Capítulo
19

Ah, ¿que no era eso lo que esperabais encontrar al final del último capítulo? ¿Ha sido un bajón total? ¿Os ha hecho sentir mal?

Bien.

Se acerca el final, y me estoy cansando de actuar para vosotros. He intentado demostrar que soy arrogante y egoísta, pero me parece que no os lo estáis tragando. Así que quizá si convierto el libro en un deprimente montón de bazofia me dejaréis en paz.

—¿Alcatraz? —susurró Bastille.

Quiero decir, ¿por qué los lectores siempre dais por supuesto que no tenéis la culpa de nada? Estáis ahí sentaditos, cómodos en vuestro sofá, mientras nosotros sufrimos. Podéis disfrutar de nuestro dolor y de nuestra tristeza porque vosotros estáis a salvo.

Bueno, pues esto es real para mí. Es real. Todavía me afecta. Me hace polvo.

—¿Alcatraz? —repitió Bastille.

No soy bueno. No soy un héroe. No puedo ser lo que queréis que sea. ¡No puedo salvar la gente ni protegerla porque ni siquiera soy capaz de salvarme yo!

Soy un asesino. ¿Lo entendéis? ¡¡Yo lo maté!!

—¿Alcatraz? —siseó Bastille.

Levanté la mirada de mis ataduras. Había transcurrido como media hora. Seguíamos atrapados, y yo ya había probado a usar mi Talento docenas de veces. No funcionaba. Era como un animal dormido que se negara a despertar; me sentía impotente.

Mi madre charlaba con los otros Bibliotecarios, que habían enviado equipos para revisar los libros y decidir si había algo más de valor en los archivos. Por lo que había oído cuando me molestaba en prestar atención, planeaban intercambiar pronto las habitaciones.

Sing había intentado alejarse a rastras en cierto momento, lo que le había valido la patada de una bota en la cara... Empezaba a ponérsele morado un ojo. Himalaya se sorbía los mocos en silencio, apoyada en Folsom. El príncipe Rikers seguía tan contento, como si aquello no fuera más que un enorme parque de atracciones.

—Tenemos que escapar —dijo Bastille—. Tenemos que salir de aquí. ¡Van a ratificar el tratado en cuestión de minutos!

—He fracasado, Bastille —susurré—. No puedo sacaros de aquí.

—Alcatraz... —dijo ella. Sonaba muy cansada. La mire y vi la misma fatiga abatida de antes, pero peor—. Apenas soy capaz de mantenerme despierta —me susurró— Este agujero en mi interior... Es como si me masticara el cerebro y me chupara todo lo que pienso y siento. No puedo hacer esto sin ti. Tienes que liderarnos. Quiero a mi hermano, pero es un inútil.

—Ese es el problema —respondí, echándome hacia atrás—: que yo también soy un inútil.

Los Bibliotecarios se acercaban. Me puse rígido, pero no venían a por mí, sino a por Himalaya.

Ella gritó y forcejeó.

—¡Soltadla! —bramó Folsom—. ¿Qué estáis haciendo?

Intentó salir corriendo detrás de ellos, pero estaba atado de pies y manos, así que lo único que consiguió fue caer de cara. Los matones sonrieron y lo empujaron a un lado; al hacerlo, tiró la mesa que teníamos cerca, esparciendo todas nuestras pertenencias por el suelo: algunas llaves, un par de monederos y un libro.

El libro era el volumen de Alcatraz Smedry y la llave del mecánico que le habían quitado a Folsom, y que, al caer, se abrió por la primera página.

Mi banda sonora empezó a sonar, y yo me tensé, a la espera del ataque de Folsom.

Aunque, claro, no hubo tal ataque porque mi primo llevaba el cristal de inhibidor en el brazo. La melodía siguió sonando; se suponía que era valiente y triunfal, pero a mí me parecía una cruel parodia.

Oía mi propia banda sonora mientras fracasaba.

—¿Qué le estáis haciendo? —preguntaba Folsom mientras forcejeaba, impotente, con la bota de un Bibliotecario sobre la espalda.

El joven oculantista Fitzroy se acercó; todavía llevaba mis lentes de disfrazador, gracias a las cuales ofrecía el ilusorio aspecto de alguien fuerte y guapo.

—Hemos recibido una petición —respondió—. De La Que No Puede Ser Nombrada.

—¿Estáis en contacto con ella? —preguntó Sing.

—Por supuesto. Las sectas de los Bibliotecarios se llevan mucho mejor entre ellas de lo que os gustaría pensar. Ahora bien, a la señora Snorgan... Sorgavag... La Que No Puede Ser Nombrada no le agradó descubrir que el equipo de Shasta había planeado robar los Archivos Reales (que, sin duda, no son en absoluto una Biblioteca) el mismo día de la ratificación del tratado. Sin embargo, cuando oyó hablar de que habíamos atrapado a alguien muy especial, se mostró un poco más indulgente.

—¡No te saldrás con la tuya, monstruo infame! —exclamó de repente el príncipe Rikers—. ¡Por mucho que me hiráis, nunca me haréis daño!

Todos nos quedamos mirándolo.

—¿Cómo he estado? —me preguntó—. Creo que era una buena línea. Quizá debería retocarla un poco, ya sabes, meterle más barítono. Si el villano habla de mí, tengo que responder, ¿no?

—No estaba hablando de ti —dijo Fitzroy mientras sacudía a Himalaya—. Me refería a la antigua ayudante de La Que No Puede Ser Nombrada. Creo que ha llegado el momento de enseñaros lo que sucede cuando se traiciona a los Bibliotecarios.

De repente recordé la tortura de Blackburn. Los oculantistas oscuros disfrutaban con el dolor y el sufrimiento de los demás.

Daba la impresión de que Fitzroy ni siquiera se iba a molestar con la parte de la tortura. Los matones sujetaron a Himalaya, y Fitzroy sacó un cuchillo y se lo puso en el cuello. Sing empezó a gritar, e hicieron faltan varios guardias para retenerlo. Folsom aullaba de rabia. Los científicos siguieron supervisando sus equipos, como si nada.

En aquello se resumía todo: en que yo era demasiado débil para ayudar. No era nada sin mi Talento ni mis lentes.

—Alcatraz —me susurró Bastille, a la que logré oír de algún modo a pesar del ruido—. Yo creo en ti.

Era más o menos lo que todos me decían desde mi llegada a Nalhalla. Sin embargo, no habían sido nada más que mentiras. Aquellas personas no me conocían.

Pero Bastille sí. Y ella creía en mí.

Viniendo de ella, significaba algo.

Me volví, desesperado, y miré a Himalaya, que lloraba sujeta por las manos de los Bibliotecarios. Fitzroy parecía disfrutar del dolor que nos causaba a los demás al ponerle el cuchillo al cuello. En aquel momento supe que de verdad pretendía matarla; que la asesinaría delante del hombre que la amaba.

Que la amaba.

No tenía mis lentes. No tenía mi Talento. Solo me quedaba una cosa.

Era un Smedry.

—¡Folsom! —grité—. ¿La amas?

—¿Qué? —preguntó.

—¿Amas a Himalaya?

—¡Claro que sí! ¡Por favor, no permitas que la mate!

—Himalaya, ¿amas a Folsom? —le pregunté a ella.

Ella asintió mientras el cuchillo empezaba a cortar. Con eso bastaba.

—Entonces, os declaro marido y mujer —anuncié.

Todos se quedaron paralizados durante un momento. A poca distancia de nosotros, mi madre se volvió para mirarnos, alarmada. Fitzroy arqueó una ceja; el cuchillo ya estaba algo ensangrentado. Mi banda sonora brotaba del librito del suelo, aunque no se oía demasiado.

—Bueno, eso ha sido muy conmovedor —comentó Fitzroy—. ¡Ahora podrás morir como una mujer casada! Pero...

En aquel instante, el puño de Himalaya le golpeó en plena cara.

Las cuerdas que la ataban cayeron rotas al suelo, y ella saltó y pateó en el aire a los dos matones que tenía al lado y los dejó inconscientes. Himalaya daba vueltas como una bailarina hacia el grupo que tenía detrás. Despejó el terreno de un preciso giro con patada, a pesar de que daba la impresión de no saber lo que estaba haciendo.

Se le veía la determinación pintada en el rostro, y la rabia le hacía mantener los ojos muy abiertos; un hilillo de sangre le caía por el cuello. Himalaya daba giros y volteretas, luchando con una bella ira descoordinada, completamente poseída por su recién adquirido Talento.

Rodé hasta donde había caído Fitzroy; o, más importante, hasta donde había caído su cuchillo. Le di una patada para que resbalara por el suelo hasta Bastille, que, como era Bastille, lo cogió a pesar de tener las manos atadas (literalmente) a la espalda. En un segundo ya se había cortado las cuerdas. En dos, tanto Sing como yo estábamos libres.

Fitzroy se sentó con una mano en la mejilla, aturdido. Le arranqué de la cara las lentes de disfrazador, y él se encogió al instante hasta volver a ser larguirucho y pecoso.

—¡Sing, cógelo y corre a la sala de los archivos!

El corpulento mokiano no necesitó que se lo dijera dos veces; se metió bajo el brazo a Fitzroy sin mayor problema (a pesar de que el oculantista no dejaba de retorcerse), mientras Bastille atacaba a los matones que retenían a Folsom y los vencía a ambos. Sin embargo, justo entonces se tambaleó, como mareada.

—¡Todo el mundo, a la sala! —chillé mientras Himalaya mantenía a raya a los matones.

Bastille asintió y se apresuró a ayudar a levantarse al príncipe Rikers, aunque seguía tambaleándose un poco. Shasta nos observaba desde un lado del cuarto y gritaba a los matones que atacaran, pero a ellos les daba miedo activar los Talentos de los Smedry.

Después de forcejear durante un segundo para sacarme el brazalete, que no cedía, abrí el cajón de la mesa y saqué el libro que había guardado allí mi madre.

Eso nos dejaba con un último problema. Estábamos en el mismo punto que nos había hecho rendirnos antes: retirarnos a la sala de los archivos no nos ayudaría si seguíamos rodeados de Bibliotecarios. Teníamos que activar el intercambio. Por desgracia, era imposible por completo llegar a los terminales, así que supuse que solo tenía una oportunidad.

Folsom pasó corriendo junto a mí, después de recoger del suelo por el camino el libro, que seguía tocando, y cerrarlo para que Himalaya pudiera salir de su trance de super-Bibliotecaria-kung-fu. La chica se quedó paralizada con la pierna en el aire y cara de aturdida. Había derribado a todos los matones que la rodeaban. Folsom la agarró por el hombro y la giró para besarla. Después tiró de ella hacia los demás.

Eso me dejaba solo a mí. Miré a mi madre, que estaba al otro lado del cuarto, y sostuvo mi mirada. Parecía bastante segura de sí misma, teniendo en cuenta lo sucedido, y supuse que ella imaginaba que no podríamos escapar. Menuda sorpresa.

Agarré la pila de cables eléctricos del suelo y, tirando con todas mis fuerzas, los arranqué de sus enchufes en los contenedores de arena brillante. Después corrí detrás de mis amigos.

Bastille esperaba junto a la puerta que daba a la sala de los archivos.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó, señalando los cables.

—Nuestra única oportunidad —contesté mientras entraba en la sala.

Ella me siguió y cerró la puerta... O, al menos, lo que quedaba de ella. Dentro estaba oscuro como boca de lobo, ya que antes había roto las lámparas. Oía las respiraciones de los miembros de mi grupito, agitadas, preocupadas.

—¿Y ahora qué? —susurró Sing.

Yo tenía los cables en las manos. Toqué los extremos con los dedos y cerré los ojos. Aquello era una gran apuesta. Sí, había sido capaz de hacer funcionar la caja de música, pero me enfrentaba a algo completamente distinto.

No tenía tiempo para dudar de mí; los Bibliotecarios llegarían en cualquier momento. Sostuve los cables, contuve el aliento y los activé como si fueran unas lentes de oculantista.

De inmediato, algo empezó a chuparme la energía. Me robaba la fuerza y me sentí agotado, como si mi cuerpo hubiera decidido correr un maratón mientras yo no miraba. Dejé caer los cables, me tambaleé y me agarré a Sing para mantener el equilibrio.

—Estáis todos muertos, lo sabéis, ¿no? —balbuceó Fitzroy en la oscuridad; supuse que todavía lo llevaba Sing bajo el brazo—. Entrarán en cualquier segundo y os matarán. ¿Qué pensabais? ¡Estáis atrapados! ¡Idiotas desarenados!

Respiré hondo, enderezándome, y abrí la puerta.

La caballero de Cristalia de pelo rubio que montaba guardia todavía estaba fuera.

—¿Se encuentran bien? —preguntó, asomándose—. ¿Qué ha pasado?

Detrás de ella vi las escaleras de piedra de los Archivos Reales, todavía repletas de soldados.

—¡Hemos vuelto! —exclamó Sing—. ¿Cómo...?

—Has activado el cristal —comentó Bastille, mirándome—. Como hiciste con la caja de música silimática de Rikers. ¡Has iniciado un intercambio!

Asentí. A mis pies se encontraban los cables rotos que deberían estar unidos a la maquinaria de los Bibliotecarios. Nuestro intercambio los había cortado en el punto en el que salían por la puerta.

—¡Cristales rayados, Smedry! —exclamó Bastille—. Por las Primeras Arenas, ¿cómo lo has hecho?

—No lo sé —respondí, corriendo hacia la puerta—. Después nos preocuparemos de eso. Ahora mismo tenemos que salvar Mokia.