Capítulo
7

Vale, volved a leer las introducciones de los capítulos dos, cinco y seis. No os preocupéis, puedo esperar. Iré a hacer palomitas.

Pop. Pop-pop. Pop-pop-pop. Pop. ¡Pop!

¿Qué, ya las habéis leído? Seguro que no lo habéis hecho con mucho cuidado. Volved atrás y empezad de nuevo.

Ñam, ñam, ñam. Ñam, ñam, ñam.

Vale, eso está mejor. Deberíais haber leído sobre:

1. Palitos de merluza.

2. Algunas de las cosas que podéis hacer para luchar contra los Bibliotecarios.

3. Hospitales psiquiátricos que en realidad son iglesias.

La relación entre estas tres cosas ya debería resultaros obvia:

Sócrates.

Sócrates era un griego muy gracioso, más conocido por olvidarse de escribir las cosas y por gritar «¡Mira, soy un filósofo!» en una zona no apta para filósofos. Después lo obligaron a comerse sus palabras, junto con un poco de veneno.

Sócrates inventó algo muy importante: la pregunta. Eso es, antes de Sócrates en ningún idioma no se podía preguntar nada. Las conservaciones eran una cosa así:

Blurg: Jo, ojalá hubiera un modo de hablar con Grug y ver si se siente bien.

Grug: Por el tono de tu voz, me doy cuenta de que sientes curiosidad por mi salud. Como acaba de caérseme esta roca en el pie, me gustaría solicitar tu ayuda.

Blurg: Pardiez, aunque nuestro idioma ha desarrollado el imperativo, todavía nos queda por descubrir un método para usar la interrogación. Ojalá hubiera una forma sencilla de facilitar la comunicación entre nosotros.

Grug: Veo que, en este momento, un pterodáctilo te está mordiendo la cabeza.

Blurg: Sí, cierto es. Ay.

Por suerte, apareció Sócrates y se inventó la pregunta, lo que permitió a gente como Blurg y Grug hablar de un modo menos incómodo.

De acuerdo, estoy mintiendo: Sócrates no inventó la pregunta. Sin embargo, sí que la popularizó a través de algo que llamamos el «método socrático». Además, nos enseñó a preguntar por todo y a no dar nada por sentado.

Preguntar. Dudar. Pensar.

Y eso es lo mejor que podéis hacer para luchar contra los Bibliotecarios malvados. Eso y comprar muchos de mis libros (¿lo había mencionado ya?).

—Entonces, ¿quién es ese príncipe que monta la fiesta? —pregunté durante el viaje en carruaje con Folsom e Himalaya.

—El hijo del rey supremo —respondió Folsom—. Rikers Dartmoor. Le daría un cinco y medio sobre siete coronas. Es simpático y agradable, pero no tiene la genialidad de su padre.

Llevaba un rato intentando averiguar por qué Folsom le ponía nota a todo, así que le pregunté:

—¿Por qué le pones nota a todo?

(¡Gracias, Sócrates!)

—¿Cómo? Ah, vale. Es que soy un crítico.

—¿Ah, sí?

—Crítico literario jefe del Nalhalla Daily —respondió con orgullo—. ¡Y también soy escritor en plantilla de obras teatrales!

Debería haberlo sabido. Como dije, todos los Smedry parecían estar metidos en algún campo académico. Este era el peor de los que había conocido hasta entonces. Aparté la mirada, cohibido de repente.

—¡Cristales rayados! —exclamó él—. ¿Por qué todo el mundo hace eso cuando se entera?

—¿Hacer el qué? —pregunté, intentando actuar como si no estuviera intentando actuar de ningún modo.

—Todo el mundo se siente incómodo cuando hay un crítico cerca —se quejó—. ¿Es que no entienden que no puedo evaluarlos como debe ser si no actúan con normalidad?

—¿Evaluarlos? —grazné—. ¿Me estás evaluando?

—Pues claro. Todos evaluamos, pero los críticos nos hemos formado para hablar de ello.

Aquello no ayudaba. De hecho, me sentí más incómodo todavía. Miré el ejemplar de Alcatraz Smedry y la llave del mecánico. ¿Estaba Folsom juzgando hasta qué punto me comportaba como el héroe del libro?

—Venga, no dejes que eso te moleste —me dijo Himalaya, que estaba sentada a mi lado; sentada demasiado cerca, teniendo en cuenta lo poco que confiaba en ella. Sonaba muy amistosa, ¿sería una trampa?

—El libro —dijo, señalándolo—. Seguro que te molesta lo trivial y ridículo que es.

Volví a mirar la cubierta.

—No sé, no es tan malo...

—Alcatraz, estás montado en una aspiradora.

—Y era un noble corcel. O, estooo, bueno, lo parece...

Muy dentro de mí —oculto en lo más profundo, junto con los nachos que me había tomado para cenar hacía unas semanas—, en parte sabía que la chica tenía razón: la historia parecía bastante tonta.

—Menos mal que ese ejemplar es de Folsom —siguió diciendo Himalaya—. Si no, tendríamos que escuchar esa horrible banda sonora cada vez que abrieras el libro. Folsom les quita la placa musical a los libros antes de leerlos.

—¿Y por qué? —pregunté, decepcionado.

«¿Tengo una banda sonora?»

—Ah —dijo Folsom—, ¡aquí estamos!

Levanté la mirada mientras el carruaje se detenía junto a un castillo muy alto y de color rojo. Tenía una amplia zona verde (de las que suelen estar adornadas aleatoriamente con estatuas de personas a las que les faltan partes del cuerpo) y había numerosos carruajes aparcados delante. Nuestro cochero nos llevó hasta las puertas principales, en las que había varios hombres con uniformes blancos y aspecto muy mayordomil.

Uno se acercó a nuestro carruaje.

—¿Invitación? —preguntó.

—No tenemos —respondió Folsom, ruborizado.

—Ah, bueno, entonces podéis seguir por ahí para marcharos, después... —empezó a explicar el mayordomo.

—No necesitamos invitación —lo interrumpí tras reunir confianza—. Soy Alcatraz Smedry.

—Seguro que sí —repuso el mayordomo, mirándome con cara de guasa—. Bueno, por ahí se sale de...

—No —insistí mientras me ponía en pie—. De verdad, lo soy. Mira —añadí, enseñándole la portada del libro.

—Se te olvidó el sombrero mexicano —respondió sin más.

—Pero se parece a mí.

—Reconoceré que existe un parecido razonable, pero dudo que una leyenda mítica haya aparecido de repente para poder ir a una fiesta.

Parpadeé. Era la primera vez en mi vida que alguien se había negado a creer que yo era yo.

—Pero sí que me debes reconocer a mí —intervino Folsom, que se colocó a mi lado—. Folsom Smedry.

—El crítico —dijo el mayordomo.

—Estooo, sí.

—El que dejó por los suelos el último libro de Su Alteza.

—Solo... Bueno, intentaba ofrecer una crítica constructiva —respondió Folsom, ruborizado de nuevo.

—Debería darte vergüenza intentar usar a un impostor de Alcatraz para insultar a Su Alteza en su propia fiesta. Ahora, por favor, dirigíos hacia...

Aquello empezaba a fastidiarme, así que hice lo primero que se me ocurrió: rompí la ropa del mayordomo.

No me costó demasiado, ya que mi Talento es muy poderoso, aunque algo difícil de controlar. No tuve más que tocarle la manga y enviar una corriente de poder de rotura hasta su camisa. Antes, solo habría conseguido que se le cayera, pero estaba aprendiendo a controlar mis habilidades. Así que primero volví el uniforme de color rosa y después se le cayó a pedazos.

El mayordomo estaba allí, en ropa interior, señalando a lo lejos con un brazo desnudo, mientras la ropa rosa yacía en un montón a sus pies.

—Oh —dijo al fin—. Bienvenido entonces, señor Smedry. Permítame conducirlo a la fiesta.

—Gracias —contesté, y bajé del carruaje de un salto.

—Ha sido fácil —comentó Himalaya cuando se nos unió.

El mayordomo encabezó la marcha, todavía en ropa interior, pero caminando con mucho decoro de todos modos.

—El Talento de Romper —dijo Folsom, sonriente—. ¡Se me había olvidado! Es extremadamente raro, y solo una persona viva, leyenda mítica o no, lo tiene. Alcatraz, eso ha sido una maniobra de cinco sobre cinco.

—Gracias —respondí—, pero ¿qué libro del príncipe recibió una reseña tan mala?

—Estooo, bueno... ¿No te has fijado en el nombre del autor del libro que llevas?

Bajé la vista, sorprendido: la novela de fantasía llevaba un nombre en la portada en el que no me había fijado en absoluto porque estaba encantado de ver el mío. Era Rikers Dartmoor.

—¿El príncipe es novelista?

—Su padre sufrió una decepción terrible cuando se enteró de su afición —respondió Folsom—. Ya sabrás que los autores suelen ser personas horribles.

—Sobre todo se trata de facinerosos antisociales —coincidió Himalaya.

—Por suerte, el príncipe ha evitado la mayoría de los malos hábitos de los autores —dijo Folsom—, probablemente porque escribir no es más que un hobby para él. De todos modos, está fascinado con las Tierras Silenciadas y los temas mitológicos como las motos y las batidoras de huevos.

«Genial», pensé mientras entrábamos por la puerta del castillo. Los pasillos del interior lucían carteles enmarcados de películas clásicas de las Tierras Silenciadas: filmes de indios y vaqueros, Lo que el viento se llevó, películas de serie B con monstruos cubiertos de cieno. Empecé a comprender de dónde sacaba el príncipe sus raras ideas sobre la vida en Estados Unidos.

Entramos en un enorme salón de baile. Estaba lleno de gente con ropa elegante que bebía y charlaba. Un grupo de músicos tocaba restregando copas de cristal con los dedos.

—Oh, oh —dijo Himalaya mientras tiraba de Folsom, que había comenzado a sacudirse erráticamente, para sacarlo del salón.

—¿Qué? —pregunté, alarmado y preparado para un ataque.

—No es nada —respondió ella mientras le tapaba los oídos con bolas de algodón.

No tuve tiempo de comentar el extraño comportamiento de Folsom, ya que el mayordomo casi desnudo se aclaró la garganta, me señaló y anunció con un vozarrón:

—El señor Alcatraz Smedry y sus invitados.

Después se dio media vuelta y se alejó.

Me quedé plantado en la puerta, de repente consciente de mi sosa vestimenta: camiseta y vaqueros, con una chaqueta verde. La gente que tenía delante no parecía seguir un único estilo: algunos llevaban vestidos o calzas medievales, otros lo que parecían ser chalecos y trajes anticuados. Pero todos estaban mejor vestidos que yo.

De repente, una figura se abrió pasó entre la multitud, un hombre de treinta y tantos años, con una lujosa túnica azul y plata, y una barbita pelirroja. También lucía una gorra de béisbol roja. Sin duda se trataba de Rikers Dartmoor, novelista, príncipe y asesino de la moda.

—¡Estás aquí! —exclamó el príncipe mientras me agarraba la mano y me la estrechaba—. ¡Apenas puedo controlar la emoción! ¡Alcatraz Smedry en carne y hueso! ¡Me han contado que estallaste al aterrizar en la ciudad!

—Sí, bueno, no fue una explosión tan mala, en general.

—¡Tienes una vida tan emocionante...! —siguió diciendo—. Justo como me la imaginaba. ¡Y ahora estás en mi fiesta! ¿Y quién está contigo? —Se le borró la sonrisa al reconocer a Folsom, que tenía las orejas rellenas de algodón—. Ah, el crítico —dijo el príncipe—. Bueno, supongo que no podemos elegir a nuestros parientes, ¿verdad? —añadió en voz más baja mientras me guiñaba un ojo—. ¡Entrad, por favor! ¡Deja que te presente a todo el mundo!

Y lo decía en serio.

Cuando escribí por primera vez la siguiente parte del libro, intenté ser preciso y detallado. Entonces me di cuenta de que era muy aburrido. Esto es una historia sobre Bibliotecarios malvados, cristal teletransportador y luchas con espadas, no sobre fiestas tontas. Así que, en vez de eso, os resumo lo que sucedió a continuación:

Persona uno: ¡Alcatraz, eres increíble!

Yo: Sí, lo sé.

El príncipe: Siempre lo he sabido. Por cierto, ¿has leído mi último libro?

Persona dos: Alcatraz, eres aún mucho más increíble que tú mismo.

Yo: Gracias. Creo.

El príncipe: Es amigo mío, ya sabes. Escribo libros sobre él.

Y de este modo nos pasamos una hora o así. Aunque, en aquel momento, a mí no me resultaba aburrido, sino que lo disfruté un montón. La gente me prestaba atención, me decía lo estupendo que era. Empecé a creerme en serio que yo era el Alcatraz de las historias de Rikers. Me costaba concentrarme en la razón por la que había acudido a la fiesta. Mokia podía esperar, ¿no? Era importante conocer a la gente, ¿no?

Al final, el príncipe me llevó a la sala, mientras charlaba sobre cómo habían conseguido que sus libros tuvieran música. En la sala, la gente estaba sentada en cómodos sillones charlando mientras tomaban bebidas exóticas. Pasamos junto a un gran grupo de invitados que se reían y parecían concentrados en alguien a quien no podía ver.

«Otro famoso —pensé—. Debería ser amable con quien sea, no estaría bien que sintiera celos porque yo soy mucho más popular.»

Nos acercamos al grupo. El príncipe Rikers dijo:

—Y, por supuesto, ya conoces a la siguiente persona.

—¿Ah, sí? —pregunté, sorprendido.

La figura que estaba en el centro del grupo se volvió hacia mí.

Era mi padre.

Me detuve en seco. Los dos nos miramos. Mi padre contaba con un buen puñado de admiradores y me di cuenta de que la mayoría de ellos eran jóvenes atractivas. De esas con vestidos a los que les faltaba un buen pedazo de tela en la espalda o en los laterales.

—¡Attica! —exclamó el príncipe—. Debo decir que tu hijo está demostrando ser un invitado muy popular!

—Por supuesto —respondió él mientras bebía de su copa—. Al fin y al cabo, es mi hijo.

La forma en que lo dijo me molestó; era como si diera a entender que toda mi fama se reducía a mi relación con él. Me sonrió —una de esas sonrisas falsas que se ven en la tele—, me dio la espalda y dijo algo ingenioso. Las mujeres gorjearon encantadas.

Aquello me fastidió del todo la mañana. Cuando el príncipe intentó alejarme para conocer a más amigos suyos, me quejé de dolor de cabeza y le pregunté si podía sentarme. No tardé en encontrarme en un rincón oscuro de la sala, sentado en un lujoso sillón. El suave susurro de la música de cristal flotaba por encima del parloteo de los invitados. Bebí un poco de zumo de fruta.

¿Qué derecho tenía mi padre a tratarme con tanto desdén? ¿Acaso no le había salvado la vida? Me había tenido que criar dentro de las Tierras Silenciadas, oprimido por los Bibliotecarios, solo porque él no era lo bastante responsable como para ocuparse de mí.

De todas las personas de la sala, ¿no debería ser él el que estuviera más orgulloso de mí?

Seguramente aquí debería decir algo para aligerar el tono, pero me cuesta. Lo cierto era que no tenía ganas de reírme, así que no creo que vosotros debáis tenerlas tampoco (si no hay más remedio, imaginaos otra vez al mayordomo en calzoncillos).

—¿Alcatraz? —preguntó una voz—. ¿Podemos sentarnos contigo?

Levanté la mirada y vi que el criado que me protegía estaba reteniendo a Folsom y a Himalaya. Le hice un gesto para que los dejara pasar, y se sentaron cerca de mí.

—Bonita fiesta —dijo Folsom, que hablaba demasiado alto—. Le doy cuatro sobre cinco copas de vino, aunque el picoteo solo se merece una y media.

No hice ningún comentario.

—¿Has encontrado lo que buscabas? —me preguntó Folsom en voz alta. Todavía tenía las orejas llenas de algodón, por algún motivo.

¿Había encontrado lo que buscaba? ¿Qué era lo que buscaba? «Bibliotecarios —pensé—. Eso es.»

—No he visto ningún Bibliotecario.

—¿A qué te refieres? —dijo Himalaya—. Están por todas partes.

«¿Ah, sí?»

—Estooo... Quiero decir que no los he visto haciendo nada vil.

—Traman algo —repuso Himalaya—. Te apuesto lo que quieras. Aquí hay un montón. Mira, he preparado una lista.

La miré, entre sorprendido y avergonzado, mientras me pasaba la hoja.

—Están ordenados por su secta —dijo, casi a modo de disculpa—. Después por edad. Y después, bueno..., por altura. —Miró a Folsom—. Y por grupo sanguíneo. Lo siento, no he podido evitarlo.

—¿Qué? —preguntó él, ya que le costaba oír.

Examiné la lista. Había unas cuarenta personas; pues sí que había estado distraído. No reconocía los nombres, pero...

Dejé de leer al dar con un nombre al final de la lista. Fletcher.

—¿Quién es esta? —pregunté mientras señalaba el nombre.

—¿Cómo? Ah, solo la he visto una vez, no sé a cuál de las órdenes pertenece.

—Enséñamela —le dije, levantándome.

Himalaya y Folsom se levantaron y me condujeron por el salón de baile.

—¡Eh, Alcatraz! —me llamó alguien.

Me volví y vi a un grupo de jóvenes con trajes suntuosos que me saludaban con la mano. Uno de ellos era un hombre llamado Rodrayo, un noble menor que me había presentado el príncipe. Todos parecían tan deseosos de ser mis amigos que me costaba no unirme a ellos, pero el nombre de la lista, Fletcher, me intimidaba demasiado. Saludé con la mano para disculparme y seguí adelante con Himalaya.

Unos instantes después, me puso una mano en el hombro.

—Ahí —añadió, señalando a una figura que salía por las puertas principales.

La mujer se había teñido el cabello de castaño desde la última vez que la había visto y llevaba un vestido de los Reinos Libres en vez de su típico traje de chaqueta.

Pero era ella: mi madre. La señora Fletcher era un alias. De repente sentí vergüenza por haberme dejado llevar a la fiesta. Seguro que significaba algo que mi madre estuviera en la ciudad. Era demasiado formal para socializar sin más, siempre estaba tramando algo.

Y tenía las lentes de traductor de mi padre.

—Venga —les dije a Folsom y a Himalaya—, vamos a seguirla.