20

Habían pasado la última noche en la ribera del Uādi Yallaq, a poco más de diez millas de la población de Al Mudawar, y ése era precisamente su destino en la primera parte de aquella jornada. Los tres hermanos habían tratado de reunir el mayor número de efectivos entre los hombres que no habían sido llamados para la defensa de la capital. La mayoría eran muy jóvenes o demasiado viejos, pero contaban con el apoyo de un grupo nutrido de jinetes que Ismail había traído consigo: en Saraqusta no eran fundamentales, pues no había espacio para ellos dentro de las murallas, y por tanto debían mantenerse alejados de la ciudad para no verse aplastados por batallones enteros de la caballería cordobesa. Con todo, no más de dos mil caballos y unos centenares más de mulas habían pastado aquella noche en las fértiles orillas del río, esperando al amanecer para reanudar la marcha.

De los tres hermanos, Lubb era el que se mostraba más impaciente. Había dejado a su hijo solo en Saraqusta frente a todo un ejército que amenazaba con caer sobre la ciudad de un momento a otro, por lo que ansiaba alcanzar Uasqa cuanto antes. Confiaba en que fueran capaces de ejecutar un ataque rápido y efectivo que doblegara las defensas de Amrús, rescatar con vida a Mutarrif y a sus tres hijos, y regresar a tiempo a Saraqusta para hostigar a las fuerzas de asedio del emir. Todo el campamento se encontraba ya en movimiento, con las ligeras tiendas que los protegían de la intemperie sobre las grupas de las monturas. Unos hombres se lavaban en el río, otros atacaban su primera ración del día en pequeños grupos, y algunos más rezaban tras adivinar la orientación correcta por el resplandor que asomaba sobre la meseta que se alzaba al este.

Hacia allí se dirigió una avanzadilla de jinetes, seguidos por el grueso de las tropas. Ascendieron la prolongada ladera cegados por el sol que se alzaba ante ellos y alcanzaron la planicie superior, todavía ligeramente inclinada hacia poniente. Lubb observó a los primeros jinetes en el extremo opuesto, que habían desmontado como si algo les impidiera avanzar y, precavido, dio el alto. Se adelantó para alcanzarles y cuando llegó a su lado le hicieron una señal para que observara con cuidado. Frente a ellos y a su misma altura, se alzaba lejano el castillo de Al Mudawar, y entre ambas elevaciones descubrió a una comitiva que recorría el camino que unía las coras de Uasqa y Saraqusta.

—¿Quiénes son? —preguntó.

—Parece ese muladí de Uasqa, sahib.

—¡Amrús! ¿Qué hace aquí ese bastardo? ¿Adónde se dirige?

—Avanza con banderas desplegadas hacia el sur, pero con escasos efectivos.

—No puede ser tan estúpido para marchar a Saraqusta dejando Uasqa desguarnecida. Eso sólo puede significar…

—Que se dirigen al encuentro de alguien —interrumpió Fortún, que trataba de divisar a lo lejos protegiéndose los ojos con la mano a modo de visera.

—¡Enviad una patrulla de reconocimiento! —ordenó Lubb—. Que alguno de nuestros hombres se infiltre entre ellos, ¡necesitamos esa información!

—La respuesta viene por el sur…

Era Ismail quien había hablado esta vez. Todos volvieron la vista para contemplar cómo en la lejanía, a no menos de diez millas, una inmensa polvareda se alzaba sobre el horizonte.

—¡Allah nos proteja! ¿El emir? —preguntó Lubb en un susurro.

—No puede ser otro —confirmó Fortún.

Los tres hermanos permanecieron juntos allí de pie, tratando de valorar mentalmente las consecuencias de aquello que todos veían.

—¡Necesitamos saber! —estalló Lubb—. Si las tropas de Qurtuba están aquí… ¿qué ha sucedido en Saraqusta?

Lubb se pasó la palma de la mano derecha por los ojos mientras se daba la vuelta y exhalaba un resoplido de incertidumbre e impotencia. Emprendió un caminar nervioso, en círculos, que terminó ante uno de los oficiales.

—Buscad a alguien que conozca este terreno. Necesitamos que baje allí y averigüe lo que está ocurriendo.

—No es necesario buscar a nadie… iré yo.

Era Lubb, el joven hijo de Fortún, ansioso por disponer de una oportunidad para demostrar su arrojo. Mientras esperaba plantado frente a ellos, todos fijaron la mirada en su padre, que, con un atisbo de orgullo en los ojos, hizo un gesto con el que daba su conformidad.

—Adelante, si es tu deseo —dispuso su tío—. No puedo pensar en un oficial más adecuado.

El rostro del muchacho se iluminó mientras su padre lo tomaba del brazo para apartarlo del grupo con discreción.

—Ten cuidado, hijo. Hazte pasar por uno de ellos, no te resultará difícil —le aconsejó—. No hagas demasiadas preguntas en el mismo lugar, mejor trata de escuchar. Mézclate con algún grupo sin levantar sospechas y procura llevar la conversación al terreno que te interesa: unas rondas en alguna cantina sueltan las lenguas… sobre todo intenta averiguar qué ha sucedido en Saraqusta, y cuál es el paradero de tu tío Mutarrif y de tus primos.

Incómodo ante las miradas que les dirigían, el muchacho musitó con impaciencia unas palabras de asentimiento antes de separarse de su padre para preparar su marcha.

Las horas siguientes fueron de incertidumbre para los tres hermanos. Lubb dio a sus oficiales la orden de regresar al punto de partida, pues no tenía ningún sentido avanzar con el ejército de Qurtuba a las puertas de Uasqa. Aun en el caso de que la fortaleza hubiera quedado desguarnecida, no contaban con la seguridad de que los prisioneros se encontraran en ella. Por otra parte, no sería extraña la presencia de algún grupo de reconocimiento que descubriera su presencia allí, y eso era lo último que deseaba.

Sobre la loma que dominaba el valle no quedó más que un reducido destacamento que, con el sol ya en su cénit, confirmó sus suposiciones. Los pendones blancos de los omeyas entraron en el valle a través de su acceso más meridional y, a pesar de la distancia, todos pudieron vislumbrar el encuentro entre el emir Muhammad, rodeado de una portentosa parafernalia, y un grupo de hombres a caballo que no podían ser otros que los de Amrús ibn Umar.

Lubb regresó en las primeras horas de la madrugada, y encontró al centenar de hombres que habían permanecido sobre el promontorio dormitando en sus tiendas. De inmediato se produjo un revuelo en el campamento, y todos comenzaron a agruparse en torno a él.

—Es peor de lo que imaginábamos —soltó el muchacho, que todavía resollaba por el esfuerzo de la cabalgada.

—Dinos, ¿qué has averiguado?

—Había poco que averiguar —respondió con desánimo a su tío Lubb—. Una vez allí, el motivo de los movimientos que habíamos observado resultaba evidente… El emir atacó Saraqusta, pero la defensa de tu hijo debió de resultar eficaz, y al parecer la ciudad no ha sido tomada. Tal vez ni siquiera fuera ése el objetivo principal, porque de inmediato su ejército se puso en marcha hacia aquí.

—Sin duda para liberar Uasqa del dominio de Mutarrif y reponer a Abbas, el anterior gobernador —aventuró Fortún.

—En ese caso, los informadores de Amrús trabajaron con rapidez, porque hace dos días salió a su encuentro, y aquí en Al Mudawar es donde lo ha esperado.

—Pero ¿con qué intención? —se preguntó Fortún impaciente—. ¿Qué ha sido de Mutarrif?

El muchacho hizo un gesto de amargura.

—Vimos a Mutarrif ayer, y a sus hijos, aunque desde la distancia no pudiéramos reconocerlos.

A pesar de la escasa luz de las brasas, Lubb contempló el asombro dibujado por sus palabras en el rostro de todos.

—Amrús se presentó ante el emir con el gobernador Abbas a su lado, liberado y a salvo. Y junto a él, Mutarrif y mis primos… cargados de cadenas. Los… los vi —añadió mirando a su padre y a sus tíos con la tristeza reflejada en la mirada—, desde muy cerca. Los exhibieron como trofeos ante la soldadesca.

—¿Cómo estaban? —se atrevió a preguntar Fortún.

El muchacho negó con la cabeza al tiempo que bajaba la vista al suelo.

—Hubiera querido acercarme a ellos, hacerles saber que nos encontramos aquí, pero estaban rodeados de una multitud que vociferaba, que los insultaba y les escupía. Me habría delatado…

—¿Y Belasquita?

—No fue sencillo preguntar sin levantar sospechas, pero al parecer huyó durante la revuelta de Amrús. Creo que trataron de perseguirla, pero imagino que pronto perderían el interés, sobre todo al saber que el emir se dirigía hacia aquí.

—¡Perdida! ¡La hija del rey García! —se lamentó Fortún.

—Una mujer sola, y creo que no muy habituada a arreglárselas por sí misma —reflexionó Lubb—. Hay que enviar un correo a Banbaluna, su padre debe estar al corriente… y quizá deberíamos enviar patrullas en su busca.

Hizo una señal a uno de los oficiales y se retiró con él a unos codos para darle instrucciones al respecto, mientras su sobrino seguía con el relato.

—Hay algo más… No creo que el rey García pueda hacer nada al respecto.

—¿Qué quieres decir? —intervino Ismail.

—Que en Banbaluna van a tener suficiente con defender sus tierras y sus gentes… La aceifa se dirige hacia allí.

—Pero… eso significa… —Lubb se había reincorporado a la conversación, de la que parecía no haber perdido detalle.

—Eso significa que atravesará y devastará nuestras tierras: Siya, Kara, quizás Ulit… —reflexionó Fortún en voz alta—. ¡Que Allah nos proteja!

—No podremos atender tantos frentes —coincidió Ismail.

—¿Y qué va a ser entonces de Mutarrif y de mis primos? —intervino angustiado el joven Lubb.

Un silencio espeso se apoderó del lugar, mientras las miradas descendían a las llamas que crepitaban en el centro. Fue de nuevo Fortún quien tomó la palabra, serio:

—Los llevarán con ellos mientras dure la expedición… y algo me dice que será larga. Devastarán todo lo que encuentren a su paso, cosechas, ganados, todo será humo y cenizas tras ellos… Y ni siquiera creo que se detengan en Banbaluna. Sólo al final del verano regresarán a Qurtuba, y allí los juzgarán, en público, acusados de sedición. Tal vez el propio emir ejerza como gran qādī.

—¿Cuál puede ser la sentencia, padre?

Fortún hizo un gesto de desaliento.

—Mutarrif, al menos, será condenado a muerte: Qurtuba querrá que el castigo sea ejemplar, para desanimar a cualquier otro que pretenda transitar por la misma senda.

—¡Debemos hacer algo para impedirlo!

—¿Atacar a un ejército de veinte mil hombres? —intervino Ismail con sarcasmo.

—¡Pero es vuestro hermano, vuestros sobrinos!

—¡Daría mi vida por ellos! —aulló Fortún—. Allah es testigo de que daría mi vida por ellos… pero Ismail tiene razón. No van a dejarse arrebatar la pieza que han cobrado.

—Hay una posibilidad de salvar sus vidas, pero no será con la fuerza —señaló Lubb.

Todos volvieron sus rostros hacia él.

—Habrá que negociar su rescate —aclaró.

Ismail asintió con la cabeza.

—Es la única oportunidad que van a tener, pero… ¿qué ofreceremos? Ni todo el oro que podamos reunir convencerá al emir de que cambie su decisión.

—Hablaremos con García. Su hijo Fortún sigue en Qurtuba como rehén, y su nieta Onneca es la primera esposa del príncipe Abd Allah.

—¡Fortún es el hermano de Belasquita! —recordó el joven Lubb—. ¡Onneca intercederá ante su esposo en favor de su tío!

Banū Qasī. La guerra de Al Ándalus
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