Epílogo
mayestático
(Que no es un capítulo)
En todos los libros llega un momento en que debe plantearse una pregunta crucial: «¿Dónde está mi comida?»
Ha llegado ese momento. Sin embargo, también ha llegado el momento de plantear otra pregunta casi igual de importante: «Entonces, ¿qué sentido tiene todo esto?»
Es una pregunta excelente. Deberíamos hacérnosla cada vez que leyéramos algo. El problema es que no tengo ni idea de cómo responderla.
El sentido de este libro, en realidad, es cosa vuestra. Mi objetivo al escribirlo era echar un vistazo a mi vida, exponerla al público y proyectar algo de luz sobre ella. Como Sócrates dijo una vez: «Una vida que no se cuestiona, no merece ser vivida.»
Murió por enseñarle eso a la gente. Yo debería haber muerto hace años, creo. En vez de eso, demostré ser un cobarde. Al final entenderéis a qué me refiero.
Este libro significa lo que vosotros queráis. Para algunos tratará sobre los peligros de la fama. Para otros, sobre cómo convertir tus defectos en virtudes. Para muchos no será más que entretenimiento, y eso tampoco está nada mal. Sin embargo, para otros tratará sobre aprender a cuestionárselo todo, incluso lo que crees.
Porque, veréis, las verdades más importantes siempre son capaces de resistir aunque las cuestiones un poco.
Una semana después de vencer a Archedis y los Bibliotecarios, estaba sentado en la cámara del Consejo de los Reyes. El abuelo Smedry se sentaba a mi izquierda, vestido con su mejor esmoquin. Bastille, a mi derecha, con la armadura bañada en plata de los caballeros de Cristalia. Sí, por supuesto que recuperó su título. Como si los reyes pudieran negárselo después de verla derrotar a Archedis mientras ellos babeaban por el suelo.
Todavía no quedaba claro qué había hecho Archedis exactamente. Por lo que pude entender, había desconectado la Piedra Mental de la Aguja del Mundo. Como la aguja, la Piedra Mental tenía el poder de irradiar energía y conocimientos a todos los que estaban conectados a ella. Archedis había logrado resistirse a la caída colectiva porque él mismo se había desvinculado de la Piedra Mental antes.
En cualquier caso, como tanto Bastille como Archedis estaban desconectados —y los dos llevaban lentes de guerrero—, su velocidad y su fuerza habían quedado igualadas. Y Bastille lo había vencido. Había triunfado gracias a su habilidad y su tenacidad, que, en mi opinión, es lo que indica mejor que nada que alguien merece ser caballero. Había llevado la armadura de plata puesta casi de continuo desde que se la habían devuelto. A la espalda llevaba la espada a la que acababan de vincularla.
—¿Podemos empezar de una vez? —me espetó—. Cristales rayados, Smedry, tu padre es un teatrero.
Sonreí. Aquello era otra señal de que se sentía mejor: volvía a ser el mismo encanto de persona de siempre.
—¿Qué pasa contigo? —preguntó—. Deja de mirarme con esa cara.
—No te estoy mirando —respondí—. Estoy manteniendo un monólogo interior para poner al día a los lectores sobre lo que ha sucedido desde el último capítulo. Se llama desenlace.
Ella puso los ojos en blanco.
—Entonces, esta conversación no puede estar pasando de verdad; es algo que has introducido en el texto mientras escribes el libro, muchos años después. Es un recurso literario; la conversación no existió.
—Ah, vale —dije.
—Qué rarito eres.
Rarito o no, estaba contento. Sí, mi madre había escapado con el libro. Sí, LQNPSN también había escapado. Pero habíamos capturado a Archedis, salvado Mokia y recuperado las lentes de traductor de mi padre.
Se las había enseñado. Él se había sorprendido, se las había guardado y había vuelto a ese «trabajo» tan importante al que dedicaba todo su tiempo. Se suponía que aquel día nos iba a contar de qué se trataba, que iba a presentar sus descubrimientos ante los monarcas. Al parecer, siempre revelaba así el resultado de sus investigaciones.
Por supuesto, la sala era un circo. De verdad, literalmente: había un circo a la entrada del palacio para entretener a los niños mientras sus padres iban a escuchar el gran discurso del mío. El lugar estaba casi tan a rebosar como durante la ratificación del tratado.
Con suerte, esta vez habría menos travesuras. Esos locos Bibliotecarios y sus travesuras...
Había bastantes periodistas esperando al fondo de la sala, deseando escuchar el anuncio de mi padre. Al parecer, cualquier cosa que tuviera que ver con la familia Smedry era una noticia en los Reinos Libres. Esta, sin embargo, era aún más importante.
La última vez que mi padre había convocado una sesión parecida había sido para anunciar que había descubierto el modo de reunir las Arenas de Rashid. La vez anterior había explicado que había descifrado el secreto del cristal de transportador. La gente tenía unas expectativas muy altas con este discurso.
Yo no podía evitar sentir que todo aquello era un poco... malo para el ego de mi padre. Quiero decir, ¿un circo? ¿En serio? ¿Montar un circo para una sola persona?
Miré a Bastille.
—Tú has tenido que vértelas con este tipo de cosas desde pequeña, ¿no?
—¿Este tipo de cosas?
—Fama. Renombre. Gente que presta atención a todo lo que haces.
Ella asintió.
—¿Cómo lo aguantas? —le pregunté—. ¿Sin dejar que te eche a perder?
—¿Y cómo sabes que no me ha echado a perder? ¿No se supone que las princesas son simpáticas, dulces y demás? ¿Que llevan vestidos de color rosa y tiaras?
—Bueno...
—Vestidos de color rosa —repitió Bastille, entornando los ojos—. Una vez me regalaron uno. Lo quemé.
«Ah —pensé—. Es cierto; lo olvidaba.» Bastille superaba el efecto de la fama comportándose como una puñetera psicópata.
—Ya aprenderás a sobrellevarlo, chaval —dijo el abuelo Smedry, que estaba al otro lado—. Puede que tardes un tiempo, pero lo conseguirás.
—Mi padre no lo consiguió.
—Ah, bueno —repuso el abuelo, vacilando—, no sé qué decirte. Creo que sí que lo consiguió durante un tiempo. En la época en la que se casó. Pero creo que después se le olvidó.
En la época en la que se casó. Las palabras me recordaron a Himalaya y Folsom. Les había reservado asientos, pero llegaban tarde. Al mirar a mi alrededor los vi abriéndose paso entre la multitud. El abuelo Smedry les hacía gestos con entusiasmo, aunque estaba claro que ya nos habían visto.
Pero, bueno, así es el abuelo.
—Lo siento —dijo Folsom mientras él y su mujer se sentaban—. Hemos estado empaquetando algunas cosas de última hora.
—¿Todavía estáis decididos a seguir con eso? —les preguntó el abuelo.
—Nos mudamos a las Tierras Silenciadas —respondió Himalaya, asintiendo—. Creo... Bueno, aquí hay poco que pueda hacer por mis colegas Bibliotecarios.
—Organizaremos una resistencia clandestina para Bibliotecarios buenos —añadió Folsom.
—Falsotecarios —dijo Himalaya—. ¡Ya he empezado a trabajar en un folleto!
Sacó una hoja: «Diez pasos para ser menos malvado —decía—. Una guía práctica para los que quieran quitarle el adjetivo al nombre.»
—Suena... genial —respondí.
No estaba seguro de qué otra cosa decir. Por suerte para mí, mi padre eligió ese preciso instante para hacer su entrada..., lo que me viene estupendamente bien, además, porque esta escena empezaba a quedar demasiado larga.
Los monarcas estaban sentados tras una larga mesa de cara a un podio elevado. Todos guardaron silencio cuando se acercó mi padre, que iba vestido con la túnica oscura que lo identificaba como científico. La multitud calló.
—Como quizás hayan oído —dijo, y su voz se oyó por toda la sala—, hace poco que regresé de la Biblioteca de Alejandría. Pasé un tiempo como Conservador y escapé de sus garras con el alma intacta gracias a mi inteligente plan.
—Sí —masculló Bastille—, su inteligente plan y una ayuda que no se merecía.
Sing, que estaba sentado delante de nosotros, le lanzó una mirada de desaprobación.
—El objetivo de todo esto —siguió explicando mi padre— era obtener acceso a los legendarios textos reunidos y controlados por los Conservadores de Alejandría. Tras haber logrado fabricar unas lentes de traductor con las Arenas de Rashid...
Se oyeron murmullos entre el público.
—... fui capaz de leer los libros en el idioma olvidado. Los Conservadores me atraparon y me convirtieron en uno de ellos, pero seguía conservando el libre albedrío necesario para sacar las lentes de entre mis pertenencias y utilizarlas para leer. Así pude estudiar los contenidos más valiosos de la biblioteca.
Dejó de hablar y se inclinó sobre el podio, esbozando una sonrisa triunfal. Es cierto que sabía cómo resultar encantador cuando quería impresionar a los demás.
En aquel momento, al mirar aquella sonrisa, juraría que lo había visto en alguna parte, mucho antes de mi visita a la Biblioteca de Alejandría.
—Lo que hice —siguió explicando mi padre— fue peligroso; puede que algunos lo califiquen de audaz. No estaba seguro de si, al convertirme en Conservador, contaría con la libertad suficiente para estudiar los textos, ni si sería capaz de utilizar mis lentes para leer el idioma olvidado. —Hizo una pausa teatral—. Pero lo hice de todos modos. Porque así somos los Smedry.
—Esa frase me la ha robado, por cierto —nos susurró el abuelo Smedry.
Mi padre siguió hablando.
—Me he pasado las dos últimas semanas escribiendo las cosas que memoricé cuando era Conservador. Secretos perdidos en el tiempo, misterios solo conocidos por los incarna. Los he analizado, y soy el único capaz de leer y entender las obras que acumularon a lo largo de dos milenios. —Miró a los presentes—. Gracias a todo esto he descubierto el método empleado para crear los Talentos de los Smedry y transmitírselos a mi familia.
«¿Qué?», pensé, conmocionado.
—Imposible —dijo Bastille, y la multitud que nos rodeaba se puso a charlar animadamente.
Miré a mi abuelo. Aunque el anciano suele estar más loco que una expedición de contadores de pingüinos a Florida, de vez en cuando capto una chispa de sabiduría en su rostro. Es mucho más profundo de lo que suele parecer.
Se volvió hacia mí, me miró a los ojos, y me di cuenta de que estaba preocupado. Muy preocupado.
—Espero que este descubrimiento dé grandes frutos —dijo mi padre tras silenciar a la multitud—. Con algo más de investigación, creo que podré averiguar cómo conceder Talentos a las personas normales. Me imagino un mundo, en un futuro no demasiado lejano, en el que todos tengan un Talento de los Smedry.
Y ahí acabó. Se retiró del podio y bajó para hablar con los monarcas. En la sala, por supuesto, todo el mundo hablaba del tema. Me encontré de pie, abriéndome paso hasta la parte baja de la sala, donde estaban los monarcas; los caballeros que los protegían me dejaron pasar.
—... necesito acceder a los Archivos Reales —les decía mi padre a los reyes.
—Que no son una biblioteca —tuve que susurrar.
Mi padre no se dio cuenta.
—Creo que allí hay algunos libros que podrían serme útiles en mis investigaciones, ahora que he recuperado mis lentes de traductor. En la Biblioteca de Alejandría destacaba la ausencia de un libro en concreto; los Conservadores afirmaban que su ejemplar se había quemado en un accidente muy extraño. Por suerte, creo que quizás exista otro aquí.
—Ya no está —dije, aunque mi tono parecía bajo comparado con el murmullo de tantas conversaciones.
Attica se volvió hacia mí, al igual que varios de los monarcas.
—¿Cómo dices, hijo? —preguntó mi padre.
—¿Es que no has prestado atención a todo lo sucedido la última semana? —le espeté—. Mi madre tiene el libro. El que tú quieres. Lo robó de los archivos.
Mi padre vaciló y después asintió en dirección a los monarcas.
—Perdonadnos —se excusó, y me llevó a un lado—. ¿Qué es lo que estás diciendo?
—Lo robó —repetí—. El libro que tú querías, el que escribió Alcatraz I. Lo cogió de los archivos. ¡De ahí todo el lío de la última semana!
—Creía que había sido un intento de asesinar a los monarcas.
—Eso solo fue una parte. Te envié un mensaje en plena crisis para pedirte que nos ayudaras a proteger los archivos, ¡pero no hiciste ni caso!
Agitó la mano con indiferencia.
—Estaba ocupado en cosas más importantes. Debes de haberte equivocado... Revisaré los archivos y...
—Ya he mirado. He repasado los títulos de todos los libros escritos en el idioma olvidado. Son todos libros de cocina, de contabilidad y cosas así. Salvo el que se llevó mi madre.
—¿Y permitiste que lo robara? —exigió saber mi padre, indignado.
Permitírselo. Respiré hondo.
La próxima vez que creáis que vuestros padres son frustrantes, os invito a volver a leer este pasaje una vez más.
—Creo que el joven Alcatraz hizo todo lo que pudo por evitar el susodicho robo —dijo una voz nueva.
Mi padre se volvió, y detrás de él estaba el rey Dartmoor, con su corona y su túnica azul. El rey me saludó con la cabeza.
—El príncipe Rikers ha hablado largo y tendido sobre el suceso, Attica. Supongo que no tardaremos en ver una nueva novela.
«Maravilloso», pensé.
—Bueno —repuso mi padre—, supongo que..., bueno, esto lo cambia todo...
—¿Qué significa eso de darle Talentos a todo el mundo, Attica? —quiso saber el rey—. ¿De verdad te parece juicioso? Por lo que he oído, los Talentos de los Smedry pueden ser muy imprevisibles.
—Podemos controlarlos —respondió mi padre, agitando de nuevo la mano con indiferencia—. Ya sabéis cómo sueña la gente con tener nuestros poderes. Pues bien, yo seré el que haga realidad esos sueños.
Así que de eso iba todo: mi padre quería asegurar su legado. Sería el héroe que logró que todos pudieran contar con un Talento.
Pero, si todos tenían un Talento de los Smedry..., ¿qué pasaba con nosotros? Ya no seríamos los únicos con ellos. La idea me mareó un poco.
Sí, sé que es egoísta, pero así fue como me sentí. Creo que quizá sea ese el resumen final del libro: después de tantas dificultades, después de tanta lucha para ayudar a los Reinos Libres, seguía siendo lo bastante egoísta como para querer quedarme los Talentos solo para mí.
Porque los Talentos eran lo que nos hacía especiales, ¿no?
—Tendré que pensar más sobre el tema —dijo mi padre—. Al parecer, habrá que buscar ese libro. Aunque signifique enfrentarse a... ella.
Saludó a los reyes con la cabeza y se alejó. Esbozó una sonrisa para recibir a la prensa, pero me daba cuenta de su preocupación. La desaparición del libro le había fastidiado los planes.
«Bueno —pensé—, ¡debería haber prestado más atención!»
Sabía que era una estupidez, pero no podía evitar la sensación de haberle fallado. De que era culpa mía. Intenté quitarme la idea de la cabeza mientras regresaba con mi abuelo y los demás.
¿Habrían sido mis padres alguna vez como Himalaya y Folsom? ¿Radiantes, cariñosos y emocionados? De ser así, ¿qué había salido mal? Himalaya era una Bibliotecaria, y Folsom, un Smedry. ¿Estaban condenados al mismo destino que mis padres?
Y Talentos de los Smedry para todos. Recordé de nuevo las palabras que había leído en la pared de la tumba de Alcatraz I:
Nuestros deseos nos han hecho caer bajo. Quisimos alcanzar los poderes de la eternidad y otorgárnoslos, pero con ellos hemos traído algo que no pretendíamos...
La maldición de los incarna. Lo que retuerce, lo que corrompe, lo que destruye.
El Talento Oscuro.
Me daba igual adónde se dirigiera mi padre en su obsesión por descubrir cómo «fabricar» Talentos: estaba decidido a seguirlo. Observaría su actividad y me aseguraría de que no hiciera nada demasiado imprudente.
Debía estar preparado para detenerlo, en caso necesario.