Año 873, 259 de la Hégira

15

Uasqa

Las puertas de la ciudad amurallada no tardarían en cerrarse, en cuanto el sol se ocultara tras los montes. El muecín había llamado ya a los fieles a la salat al magrib, la oración vespertina, y los más rezagados se apresuraban a regresar desde los campos cercanos. Una carreta desvencijada tirada por un buey solitario sería la última en atravesar la puerta con su carga de heno. Su amo, cubierto de sudor y lanzando imprecaciones, azuzaba a la bestia, que se resistía a avanzar.

—Said, has cargado demasiado el carro —rio uno de los guardias—. ¡Esa bestia ya no está para subir cuestas con semejante peso!

—¡Bien puedes decirlo, maldita sea! ¡El matadero, ése será su próximo viaje!

El campesino alcanzó la entrada, pero las ruedas toparon con el reborde de piedra que hacía las veces de marco. Los guardias cruzaron una mirada de hastío, y uno de ellos se dispuso a empujar la parte trasera, mientras el segundo ayudaba tirando del ronzal.

—¡Que Allah te confunda, Said! —maldijo el primer guardia—. ¡No vuelvas a llenar así el carro o tendrás que pagar a quien te ayude, viejo avaro!

Por fin las ruedas salvaron el obstáculo y encontraron el terreno llano y liso de la calle que conducía al centro de la madinat.

—¡Mañana tendréis vuestra recompensa! —gritó mientras se alejaba—. ¡Tengo buena fruta en los bancales del río!

Si los dos guardias notaron algún temblor en la voz del arriero, lo achacaron sin duda al esfuerzo. Éste avanzó por las calles intercambiando saludos hasta llegar a un portón que se apresuró a abrir con una enorme llave de madera y, con un último forcejeo, introdujo el carro en un patio rodeado de estancias que hacían las veces de caballeriza y corral.

Regresó a la entrada, y aún asomó la cabeza al exterior para examinar ambos extremos de la calle antes de cerrar las dos hojas, anclarlas al suelo con sus pasadores y asegurar la puerta con una pesada traviesa. Sólo entonces volvió hacia el carro, tomó la horca sujeta en uno de los laterales y comenzó a retirar con prisa la paja amontonada sobre él.

—¡Pssst! —chistó con voz apenas audible, una vez que la mitad de la carga yacía sobre el suelo.

El heno restante empezó a agitarse, y de él surgió una mano que se sujetó en el borde de la carreta, hasta que el pasajero clandestino pudo incorporarse por completo. Su rostro estaba congestionado y los ojos, enrojecidos. Se deshizo de la paja que aún lo cubría y saltó al suelo, donde quedó frente al arriero. En un gesto impulsivo, se abrazó a él.

—¡Maldito Said! —rio—. ¡Me has hecho pasar miedo! Los estornudos provocados por el heno han estado a punto de acabar con los dos en las mazmorras. La próxima vez que pretenda pasar desapercibido me procuraré un hábito de monje…

—Acuérdate de mí si tus planes tienen éxito, y mándame dos buenos bueyes y una carreta nueva.

—Pocas son tus aspiraciones, amigo…, algo más te corresponderá. Arriesgas mucho prestándonos tu casa y tu ayuda. ¿Habrán llegado ya?

—Eso espero, mi esposa se habrá encargado de recibirlos. Compruébalo tú mismo.

Los dos hombres cruzaron la puerta que conducía al interior de la vivienda y, antes de que pudieran acomodar la vista a la falta de luz, accedieron a una espaciosa estancia.

—¡Amrús está aquí! —anunció Said.

Una decena de hombres interrumpieron su conversación y se dirigieron hacia la puerta para abrazar al recién llegado.

—¡Bienvenido seas, Amrús!

—¡Bienvenido, ciertamente! ¡Nuestras esperanzas están puestas en ti!

Amrús ibn Umar se detuvo a saludar uno por uno a todos los presentes, y sólo entonces aceptó tomar asiento, sacudiéndose aún los restos de paja que permanecían adheridos a sus ropas. Aceptó la copa que le ofrecían y bebió con avidez mientras observaba a sus interlocutores. Se limpió la boca con el borde de la manga y se dispuso a hablar.

—Supongo que no tenemos tiempo que perder, pero necesitaré que me pongáis al corriente de la situación en la ciudad…

Un hombre joven con un notorio parecido a Amrús tomó la palabra.

—Yo lo haré —dijo al tiempo que se ponía en pie—. He hecho lo posible por contactar contigo, y ahora te tenemos aquí.

—Lamento la muerte de tu padre, Zakariyya, y de tus dos hermanos, Ahmed —se adelantó Amrús—. Pero te aseguro que su muerte no habrá sido en vano. Eran mi tío y mis primos, y los Banū Amrús sabremos tomar cumplida venganza.

—Nadie esperaba que ese sacrificio se viera recompensado con la cesión del gobierno de la ciudad a uno de los Banū Qasī…

—Entonces sus partidarios eran mayoría, Ahmed. Pero eso ha cambiado, ¿no es cierto?

—Así es, así es —recalcó—. Mutarrif no conseguía dominar las continuas revueltas en la ciudad y…

—Revueltas en las que adivino que vosotros tendríais algo que ver —lo interrumpió Amrús con gesto irónico.

—No sólo nosotros… también los partidarios del gobernador nombrado por el emir, luego depuesto por los partidarios de los Banū Qasī.

—¿Sigue Abbas encarcelado?

—En efecto, si es que no ha muerto ya… Pero, como te explicaba, la inestabilidad ha empujado a Mutarrif a tomar medidas muy impopulares.

—La inestabilidad… —intervino otro—, ¡y esa furcia que tiene por esposa!

—¿Belasquita? —inquirió Amrús.

Ahmed afirmó con la cabeza.

—Toda la ciudad sabe que fue ella quien persuadió a su esposo para que empleara la mano dura… ¡y vaya si lo ha hecho! Desde el verano han sido ejecutados más de una decena de opositores, todos en público, como escarmiento. Entre ellos, cuatro de tus partidarios.

—Eso nos favorece —señaló Amrús—, una cristiana alentando al gobernador para que ejecute a musulmanes… y no sólo árabes, sino muladíes también.

—Es algo que ya se ha vuelto contra el gobernador… Nos hemos encargado de extender rumores sobre el supuesto interés de esa zorra por entregar la ciudad a su padre, ese reyezuelo vascón.

Amrús sonrió con una expresión de aprobación.

—Ésa será parte de vuestra labor a partir de ahora. Tenéis el invierno por delante para ganar adeptos a nuestra causa. Los Banū Amrús han sido los señores de Uasqa durante generaciones… y así debe volver a ser.

Banū Qasī. La guerra de Al Ándalus
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