Capítulo
12

Ahora mismo os estaréis haciendo unas cuantas preguntas, como: «¿Cómo puede ser tan fantástico este libro?» y «¿Por qué resbaló y se cayó la Bibliotecaria?» o «¿Por qué estalló y se estrelló el Viento de Halcón en el capítulo 2?».

¿Creíais que se me había olvidado la última? No, en absoluto. Al fin y al cabo, casi me mato en ese vuelo. Suponía que los Bibliotecarios estarían detrás, como suponían todos los demás, pero ¿por qué lo habían hecho? Y, lo más importante, ¿cómo?

El caso es que todavía no había tenido tiempo de plantearme esas preguntas, por muy vitales que fueran. Estaban sucediendo demasiadas cosas. Pero ya llegaremos a ello.

Además, la respuesta a la segunda pregunta del primer párrafo es obvia: cayó porque estaba echando un vistazo a la sección de No-Fricción de la biblioteca.

Nos acercamos a la sala de audiencias del Torreón Smedry, donde Sing —con su robusto contorno mokiano— hacía guardia. Había llegado el momento de enfrentarse a La Que No Puede Ser Nombrada, la Bibliotecaria más peligrosa de toda la orden de los Guardianes de la Norma. Yo había luchado contra Blackburn, oculantista oscuro, y había sufrido con sus lentes de torturador. Había luchado contra Kilimanjaro de Los Huesos del Escriba, con sus lentes forjadas con sangre y su terrible sonrisa medio metálica. A la jerarquía de los Bibliotecarios no se la podía tratar a la ligera.

Me tensé al entrar en la cámara del castillo con el abuelo Smedry y Folsom, dispuesto a lo que fuera. Sin embargo, la Bibliotecaria no estaba allí. La única persona de la sala era una ancianita con un chal y un bolso naranja.

—¡Es una trampa! —exclamé—. ¡Han enviado a una ancianita como señuelo! Deprisa, anciana, ¡corres grave peligro! ¡Huye mientras aseguramos la zona!

La anciana miró al abuelo Smedry a los ojos.

—Ah, Leavenworth, ¡tu familia siempre resulta encantadora!

—Kangchenjunga Sarektjåkkå —dijo el abuelo Smedry en un tono apagado muy poco habitual en él; casi frío.

—¡Siempre has sido el único capaz de pronunciarlo en este sitio! —repuso Kagechech... Kachenjuaha... La Que No Puede Ser Nombrada.

Hablaba con amabilidad, sin duda. ¿Esta era La Que No Podía Ser Nombrada? ¿La Bibliotecaria más peligrosa? Me sentí un poco decepcionado.

—Eres un amor, Leavenworth —añadió.

El abuelo arqueó una ceja.

—No puedo decir que me alegre de verte, Kangchenjunga, así que quizá sea mejor responder que es interesante hacerlo.

—¿Tiene que ser así? —preguntó—. ¡Pero si somos viejos amigos!

—Difícilmente. ¿Por qué has venido?

La anciana suspiró y después avanzó sobre sus temblorosas piernas, medio arqueadas por la edad, usando un bastón para apoyarse. La sala estaba enmoquetada con una gran alfombra granate y en las paredes había tapices similares, junto con varios sofás de aspecto formal para las reuniones con los dignatarios. Sin embargo, no se sentó en ninguno, sino que se limitó a acercarse a mi abuelo.

—Nunca me has perdonado por aquel pequeño incidente, ¿verdad? —preguntó la Bibliotecaria mientras jugueteaba con su bolso.

—¿Incidente? —repitió el abuelo Smedry—. Kangchenjunga, creo que me dejaste colgando de un precipicio helado, con el pie atado a un bloque de hielo que se derretía poco a poco, y el cuerpo cubierto de beicon y adornado con un cartel en el que se leía: «Comida gratis para lobos.»

La mujer sonrió con melancolía.

—Ah, eso sí que fue una trampa. Los chicos de hoy en día no saben cómo hacerlo bien.

Se metió la mano en el bolso. Me tensé, y ella sacó lo que parecía ser un plato de galletas con trocitos de chocolate envuelto en film transparente. Me las entregó y después me dio unas palmaditas en la cabeza.

—Qué muchacho más simpático —dijo antes de volverse hacia mi abuelo—. Me has preguntado por qué había venido, Leavenworth. Bueno, queremos que los reyes sepan que nos tomamos muy en serio este tratado, así que he venido a hablar antes del voto final de esta noche.

Me quedé mirando las galletas a la espera de que estallaran o algo, pero el abuelo Smedry no parecía preocupado; no apartaba la vista de la Bibliotecaria.

—No permitiremos que se firme el acuerdo —afirmó el abuelo.

La anciana chasqueó la lengua y sacudió la cabeza mientras salía de la sala arrastrando los pies.

—Los Smedry no sabéis perdonar. ¿Qué podemos hacer para demostraros que somos sinceros? ¿Qué solución puede haber a todo esto?

Vaciló al llegar a la puerta, se volvió y nos guiñó un ojo.

—Ah, y no os interpongáis en mi camino. Si lo hacéis, tendré que arrancaros las entrañas, hacerlas picadillo y echárselas a mis peces de colores. ¡Chaíto!

Me quedé boquiabierto. Su aspecto era el de una «amable ancianita», e incluso sonreía de ese modo tan mono que tienen las abuelas mientras mencionaba nuestras entrañas, como si hablara de su último proyecto de calceta. Salió, y un par de guardias del torreón la siguieron.

El abuelo Smedry se sentó en uno de los sofás y respiró hondo mientras Folsom se sentaba a su lado. Sing todavía estaba junto a la puerta, inquieto.

—Bueno, vaya, vaya —comentó el abuelo.

—Abuelo —le dije mientras miraba las galletas—, ¿qué hacemos con esto?

—No creo que debamos comérnoslas —respondió.

—¿Veneno?

—No, pero no cenaremos nada. —Se calló y se rio—. Sin embargo, ¡así somos los Smedry! —Sacó una galleta y le dio un bocado—. Ah, sí, tan buenas como recordaba. Lo mejor de enfrentarse a Kangchenjunga son estos detalles. Es una repostera excelente.

Percibí movimiento a un lado y, al volverme, vi que Himalaya entraba en el cuarto.

—¿Se ha ido ya? —preguntó la antigua Bibliotecaria de pelo oscuro.

—Sí —respondió Folsom, que se puso en pie de inmediato.

—Esa mujer es espantosa —dijo Himalaya antes de sentarse.

—Diez de diez en maldad —repuso Folsom.

Yo seguía sospechando de Himalaya, que se había quedado fuera porque no quería enfrentarse a una antigua colega. Pero eso la había dejado sin vigilancia, ¿qué había estado haciendo? ¿Colocar una bomba, como la que voló en pedazos el Viento de Halcón? ¿Veis? Ya os dije que no se me había olvidado.

—Necesitamos un plan —dijo el abuelo Smedry—. Solo quedan unas cuantas horas para el voto del tratado. ¡Tiene que haber un modo de evitarlo!

—Señor Smedry, he estado hablando con el resto de los nobles —dijo Sing—. No... tiene buena pinta. Están todos muy cansados de la guerra. Quieren que acabe.

—Estoy de acuerdo en que la guerra es terrible —repuso el abuelo—, pero, por el cuidadoso Campbell, ¡entregar Mokia no es la respuesta! Debemos demostrárselo.

Nadie respondió. Los cinco permanecimos un rato sentados allí, pensando. El abuelo Smedry, Sing y Folsom disfrutaron de las galletas, pero yo me contuve. Himalaya tampoco comía. Si estaban envenenadas, ella lo sabría.

Poco después entró un criado.

—Señor Smedry —dijo el chico—, Cristalia solicita un momento de intercambio.

—Aprobado —respondió el abuelo.

Himalaya por fin cogió una galleta y se la comió. «A la porra mi teoría», pensé, suspirando. Poco después apareció Bastille.

Me levanté, sorprendido.

—¡Bastille! ¡Estás aquí!

Ella parecía desconcertada, como si acabaran de darle unas cuantas bofetadas seguidas. Me miró, pero le costaba enfocar la vista.

—Sí... Sí, aquí estoy.

Aquello me provocó escalofríos. Lo que le habían hecho en Cristalia debía de haber sido horrible si ahora era incapaz de responder con sarcasmo a mis comentarios tontos. Sing corrió a acercarle una silla. Bastille se sentó con las manos en el regazo; ya no llevaba el uniforme de escudero de Cristalia, sino una túnica y unos pantalones genéricos de color marrón, como muchas de las personas que había visto en la ciudad.

—¿Cómo te sientes, niña? —le preguntó el abuelo.

—Fría —susurró ella.

—Estamos intentando dar con el modo de evitar que los Bibliotecarios conquisten Mokia, Bastille —dije—. Quizá..., quizá puedas ayudarnos.

Ella asintió con aire ausente. ¿Cómo iba a colaborar con nosotros para exponer la trama de los Bibliotecarios y, por tanto, recuperar su rango de caballero, si apenas conseguía hablar?

El abuelo Smedry me miró.

—¿Tú qué crees?

—Creo que voy a ir a romper unas cuantas espadas de cristal —solté.

—No sobre Bastille, chaval. Te aseguro que todos estamos de acuerdo sobre el modo en que la han tratado. Pero ahora mismo tenemos problemas más importantes.

—Abuelo —respondí, encogiéndome de hombros—, no sé nada sobre la política de las Tierras Silenciadas, ¡así que menos de la de Nalhalla! No tengo ni idea de qué debemos hacer.

—¡No podemos quedarnos aquí sentados! —exclamó Sing—. Mi gente muere mientras hablamos. Si los demás Reinos Libres retiran su apoyo, Mokia no contará con los suministros necesarios para seguir luchando.

—¿Y si...? ¿Y si le echo un vistazo al acuerdo? —se ofreció Himalaya—. Quizá si lo leyera podría ver algo que los de Nalhalla no habéis visto. Algún truco que los Bibliotecarios oculten en la manga y que podamos enseñar a los monarcas.

—¡Excelente idea! —afirmó el abuelo Smedry—. ¿Folsom?

—La llevaré al palacio —respondió Folsom—. Allí hay una copia pública que podemos leer.

—Señor Smedry —intervino Sing—, creo que deberías hablar de nuevo con los reyes.

—¡Lo he intentado, Sing!

—Sí —respondió el mokiano—, pero quizás deberíais dirigirte a ellos formalmente, en una sesión. Puede que..., no sé, puede que eso los avergonzara ante la multitud.

El abuelo Smedry frunció el ceño.

—Bueno, sí. ¡Aunque preferiría una infiltración intrépida!

—Aquí no hay... demasiados lugares en los que infiltrarse —dijo Sing—. Toda la ciudad se lleva bien con nosotros.

—Salvo la embajada de los Bibliotecarios —repuso el abuelo, con ojos relucientes.

Permanecimos sentados un momento y después miramos a Bastille. Se suponía que ella era la voz de la razón, la que nos diría que debíamos evitar hacer cosas..., bueno, hacer cosas estúpidas.

Sin embargo, ella se limitaba a mirar al frente, pasmada después de lo que le habían hecho.

—Maldición —gruñó el abuelo—. ¡Que alguien me diga que infiltrarse en la embajada es una idea horrorosa!

—Es una idea horrorosa —respondí—. Aunque no sé bien por qué.

—¡Porque no es probable que encontremos algo útil! —exclamó el abuelo—. Son demasiado listos para eso. Como mucho, tendrán una base secreta en algún punto de la ciudad. Ahí es donde deberíamos infiltrarnos, ¡pero no tenemos tiempo para buscarla! Que alguien me diga que debería ir a hablar de nuevo con los reyes.

—Estooo, ¿no acabo de hacerlo? —repuso Sing.

—Necesito escucharlo de nuevo, Sing —respondió el abuelo—. ¡Soy viejo y tozudo!

—Entonces, en serio, deberías ir a hablar con los reyes.

—Aguafiestas —masculló el abuelo Smedry entre dientes.

Me eché hacia atrás, pensativo. El abuelo estaba en lo cierto: seguramente existía una guarida secreta de los Bibliotecarios en la ciudad. Habría jurado que la encontraríamos cerca del lugar en el que había desaparecido mi madre cuando la perseguía.

—¿Qué son los Archivos Reales? —pregunté.

—No son una biblioteca —respondió Folsom a toda prisa.

—Sí, eso decía el cartel —contesté—. Pero, si no son una biblioteca, ¿qué son?

En fin, que decirme lo que algo no es no resulta demasiado útil. Podría sacar un blorgadet y colgarle un cartel que dijera: «Os aseguro que no es un hipopótamo.» No ayudaría nada. Además, mentiría, ya que, de hecho blorgadet es hipopótamo en mokiano.

El abuelo Smedry se volvió hacia mí.

—Los Archivos Reales...

—No son una biblioteca —añadió Sing.

—... son el almacén en el que se guardan los textos y pergaminos más importantes del reino.

—Eso..., en fin, eso suena a biblioteca que no veas —contesté.

—Pero no lo es —repuso Folsom—. ¿Es que no lo has oído?

—Ya... Bueno, un almacén de libros...

—Que no es una biblioteca —concluyó el abuelo Smedry.

—... suena justo como el sitio en el que estarían interesados los Bibliotecarios. —Fruncí el ceño, pensativo—. ¿Ahí hay libros escritos en el idioma olvidado?

—Supongo que algunos —respondió el abuelo—. Nunca he entrado.

—¿Ah, no? —pregunté, sorprendido.

—Se parece demasiado a una biblioteca. Aunque no lo sea.

Puede que este tipo de afirmaciones os confundan a los de las Tierras Silenciadas. Al fin y al cabo, siempre he presentado al abuelo Smedry, Sing y Folsom como tipos muy cultos. Son académicos y saben mucho de lo que hacen. ¿Cómo es que han evitado las bibliotecas y la lectura?

La respuesta es que no han evitado la lectura. Les encantan los libros. Sin embargo, para ellos, los libros se parecen a los chicos adolescentes: siempre que se juntan, causan problemas.

—Los Archivos Reales —dije, y después añadí rápidamente—, y ya sé que no son una biblioteca, era adonde se dirigía mi madre. Estoy seguro. Tiene las lentes de traductor, así que estará intentando buscar algo allí. Algo importante.

—Alcatraz, ese sitio está muy bien protegido —repuso el abuelo—. Creo que ni siquiera Shasta sería capaz de entrar sin ser vista.

—Aun así, me parece que deberíamos visitarlo —respondí—. Podemos echar un vistazo y comprobar si está pasando algo sospechoso.

—De acuerdo —dijo el abuelo Smedry—. Ve tú, y llévate a Bastille y a Sing. Yo redactaré un emotivo discurso para cuando acabe el proceso de esta noche. Con suerte, alguien intentará asesinarme mientras lo pronuncio. ¡Eso le aportaría un dramatismo diez veces mayor!

—Abuelo —dije.

—¿Sí?

—Estás loco.

—¡Gracias! ¡De acuerdo, en marcha! ¡Tenemos que salvar un continente!