Capítulo
9

Los cambios de capítulo son muy útiles, ya que te permiten saltarte las partes aburridas de las historias. Por ejemplo, después de seguir —y perder— a mi madre, tuvimos un agradable paseo de vuelta al Torreón Smedry. Lo más emocionante fue que paramos porque Folsom necesitaba ir al servicio.

Quizás os hayáis dado cuenta de que los personajes de los libros rara vez van al váter. Existen varias explicaciones. En ocasiones es porque muchos libros —a diferencia de este— no son reales, y todo el mundo sabe que los personajes ficticios «se aguantan» lo que haga falta. Se limitan a esperar hasta el final de la historia para ir al baño.

En libros como este, que son reales, tenemos más problemas. Al fin y al cabo no somos personajes ficticios, así que tenemos que esperar hasta los cambios de capítulo, cuando nadie mira. En los capítulos más largos puede ponerse más complicado el tema, pero somos bastante sacrificados (me da mucha pena la gente de las novelas de Terry Pratchett, la verdad).

El carruaje nos acercó hasta la oscura piedra del Torreón Smedry, y me sorprendió descubrir que había un pequeño grupo de gente delante.

—Otra vez no —dijo Himalaya con un suspiro cuando algunas personas empezaron a agitar trozos de cristal hacia mí, haciéndome fotos a su extraña manera.

—Lo siento —añadió Folsom, haciendo una mueca—. Podemos echarlos, si quieres.

—¿Por qué íbamos a hacer eso? —pregunté.

Después de la decepción de perder a Shasta, sentaba bien ver a gente deseando volver a halagarme.

Himalaya y Folsom se miraron.

—Entonces te esperamos dentro —dijo Folsom mientras ayudaba a Himalaya a bajar.

Yo también bajé de un salto para encontrarme con mis devotos admiradores.

Los primeros en acercarse llevaban fajos de papel y plumas. Hablaban todos a la vez, así que intenté tranquilizarlos alzando las manos. No funcionó; se limitaron a seguir hablando para intentar llamar mi atención.

Así que rompí la barrera del sonido.

No lo había hecho antes, pero mi Talento es capaz de hacer cosas muy raras. Estaba allí de pie, frustrado, con las manos en el aire, deseando que se callaran, y mi Talento entró en acción. Se oyeron dos crujidos, como un par de latigazos.

La multitud guardó silencio. Di un bote, sobresaltado por los diminutos estallidos sónicos que había provocado.

—Estooo, sí, ¿qué queréis? —pregunté—. Y antes de que empecéis a discutir, vamos a empezar por ti, el del fondo.

—Entrevista —respondió el hombre, que llevaba un sombrero como el de Robin Hood—. Represento al Gremio de los Pregoneros del Este. Queremos escribir un artículo sobre ti.

—Oh —respondí, porque sonaba guay—. Sí, podemos hacerlo, pero ahora mismo no. ¿Esta noche, algo más tarde?

—¿Antes o después del voto? —preguntó el hombre.

«¿El voto? —pensé—. Ah, claro, el voto sobre el tratado con los Bibliotecarios.»

—Pues... después del voto.

Los demás empezaron a hablar, así que alcé las manos con aire amenazador y los silencié. Todos los periodistas querían entrevistas. Concerté citas con cada uno de ellos y se marcharon.

El siguiente grupo de personas se acercó. Estas no parecían periodistas de ningún tipo, lo que estaba bien. Cabe señalar que los periodistas son un poco como los hermanos pequeños: son parlanchines y molestos, y suelen ir en grupo. Además, si les gritas, saben cómo vengarse.

—Señor Smedry —dijo un hombre robusto—. Me preguntaba... Mi hija se casa el fin de semana que viene. ¿Podría celebrar la ceremonia?

—Pues... claro —respondí. Me habían advertido al respecto, pero no dejaba de ser una sorpresa.

Esbozó una sonrisa de oreja a oreja y me dijo dónde era la boda. La siguiente mujer de la cola quería que representara a su hijo en un juicio y que lo defendiera. No sabía bien qué hacer al respecto, así que le dije que ya le contestaría. El siguiente hombre quería que buscara —y castigara— a un malhechor que había robado algunos galfalgos de su jardín. Tomé nota mental de preguntarle a alguien lo que eran los galfalgos y le aseguré que me encargaría.

Había casi treinta personas con preguntas o peticiones por el estilo. Cuanto más me pedían, más incómodo me sentía. En realidad, ¿qué sabía de aquellas cosas? Al final me abrí paso entre ellas mientras hacía promesas vagas a la mayoría.

Había otro grupo más esperándome. Eran jóvenes bien vestidos, entre diecimuchos y veintipocos, y los reconocí de la fiesta.

—¿Rodrayo? —pregunté al que parecía dirigirlos.

—Hola.

—Y... ¿qué queréis de mí?

Un par de ellos se encogieron de hombros.

—Se nos ocurrió que estar cerca de ti sería divertido —explicó Rodrayo—. ¿Te importa que estemos de fiesta un rato contigo?

—Oh... Bueno, claro, supongo.

Conduje al grupo a través de los pasillos del Torreón Smedry, me perdí e intenté hacer como si supiera dónde estaba todo. Los pasillos del Torreón Smedry eran medievales, como debía ser, aunque el castillo resultaba bastante más cálido y acogedor de lo que cabría pensar. Había cientos de habitaciones —el edificio tenía las dimensiones de una mansión—, y de verdad que no sabía por dónde iba.

Al final encontré a unos criados y les pedí que nos condujeran a una sala con sofás y una chimenea. No estaba seguro de lo que quería decir «estar de fiesta conmigo» para Rodrayo y los demás. Por suerte, tomaron la iniciativa y enviaron a los criados a por comida, para después acomodarse en los sofás y sillones, y ponerse a charlar. No sabía bien para qué me necesitaban allí ni quiénes eran la mayoría de ellos, pero habían leído mis libros y creían que mis aventuras eran impresionantes. En mi opinión, eso los convertía en ciudadanos ejemplares.

Acababa de contarles lo de mi lucha contra los monstruos de papel cuando me di cuenta de que no había hablado todavía con el abuelo Smedry. Nos habíamos separado hacía unas cinco horas, y sentí la tentación de dejarlo pasar hasta que viniera a buscarme. Pero necesitábamos más aspirapilas y los criados habían desaparecido, así que decidí dejar a mis nuevos amigos e ir a buscar a los criados para que nos reabastecieran. Quizá supieran dónde estaba mi abuelo.

Sin embargo, encontrar criados resultó ser más difícil de lo que suponía. Me invadió un cansancio muy poco habitual en mí mientras recorría los pasillos, aunque en realidad no había hecho gran cosa durante las últimas dos horas, salvo sentarme y dejar que me adoraran.

Al final localicé una rendija de luz en un corredor de paredes de ladrillo. Resultó salir de una puerta entreabierta, así que me asomé: allí estaba mi padre, sentado a un escritorio, garabateando en un trozo de pergamino. Una lámpara de aspecto antiguo proyectaba una vacilante luz que apenas iluminaba la habitación. Vi muebles lujosos y cristales relucientes: lentes y otras maravillas oculantistas que parecían tener brillo propio gracias a mis gafas. En el escritorio había una copa de vino a medio beber, y todavía llevaba puesto el traje anticuado que había lucido en la fiesta, aunque el nudo de la corbata de volantes estaba deshecho. El cabello, que le llegaba a los hombros, era ondulado y estaba despeinado. Era como una estrella de rock de las Tierras Silenciadas después de dar un concierto nocturno.

De niño a menudo soñaba con cómo sería mi padre. Los únicos detalles que conocía era que me había puesto nombre de cárcel y que me había abandonado. Lo lógico habría sido que me imaginara a una persona horrible.

Sin embargo, en secreto deseaba que hubiera algo más; una buena razón para abandonarme; algo impresionante y misterioso. Me preguntaba si habría estado involucrado en algún tipo de trabajo de riesgo y me había enviado lejos para protegerme.

La llegada del abuelo Smedry y el descubrimiento de que mi padre estaba vivo y, además, trabajaba para salvar los Reinos Libres satisfacía muchos de esos deseos secretos. Al final había obtenido un retrato de cómo podría ser mi padre: una figura deslumbrante y heroica que no había querido librarse de mí, sino que, después de la traición de su mujer, se había visto obligado a entregarme por un bien mayor.

Aquel padre de mis sueños se habría emocionado mucho al reencontrarse con su hijo. Yo esperaba entusiasmo, no indiferencia. Me imaginaba a alguien un poco más como Indiana Jones y un poco menos como Mick Jagger.

—Mi madre estaba allí —dije mientras me colocaba en la entrada.

Mi padre no levantó la mirada de su documento.

—¿Dónde? —preguntó sin tan siquiera sorprenderse por la intromisión.

—En la fiesta de esta tarde. ¿La has visto?

—No podría afirmarlo —respondió.

—Me sorprendió verte allí.

Mi padre no contestó; se limitó a garabatear algo en un pergamino. Por más vueltas que le daba, no conseguía entender a aquella persona; en la fiesta parecía haber estado completamente metido en su papel de superestrella. Pero allí, en su escritorio, parecía absorto en su trabajo.

—¿En qué estás trabajando? —le pregunté.

Suspiró y me miró al fin.

—Entiendo que a veces los niños necesitan distraerse. ¿Puedo pedirles a los criados que te traigan algo? ¿Entretenimiento? Solo tienes que decirlo y se hará.

—No es necesario, gracias.

Asintió con la cabeza y regresó a su trabajo. La habitación quedó en silencio; lo único que se oía era la pluma arañando el pergamino.

Me fui, y ya no me apetecía ni buscar criados ni buscar a mi abuelo. Tenía el estómago revuelto. Como si me hubiera comido tres bolsas enteras de caramelos de Halloween y después me hubieran pegado un puñetazo en la barriga. Empecé a dar vueltas en la dirección aproximada de la habitación en la que había dejado a mis amigos. Sin embargo, cuando llegué me sorprendió verlos entretenidos por alguien insospechado.

—¿Abuelo? —pregunté al asomarme.

—Ah, Alcatraz, muchacho —me saludó el abuelo Smedry, que estaba sentado en una silla de altas patas—. ¡Qué oportuno! Les estaba explicando a estos simpáticos jóvenes que regresarías muy pronto y que no se preocuparan por ti.

No parecían demasiado preocupados, aunque sí que habían encontrado más aperitivos por alguna parte: palomitas y aspirapilas. Me quedé en la entrada. Por algún motivo, la idea de hablar con mis groupies delante del abuelo Smedry me revolvía aún más el estómago.

—Tienes mal aspecto, muchacho —comentó el abuelo mientras se enderezaba—. A lo mejor deberíamos ir a buscar algo que te ayude.

—Creo... que estaría bien.

—¡Volveremos en un pispás! —les dijo el abuelo a los otros mientras saltaba de la silla.

Lo seguí por el pasillo hasta que se detuvo en una intersección de piedra a oscuras y se volvió hacia mí.

—¡Tengo la solución perfecta, chaval! ¡Algo que te hará sentir mejor en un periquete!

—Genial, ¿el qué?

Me dio una bofetada en toda la cara.

Parpadeé de la sorpresa. En realidad no me había hecho daño, pero sí que me había pillado desprevenido.

—¿Qué ha sido eso? —pregunté.

—Te he pegado —respondió el abuelo, y en voz más baja añadió—: Es un viejo remedio familiar.

—¿Para qué?

—Para cuando te comportas como un quejitonto —respondió el abuelo; después suspiró y se sentó en la moqueta del pasillo—. Siéntate, chaval.

Todavía algo perplejo, lo hice.

—Hasta hace un momento estaba hablando con Folsom y su encantadora amiga Himalaya —me dijo el abuelo Smedry, que sonreía con placidez, como si no acabara de darme un guantazo en la cara—. ¡Al parecer, creen que eres un imprudente!

—¿Eso es un problema?

—¡Por el vehemente Verne, claro que no! Me sentí muy orgulloso de ti al escucharlo. Imprudencia y valentía, grandes cualidades de los Smedry. El tema es que dijeron otras cosas sobre ti... Cosas que solo han reconocido después de que les insistiera bastante.

—¿Qué cosas?

—Que eres egocéntrico. Que te crees mejor que la gente normal y que solo hablas de ti. Sin embargo, no es ese el Alcatraz que yo conocía, en absoluto. Así que vengo a investigar... ¿y qué me encuentro? A un puñado de los aduladores de Attica tirados en mi castillo, como en los viejos tiempos.

—¿Los aduladores de mi padre? —pregunté, mirando hacia la habitación de la que habíamos salido—. ¡Pero si son mis admiradores! No los de mi padre.

—¿Ah, sí?

—Sí, han leído mis libros y hablan de ellos todo el rato.

—Alcatraz, chaval, ¿tú has leído esos libros?

—Bueno, no.

—Entonces, ¿cómo narices sabes lo que pone en ellos?

—Bueno...

Aquello era frustrante. ¿Es que no me merecía que por fin alguien me admirara y me respetara? ¿Me alabara?

—Es culpa mía —dijo el abuelo, suspirando—. Debería haberte preparado para la clase de gente que encontrarías aquí. Pero, bueno, creía que utilizarías las lentes de buscaverdades.

Las lentes de buscaverdades. Casi me había olvidado de ellas: podían decirme si alguien mentía. Me las saqué del bolsillo y miré al abuelo Smedry. Él señaló con la cabeza la habitación que estaba más abajo, así que me levanté, vacilante, y me quité las lentes de oculantista mientras regresaba allí.

Miré adentro y me acerqué las lentes de buscaverdades a un ojo.

—¡Alcatraz! —exclamó Rodrayo—. ¡Te hemos echado de menos!

Mientras hablaba parecía escupir escarabajos negros por la boca, que salían retorciéndose y agitándose. Di un bote hacia atrás y me quité las lentes: los escarabajos desaparecieron al hacerlo. Me las volví a colocar con cautela.

—¿Alcatraz? —preguntó Rodrayo—. ¿Qué te pasa? Venga, queremos que nos cuentes más cosas sobre tus aventuras.

Más escarabajos. Solo cabía suponer que mentía.

—Eso, sí —añadió Jasson—. ¡Son muy divertidas!

Mentira.

—¡Ahí está el hombre más importante de la ciudad! —exclamó otro, señalándome.

Mentira.

Salí dando tumbos de la habitación y hui de vuelta por el pasillo. El abuelo Smedry me esperaba, todavía sentado en el suelo.

—Entonces —dije, sentándome a su lado—, son todo mentiras. En realidad nadie me admira.

—Chaval, chaval —respondió mientras me apoyaba una mano en el hombro—, es que no te conocen. ¡Solo conocen las historias y las leyendas! Incluso esos de ahí dentro, por muy inútiles que suelan ser, tienen sus cosas buenas. Pero todo el mundo va a dar por supuesto que te conoce solo porque han oído hablar de ti un montón.

Eran palabras sabias; proféticas, en cierto modo. Desde que dejé las Tierras Silenciadas he sentido que cada persona que me miraba veía a alguien distinto, pero nunca a mí. Mi reputación no ha hecho más que crecer después de los acontecimientos en la Biblioteca del Congreso y la Aguja del Mundo.

—No es fácil ser famoso —dijo el abuelo Smedry—. Cada uno se enfrenta a la fama de un modo distinto. Tu padre se da un atracón de ella y después huye. Me he pasado años intentando enseñarle a controlar su ego, pero me temo que fracasé.

—Creía... —dije, bajando la mirada—. Creía que si mi padre oía a la gente hablar de lo increíble que era yo quizá me mirara de vez en cuando.

El abuelo Smedry guardó silencio.

—Ay, chaval —repuso al fin—. Tu padre es..., bueno, es lo que es. Simplemente tenemos que hacer lo que podamos por quererlo. Sin embargo, me da miedo que la fama te haga lo mismo que le hizo a él. Por eso me emocioné tanto cuando encontraste las lentes de buscaverdades.

—Supuse que eran para usarlas contra los Bibliotecarios.

—¡Ja! Bueno, quizá sirvan de algo contra ellos, pero un agente de los Bibliotecarios astuto sabe evitar las mentiras directas, por si lo pillan.

—Ah —contesté mientras guardaba las lentes.

—De todos modos, ¡tienes mejor aspecto, chaval! ¿Ha funcionado el viejo remedio familiar? Podemos probar otra vez, si quieres...

—No, me siento mucho mejor —respondí mientras levantaba las manos—. Gracias, supongo. Aunque era agradable pensar que tenía amigos.

—¡Y los tienes! Aunque ahora mismo no les hagas mucho caso.

—¿Que no les hago caso? ¿A quiénes?

—Pues a quiénes va a ser. ¿Dónde está Bastille?

—Huyó de mí —respondí—. Para irse con los otros caballeros.

El abuelo resopló.

—Para ir a juicio, te refieres.

—A un juicio injusto —repuse—. Ella no rompió su espada, fue culpa mía.

—Ummm, cierto. Ojalá hubiera alguien dispuesto a hablar en su nombre...

—Espera —contesté—, ¿puedo hacer eso?

—¿Qué te he dicho sobre ser un Smedry, chaval?

—Que puedo casar gente, detenerla y... —Y que podíamos exigir nuestro derecho a testificar en casos legales. Me levanté, sorprendido—. ¡Qué idiota soy!

—Prefiero el término «quejitonto» —repuso el abuelo Smedry—, aunque es probable que sea porque me lo acabo de inventar y siento cierto cariño paternal por él —añadió, guiñándome un ojo.

—¿Todavía hay tiempo? Antes de que empiece su juicio, quiero decir.

—Llevan toda la tarde con él —respondió el abuelo mientras sacaba un reloj de arena—. Y, seguramente, ya están casi listos para dictar una sentencia. Llegar allí a tiempo será complicado. ¡Por la lastrada Lowry, ojalá pudiéramos teletransportarnos usando una caja de cristal mágica que está en el sótano de este mismo castillo! —Hizo una pausa—. ¡Espera, sí que podemos! —Se puso en pie de un salto—. ¡Vamos! ¡Que llegamos tarde!