotros tiene mayor valor que cualquier otra cosa que nos puedas ofrecer, algo que… sigo creyendo que está en tus manos.
—General… os he aclarado que Ordoño debe de estar ya junto a su padre. Por encima de cualquier otra cosa, está la palabra que en su momento di a Alfuns y, si he de enfrentarme a él, será después de haber cumplido mi compromiso.
—Demuestras tener valor al responder así al que es mi mejor general, pero también mi primer ministro.
—Deseo que nuestra relación, si en el futuro se mantiene, esté basada en la franqueza y en la confianza. Tengo entendido que fueron las murmuraciones y los malentendidos los que trajeron la ruina a mi abuelo y el dolor a nuestro pueblo, los que acabaron con aquel período de buenas relaciones.
Al Mundhir esbozó una sonrisa.
—Al parecer las dotes para la política en tu familia pasan de generación en generación —respondió—. Te expresas bien, y sabes mantenerte en tu sitio, incluso ante quienes pueden acabar sin demasiado esfuerzo contigo y con lo que posees.
—Veo que en eso sois maestro: hábilmente sabéis mezclar en una frase el elogio y la amenaza.
Muhammad, al ver el rostro del príncipe, temió haber sobrepasado el límite de la prudencia. También Haxim se había quedado rígido, e incluso entre la guardia pudo observar movimientos apenas perceptibles. Durante un instante, la tensión flotó en el ambiente, pero Al Mundhir la rompió con una potente carcajada.
—Tengo la sensación, Muhammad, de que la historia se repite. Voy a contarte algo, pero a estas alturas de la conversación no es de cortesía que sigas en pie.
Al Mundhir se incorporó y se dirigió a una zona lateral de la haymah en la que se disponían varios divanes en torno a una mesa baja. Mientras tomaban asiento, siguió hablando.
—Tuve la suerte de conocer a mi abuelo, el emir Abd al Rahman, antes de su muerte. Yo era sólo un niño, pero recuerdo que mantenía largas conversaciones con nosotros. Era un pozo de sabiduría, y conocía una lista interminable de fábulas y cuentos que habría leído en alguno de los volúmenes que guardaba en la inmensa biblioteca del alcázar. Pero también solía contarnos historias reales, sobre personajes que había conocido a lo largo de su vida. En una ocasión nos habló de tu abuelo, y lo hizo en términos ciertamente elogiosos. Al parecer, lo había conocido en una circunstancia similar a ésta, quizás en una haymah parecida y en un lugar que no debía de estar muy alejado de éste, también junto a Tutila. Comentó, lo recuerdo, que tenían exactamente la misma edad, no más de veinticuatro años entonces, y que su inteligencia lo dejó francamente impresionado. Al parecer, aquella reunión marcó su relación, que fue siempre de admiración mutua, a pesar de los serios desencuentros que mantuvieron después.
—Viajó a Qurtuba para asistir a su coronación.
—Así es, y repitió el viaje años más tarde para ser recibido casi como un héroe tras la expulsión de los normandos de Ishbiliya. ¿Sabes que en ese momento mi abuelo le ofreció un puesto en el gobierno de Qurtuba?
—Lo ignoraba.
—Así fue, pero Mūsa lo rechazó. Mi abuelo nos confesó su decepción, porque estaba seguro de que hubiera sido un gran wazīr, incluso un buen primer ministro. Mi padre, el emir, también lo conoció, y sabía de la admiración que Abd al Rahman sentía por él. Por eso, al ascender al trono, lo nombró gobernador de Saraqusta y de la Marca Superior.
—Recuerdo aquel momento. Yo tenía… siete años, y el traslado a Saraqusta fue un acontecimiento importante.
—¿Siete años? Es curioso, yo tenía ocho cuando mi padre fue coronado. Dos generaciones después, seguimos coincidiendo en edad. De creer en el destino, habríamos de pensar que también estamos condenados a entendernos.
—Quizá sea el destino lo que me ha traído hasta aquí. Que nos entendamos es mi intención.
El rostro de Al Mundhir se tornó serio.
—Bien, Muhammad. Al parecer tenemos en común más cosas de las que recordábamos, y pretendes que nuestra relación esté basada en la franqueza, así que yo también te seré franco. Nos dirigimos a Liyun, y con toda probabilidad allí nos esperará Alfuns al frente de su ejército. Esta vez confiamos en poder resarcirnos de la derrota que nos infligió hace cuatro años en Polvoraria. Has visto nuestro ejército, posiblemente el más numeroso que haya atravesado nunca estas tierras. La batalla será, una vez más, feroz, y las bajas se contarán por miles… por decenas de miles. —Esbozó una mueca de abatimiento—. Nuestros mejores hombres habrán de dar su vida por la supervivencia de nuestra civilización.
—A no ser… que podamos evitar el uso de las armas mediante la negociación —intervino Haxim.
El príncipe alzó su mano derecha para pedir a su hayib que le dejara continuar.
—Muhammad… tienes en tu mano el instrumento de esa negociación. Si Alfuns sabe que su hijo está en nuestro poder, se avendrá a un acuerdo. Todo podría quedar reducido a un intercambio de prisioneros, pues hay algo que quizá no sepas: el hijo de Haxim sigue en poder de Alfuns.
Al Mundhir dejó sus últimas palabras en el aire, pero Muhammad no respondió de inmediato. Con un profundo suspiro, se pasó la palma de la mano por delante de sus ojos antes de incorporarse para hacerlo.
—Al Mundhir, dos son las posesiones más preciadas por un hombre: sus hijos y su palabra. Si pudiera acceder a lo que me pides, le arrebataría el hijo a Alfuns, y yo quedaría sin palabra. Jamás te entregaría a Urdún, aunque estuviera en mi mano.
—¿Serías capaz de jurar sobre el Qurán que no lo está? —preguntó Haxim, extremadamente serio, mientras le tendía un ejemplar del libro sagrado.
Muhammad lo miró fijamente a los ojos y no vio rabia ni odio reflejado en ellos, sino miedo. Conmovido y deseoso de que no pudiera apreciar el ligero temblor de su mano, la colocó encima.
—Juro sobre el Qurán que el príncipe Urdún no se encuentra en mi poder.
Haxim retiró el códice con un claro gesto de desengaño.
—Sin embargo, si es el éxito de la expedición lo que buscas, y no deseas el enfrentamiento con Alfuns para salvar la vida de tu hijo… te ofrezco las ciudades que domino, y te ofrezco la ayuda de mis fieles en lo que resta de campaña.
Había pronunciado estas palabras con firmeza, mirando de frente al príncipe, que a su vez dirigió una mirada furtiva a su hayib.
—Tal vez… —empezó Haxim.
Era evidente que su mente estaba trabajando, pero no acababa de expresar lo que pensaba.
—¡Habla, general! —pidió Al Mundhir impaciente.
—Ismail defiende en solitario la capital, y los hijos de Fortún hacen lo mismo aquí, en Tutila, de modo que tenemos el camino expedito hacia Siya, Munt Sun, Burbaster… e incluso Larida. Con estas ciudades en nuestro poder, quedarían aislados, rodeados, y su caída sería cuestión de tiempo.
—¿Estarías dispuesto a servirnos en esta empresa? —preguntó el príncipe.
Muhammad movió la cabeza arriba y abajo una sola vez.
—Tu presencia entre mis tropas debería abrirnos las puertas de aquellas ciudades que tradicionalmente han sido feudo de tu clan.
—No dudo de que así será. La fama de mi tío lo precede, y las adhesiones a su causa no han sido de buen grado últimamente.
—En ese caso, tienes dos días para movilizar a tus tropas. En cuanto a ti, Haxim, dispón los destacamentos que sean necesarios para garantizar el control de las ciudades que quedan sometidas a la autoridad del emir.
Muhammad abandonó el pabellón, y los dos hombres quedaron a solas.
—Supongo que eres consciente de que la conquista de estas ciudades no va a evitar el enfrentamiento con Alfuns —aclaró Al Mundhir, serio.
—Soy plenamente consciente de ello, mi señor. Pero has hecho bien en intentarlo.
—¿Crees que dice la verdad?
Haxim se encogió de hombros en un gesto de duda.
—Durante toda la entrevista, ha mostrado una entereza poco frecuente. No abundan los hombres capaces de mantener la compostura en este escenario, con esta ceremonia, pensados precisamente para impresionar a nuestros interlocutores, y en presencia además del heredero de Qurtuba. Pero en el momento de prestar juramento he visto cómo le temblaba la mano.