Capítulo
18
Me gustaría disculparme. En el primer libro de la serie, cerca del final, me burlé de que los lectores, a veces, se quedaran hasta demasiado tarde leyendo libros. Sé cómo es eso. Te metes tanto en una historia que no quieres que pare. Entonces, el autor hace cosas muy injustas, como enfrentarse a su madre cara a cara al final del capítulo, obligándote a pasar la página y leer lo que sucede después.
Estas cosas son de una terrible injusticia, y no debería dedicarme a tales actividades. Al fin y al cabo, todos los libros buenos deberían tener una cosa: una pausa para ir al baño, por supuesto.
Evidentemente, los personajes podemos ir entre capítulos, pero ¿y vosotros? Tenéis que esperar hasta que llegáis a una parte del libro lenta y aburrida. Como esas partes no existen en mis libros, os obligo a esperar hasta que acabe la historia. Eso no es justo. Así que, preparaos, que aquí tenéis vuestra oportunidad. Es el momento de la parte lenta y aburrida.
El panda peludo es una criatura noble, conocida por sus excelentes habilidades para jugar al ajedrez. Los pandas suelen jugar al ajedrez a cambio de lederhosen, que es lo que compone la mayor parte de su dieta, porque les encanta. También hacen una fortuna a través de los tratos comerciales que les permiten encoger y rellenar de algodón a algunos miembros de su clan para venderlos como muñecos de peluche a los niños pequeños. Existe una teoría muy extendida que dice que, uno de estos días, todos estos pandas de peluche se alzarán y dominarán el mundo. Y será divertido, porque los pandas molan.
Vale, ¿habéis terminado ya? Genial. Ahora quizá podamos seguir con la historia. Es muy molesto tener que esperaros de este modo, así que deberíais agradecerme la paciencia.
Mi madre me quitó el libro e hizo enérgicas señas al oculantista oscuro pecoso.
—Fitzroy, ven aquí.
—Sí, sí, Shasta —respondió él, quizá con demasiado entusiasmo. La miró con adoración—. ¿Qué es?
—Lee esto —le pidió mientras le pasaba el libro y las lentes de traductor.
El joven aceptó el libro y las lentes; me asqueaba lo ansioso que estaba por agradar a mi madre. Me alejé unos centímetros mientras alzaba la mano hacia la pared más cercana.
—Pues, sí... —dijo Fitzroy—. ¡Este es, Shasta! ¡Justo el libro que queríamos!
—Excelente —respondió mi madre, alargando el brazo para cogerlo.
En aquel momento, toqué la pared de cristal y liberé una enorme ráfaga de poder de rotura. Sabía que era capaz de romper el cristal y contaba con ello. En otras circunstancias ya había sido capaz de usar cosas como paredes, mesas e incluso estelas de humo como conductores; igual que un cable conduce la electricidad, un objeto podía conducir por su interior mi poder de rotura y destrozar lo que estuviera al otro extremo.
Era un riesgo, pero no pensaba dejar a mis aliados solos en una habitación llena de Bibliotecarios. Y menos cuando uno de esos aliados era el novelista oficial de Alcatraz Smedry. Tenía que pensar en mi legado.
Por suerte, funcionó. El poder de rotura se movió por la pared como ondas por un lago y las lámparas estallaron.
Todo se sumió en la oscuridad.
Di un salto adelante y recuperé el libro, que Fitzroy estaba entregando a Shasta. Oí voces de sorpresa y a mi madre maldecir. Corrí hacia la puerta, salí al pasillo iluminado del otro lado y me quité a toda prisa las lentes de disfrazador.
Se oyó un fuerte golpe que procedía del interior de la habitación. Después surgió un rostro de la oscuridad: un matón de los Bibliotecarios. Me encogí y me preparé para la pelea, pero el hombre de repente hizo una mueca de dolor y cayó al suelo. Bastille saltó sobre él mientras el Bibliotecario gruñía y le agarró la pierna; su hermano, el príncipe, corría detrás de ella.
Urgí al príncipe a salir, aliviado al comprobar que Bastille había comprendido mis gestos con la mano. Aunque había usado la señal universal para «espera un segundo y después corre hacia la puerta», resulta que esa señal es la misma que para «necesito un batido; creo que en esa dirección lo encontraré».
—¿Dónde está Folsom...? —empecé a preguntar, pero el crítico apareció poco después llevando la novela de Rikers en la mano, preparado para abrirla y empezar a bailar en cuanto hiciera falta. Salió por la puerta resoplando, mientras Bastille apartaba de nuestro camino a otro matón que había sido lo bastante listo como para ir hacia la luz. Solo habían transcurrido unos segundos, pero estaba preocupado: ¿dónde se habían metido Himalaya y Sing?
—Puntúo esta huida con un tres y medio sobre siete y seis octavos, Alcatraz —dijo Folsom, nervioso—. Un concepto inteligente, pero una ejecución bastante estresante.
—Tomo nota —respondí, preocupado, mientras miraba a mi alrededor.
¿Dónde estaban nuestros soldados? Se suponía que debían estar apostados allí, en el hueco de las escaleras, pero no había nadie. De hecho, aquellas escaleras tenían algo extraño.
—¿Chicos? —dijo Rikers—. Creo que...
—¡Ahí! —exclamó Bastille, señalando a Himalaya y Sing, que acababan de surgir de entre las sombras de la sala. Los dos salieron corriendo por la puerta, y yo la cerré de golpe y usé mi poder para atascar el cierre.
—¿Qué ha sido ese golpe? —pregunté.
—Tropecé con un par de hileras de libros —respondió Sing— y los tiré sobre los Bibliotecarios para mantenerlos distraídos.
—Muy listo —comenté—. Vámonos de aquí.
Empezamos a subir corriendo las escaleras, cuyos escalones de madera crujían bajo nuestros pies.
—Eso ha sido arriesgado, Smedry —dijo Bastille.
—¿Esperabas menos de mí?
—Por supuesto que no —me soltó—, pero ¿por qué entregar el libro a la Bibliotecaria?
—Lo recuperé —respondí, sosteniéndolo en alto—. Además, ahora sabemos con certeza que es el tomo que buscaban.
Bastille ladeó la cabeza.
—Vaya. A veces eres listo.
Sonreí. Por desgracia, lo cierto es que, en aquel momento, ninguno de nosotros estaba siendo demasiado listo. Salvo Rikers, por supuesto, y habíamos decidido no hacerle caso, lo que suele ser buena idea.
Salvo, por supuesto, cuando corres por la escalera equivocada. Al final me di cuenta y me quedé paralizado, lo que obligó a los demás a pararse en seco.
—¿Qué pasa, Alcatraz? —preguntó Sing.
—Las escaleras —respondí—. Son de madera.
—¿Y?
—Antes eran de piedra.
—¡Es lo que intentaba deciros! —exclamó el príncipe Rikers—. Me pregunto cómo habrán transformado el material de los escalones.
De repente me quedé horrorizado. Teníamos la puerta justo delante. Me acerqué, nervioso, y la empujé.
Daba a la cámara de un castillo con aspecto medieval, completamente distinto al edificio en el que estaban nuestros soldados. Aquella sala tenía alfombras rojas, estantes con libros a lo lejos y estaba llena de unos doscientos soldados de los Bibliotecarios.
—¡Cristales rayados! —exclamó Bastille, cerrando de un portazo—. ¿Qué está pasando?
Sin hacerle caso, de momento, bajé corriendo los escalones. Los Bibliotecarios que se habían quedado encerrados en la sala de los archivos golpeaban la puerta para intentar derribarla. Ahora que me paraba a meditarlo, el rellano que había frente a la puerta era muy distinto de como era antes: mucho más grande y con una puerta a la izquierda.
Mientras los demás bajaban las escaleras detrás de mí, abrí la puerta de la izquierda. Daba a una enorme cámara llena de cables, hojas de cristal y científicos con batas blancas. También había contenedores a ambos lados del cuarto; contenedores que, estoy seguro, estaban llenos de arena brillante.
—En nombre de las Arenas, ¿qué está pasando aquí? —quiso saber Folsom, que se asomó por encima de mi hombro.
—Ya no estamos en el mismo edificio, Folsom —contesté, pasmado.
—¿Qué?
—¡Nos han intercambiado! El archivo lleno de libros, toda la sala de cristal... ¡la han cambiado por otra sala utilizando el cristal de transportador! No estaban excavando un túnel para entrar, ¡sino excavando las esquinas para poder meter el cristal y teletransportar la habitación!
Era una idea genial. El cristal era irrompible y las escaleras estaban protegidas, pero ¿qué pasaba si cogías toda la habitación y la sustituías por otra? Así podías buscar el libro que necesitabas, volver a intercambiar las salas, y nadie sabría nada.
La puerta que teníamos detrás se abrió de golpe y, al volverme, me encontré con un grupo de musculosos Bibliotecarios que habían conseguido entrar en el hueco de las escaleras. Noté que Bastille se tensaba en preparación para el combate y que Folsom iba a abrir la novela con la música.
—No —les pedí—. Nos han derrotado. No malgastéis vuestra energía luchando.
Parte de mí se extrañó mucho al ver que me hacían caso. Incluso Bastille obedeció mi orden. Había supuesto que el príncipe se me adelantaría y tomaría el mando, pero parecía más que satisfecho limitándose a mirar. Hasta parecía emocionado.
—¡Maravilloso! —me susurró—. ¡Nos han capturado!
«Sí, genial», pensé mientras mi madre se abría paso a través de la puerta rota. Me vio y sonrió, una expresión muy poco habitual en ella. Era la sonrisa del gato que acababa de encontrar un ratón con el que jugar.
—Alcatraz —dijo.
—Madre —respondí con frialdad.
Ella arqueó una ceja.
—Atadlos —les dijo a sus matones—. Y traedme ese libro.
Los matones sacaron las espadas y nos condujeron a la sala de los científicos.
—¿Por qué me has detenido? —me siseó Bastille.
—Porque no habría servido de nada —susurré a mi vez—. Ni siquiera sabemos dónde estamos; podríamos estar de vuelta en las Tierras Silenciadas, incluso. Tenemos que regresar a los Archivos Reales.
Esperé a que alguien saltara con el inevitable «que no son una Biblioteca», pero no sucedió. Me percaté de que nadie más nos oía; al fin y al cabo, esa es la idea de susurrar, en realidad. Eso y sonar más misteriosos, claro.
—Entonces, ¿cómo volveremos? —preguntó Bastille.
Miré el equipo que nos rodeaba. Teníamos que activar las máquinas silimáticas y volver a intercambiar las habitaciones, pero ¿cómo?
Antes de poder preguntar sobre eso a Bastille, los matones nos separaron y nos ataron con cuerdas. No era gran cosa, ya que mi Talento podía romper cuerdas en un instante, y si los matones suponían que estábamos atados, quizá se relajarían y nos darían una oportunidad para escapar.
Los Bibliotecarios se pusieron a rebuscar en nuestros bolsillos y a depositar nuestras pertenencias —incluidas todas mis lentes— en una mesa baja. Después nos obligaron a tirarnos al suelo, que estaba esterilizado y era blanco. La habitación en sí hervía de actividad, ya que los Bibliotecarios y los científicos no paraban de comprobar monitores, cables y paneles de cristal.
Mi madre hojeó el libro sobre la historia de los Smedry, aunque, por supuesto, no podía leerlo. Su lacayo, Fitzroy, estaba más interesado en mis lentes.
—Las lentes de traductor —comentó al cogerlas—. No me vendrán mal.
Se las metió en el bolsillo y siguió con las otras.
—Lentes de oculantista —dijo—. Aburrido. —Las dejó a un lado—. Un único cristal sin tintar —comentó al ver las de buscaverdades—. Seguramente no vale nada.
Después se lo pasó a un científico, que lo encajó en una montura.
—¡Ah! —exclamó Fitzroy—. ¿Son lentes de disfrazador? ¡Por fin algo valioso!
El científico le devolvió las gafas con las lentes de buscaverdades, pero Fitzroy las dejó a un lado, cogió las de disfrazador y se las puso. De inmediato cambió de forma y se convirtió en una versión mucho más musculosa y guapa de sí mismo.
—Ummm, muy bien —comentó mientras se examinaba los brazos.
«¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí?», pensé.
—Ah, casi se me olvida —dijo Shasta mientras sacaba algo de su bolso. Lanzó unos cuantos brazaletes de cristal a sus matones—. Ponédselos a ese, a ese y a ese —les ordenó, señalándonos a Folsom, a Sing y a mí.
Los tres Smedry. Mala señal. Quizás hubiera llegado el momento de escapar, pero... estábamos rodeados y todavía no sabíamos cómo usar las máquinas para regresar. Antes de poder decidirme, uno de los matones me puso un brazalete en el brazo y lo cerró.
No noté nada diferente.
—Lo que no estás sintiendo —explicó mi madre, como de pasada— es la pérdida de tu Talento. Es cristal de inhibidor.
—¡El cristal de inhibidor es un mito! —exclamó Sing, espantado.
—No según los incarna —respondió mi madre, sonriendo—. Os sorprendería saber lo que hemos aprendido de estos libros en el idioma olvidado.
Cerró el libro que tenía en las manos. Vi que esbozaba una sonrisa de satisfacción mientras abría un cajón que había bajo la mesa y metía dentro el libro. Cerró el cajón y entonces, curiosamente, cogió uno de los anillos de cristal de inhibidor y se lo puso en el brazo.
—Son muy prácticas estas pulseras —dijo—. Los Talentos de los Smedry son más útiles cuando puedes decidir en qué momento activarlos.
Mi madre tenía el mismo Talento que mi padre, perder cosas, que había ganado gracias a su matrimonio con él. Mi abuelo creía que nunca había aprendido a controlarlo, así que imaginaba por qué querría un cristal de inhibidor.
—Tu gente solo quiere controlarlo todo —dijo Sing, que forcejeaba con los matones mientras estos le ponían el brazalete—. Queréis que el mundo sea normal y aburrido, sin libertad ni incertidumbre.
—Ni yo misma lo habría explicado mejor —respondió mi madre, llevándose las manos a la espalda.
Las cosas se ponían feas. Solté un improperio. Debería haber dejado a Bastille luchar y haber aprovechado la confusión para encontrar el modo de activar el intercambio. Sin nuestros Talentos, estábamos metidos en un buen lío. Comprobé mi Talento de todos modos, pero nada. Era una sensación muy extraña, como intentar arrancar tu coche y que solo haga un ruidito desolador.
Agité el brazo para ver si podía quitarme el cristal de inhibidor, pero estaba bien sujeto. Apreté los dientes. Quizá pudiera usar de algún modo las lentes de la mesa.
Por desgracia, las únicas que quedaban eran mis lentes básicas de oculantista y las de buscaverdades. «Genial», pensé, deseando, no por primera vez, que el abuelo Smedry me hubiera dado algunas lentes que pudiera usar en una pelea.
En cualquier caso, tenía que conformarme con lo que había. Estiré el cuello, contoneándome de lado, hasta que por fin logré tocar el lateral de las gafas de buscaverdades con la mejilla. Podía activarlas siempre que estuviera tocando la montura.
—Eres un monstruo —dijo Sing, que seguía hablando con mi madre.
—¿Un monstruo? —preguntó Shasta—. ¿Porque me gusta el orden? Creo que aprobarás nuestras costumbres cuando veas lo que podemos hacer por los Reinos Libres. ¿Acaso no eres Sing Sing Smedry, el antropólogo? He oído que te fascinan las Tierras Silenciadas. ¿Por qué hablas tan mal de los Bibliotecarios si tan fascinado estás con nuestras tierras?
Sing guardó silencio.
—Sí —siguió diciendo Shasta—, todo será mejor cuando gobiernen los Bibliotecarios.
Me quedé paralizado. Apenas podía verla a través de las lentes, ya que tenía la cabeza sobre la mesa. Sin embargo, las palabras que acababa de pronunciar... no eran del todo ciertas. Al decirlas, vi que dejaba escapar una nube de aire enturbiada de gris. Era como si mi madre no estuviera segura de que fueran verdad.
—Señora Fletcher —dijo uno de los Bibliotecarios al acercarse—, he informado a mis superiores sobre nuestros prisioneros.
Shasta frunció el ceño.
—Ya... veo.
—Por supuesto, nos los entregará —añadió el soldado—. Creo que ese es el príncipe Rikers Dartmoor... Podría ser un preso muy valioso.
—Son mis prisioneros, capitán —respondió Shasta—. Yo decidiré lo que hacer con ellos.
—¿Ah, sí? Este equipo y estos científicos pertenecen a Los Huesos del Escriba. A usted solo se le prometió el libro. Dijo que podríamos quedarnos con cualquier otra cosa que hubiera en la sala. Pues bien, queremos quedarnos con estas personas.
«¿Los Huesos del Escriba? —pensé—. Eso explica lo de los cables.»
Los Huesos del Escriba eran la secta bibliotecaria a la que le gustaba mezclar la tecnología de los Reinos Libres con la tecnología de las Tierras Silenciadas. Seguramente por eso había cables que salían de los contenedores de arena brillante. En vez de abrir los contenedores y bañar el cristal de luz, los Bibliotecarios usaban cables e interruptores.
Aquello podría sernos de gran ayuda. Significaba que quizás hubiera un modo de usar la maquinaria para activar el intercambio.
—Insistimos —dijo el jefe de los soldados—. Puede quedarse con el libro y con las lentes, pero nosotros nos quedamos con los prisioneros.
—Muy bien —le espetó mi madre—, os los podéis quedar. Pero quiero la devolución de la mitad de lo pagado para compensarlo.
Noté una punzada en el pecho. Así que, efectivamente, era capaz de venderme. Como si yo no fuera nada.
—Pero Shasta —intervino el joven oculantista, acercándose a ella—. ¿Los vas a entregar? ¿Incluso al chico?
—No significa nada para mí.
Me quedé paralizado.
Era mentira.
Lo vi con absoluta claridad a través de la esquina de las lentes: cuando dijo las palabras, de la boca le salió un lodo negro.
—Shasta Smedry —dijo el soldado, sonriendo—, ¡la mujer que se casó solo para conseguir un Talento y que engendró a un hijo solo para venderlo al mejor postor!
—¿Por qué iba a sentir algo por el hijo de un nalhalliano? Lleváoslo, no me importa.
Otra mentira.
—Vamos a terminar con esto de una vez —concluyó.
Se expresaba con tanto control, con tanta calma... Nadie se habría imaginado que mentía más que hablaba.
Pero... ¿qué quería decir? Era imposible que se preocupara por mí. Shasta era una persona terrible y malvada. Los monstruos como ella no tenían sentimientos.
Era completamente imposible que se preocupara por mí. No quería que lo hiciera. Era mucho más sencillo dar por supuesto que no tenía corazón.
—¿Qué pasa con mi padre? —acabé susurrando—. ¿También lo odias a él?
Ella se volvió hacia mí y me miró a los ojos. Abrió los labios para hablar, y me pareció ver una estela de humo negro que empezaba a salir de ellos para derramarse por el suelo.
Entonces, el humo desapareció.
—¿Qué está haciendo? —dijo de repente, señalándome—. ¡Fitzroy, creía haberte ordenado que mantuvieras esas lentes en un lugar seguro!
El oculantista dio un brinco de la sorpresa y corrió a quitarme las lentes de buscaverdades para guardárselas en el bolsillo.
—Lo siento —dijo. Después cogió las otras lentes y se las metió en otro bolsillo de su abrigo.
Me eché hacia atrás, frustrado. ¿Y ahora qué?
Era Alcatraz Smedry, valiente y brillante. Habían escrito libros sobre mí. Rikers sonreía como si todo fuera una gran aventura, y yo suponía por qué: no se sentía amenazado; me tenía a mí para salvarlo.
Fue entonces cuando entendí lo que el abuelo Smedry había estado intentando decirme: la fama en sí no era mala. Los halagos no eran malos. El peligro consistía en creerte que de verdad eras como los demás suponían que eras.
Yo me había metido en aquel lío creyendo que mi Talento nos podría sacar de él. Bueno, pues no era así. Nos había puesto en peligro porque estaba tan seguro de mí mismo que me había vuelto arrogante.
Y vosotros tenéis parte de culpa. Todo esto es el resultado de la adoración. Creáis héroes para vosotros usando nuestros nombres, pero esas invenciones son tan increíbles, tan sublimes que la realidad no está a la altura. Nos destruís, nos consumís.
Y yo soy lo que queda cuando termináis.