Capítulo
14

Sí, habéis oído bien: yo, Alcatraz Smedry, necesitaba a un Bibliotecario.

Bueno, puede que os haya dado la impresión de que los Bibliotecarios no sirven para nada de nada. Me disculpo si es lo que os ha parecido. Los Bibliotecarios son muy útiles. Por ejemplo, sirven si necesitáis cebo para pescar tiburones. También para lanzarlos por la ventana si se desea comprobar los efectos del impacto en hormigón en las gafas de montura de carey. Con los Bibliotecarios suficientes se pueden construir puentes (como con las brujas).

Y, por desgracia, también son útiles para organizar cosas.

Corrí escaleras arriba con Sing y Bastille. Tuvimos que abrirnos paso entre los soldados que ahora ocupaban los escalones: hombres y mujeres que blandían sus espadas con cara de preocupación. Había enviado a un soldado con un mensaje para mi abuelo y a otro con un mensaje para mi padre, en los que los advertía de lo que habíamos descubierto. También había ordenado a uno de los caballeros que mandara a un contingente a registrar los edificios cercanos: quizá lograran encontrar la base de los Bibliotecarios y el otro extremo del túnel. No obstante, no contaba con ello; a mi madre no era tan sencillo atraparla.

—Debemos ir deprisa —dije—. A saber cuándo conseguirá entrar mi madre en la cámara.

Todavía me sentía un poco mal por necesitar ayuda de un Bibliotecario. Era frustrante. Frustrante en grado sumo. De hecho, no creo ser capaz de describiros con precisión —a través de un texto— lo frustrante que era.

Pero como os quiero, voy a intentarlo de todos modos. Empecemos poniendo letras al azar en mayúscula.

—PodeMos pEdiR quE nOs EnVíen un dRAgón —DijO SinG CUando sAlImos CoMo ReLÁmpagOS DE las EscAlERAs y cORRimos Por lA sAla de aRRibA.

—TArdArÍa DeMAsiado —rEpuSo BaStiLlE.

—TenDreMos Que PAraR uN veHícUlo en la CallE —dIje.

¿Sabéis lo que os digo? Que así no es lo bastante frustrante. Voy a empezar a añadir también signos de puntuación al azar.

ATra!vEsa-mos la G?rAn eN%trAda a ToD##A vEl<oc>iDad. “UN”a vEz F-uE)Ra mE di Cu$EnTa dE qU/e El s^Ol eSta+Ba a P=uN=to dE Po*nERsE. s^Olo fAl+tabAn Un pAr De h=OrAS p-Ara La RATiF~iCACión. DE,bÍAMos! dA-RNos PriS??A.

POr dES()GRacIA, En LA c¡AllE No eNC?ontRAmoS cAR-ruaJEs QuE p$ArAR. Ni u/No. H<>aBÍA gEN//te cAm[]iNanDo, PErO nA?da dE cAR#ruaJEs.

Vale, ¿sabéis lo que os digo? Que eso tampoco es lo bastante frustrante. Voy a empezar a sustituir algunas vocales al azar con la letra cu.

Mir-É q Mi aLr?eDed!OR, DeS#ESpeR$adq, fr-UstRA/dQ (como vosotros, espero) y eNfAd()AdO. HA^cíA uN iNS.taNte hqb,íA d¡OcEnas De cAR?Ru!aJqs e-N La cAlL-E. Ah?OrA N$o hA!!bíA nIN””GunQ.

—¡A%Hí! —eXcL&qMÉ, SE//ñaLqn?dO. Má¿S Ade$LAntq, a P-qCa diS<>TanCqa dE nOs-qtRos, h%AbÍa QN eXt#rañO arT-ilqGIo dE crIS%taL. No ESt><aBq seGU/rO dE Lo qU-E eRA, PErq sE mOV¡íq, y b¿AStaNTe dqP~risa—. ¡A p-Or qL!

Vale, ¿habéis visto lo frustrante que es intentar leer eso? Bueno, pues no es ni la mitad de frustrante de lo que me resultaba tener que ir a pedir ayuda a un Bibliotecario. ¿No os alegra que os haya permitido experimentar lo que sentía yo? Es prueba del excelente narrador que soy: un escrito que despierta en el lector las mismas emociones que viven los personajes. Ya me daréis las gracias después.

Nos acercamos corriendo a la cosa que iba por la calzada. Era una especie de animal de cristal, algo similar al Viento de Halcón o al Dragonauta, salvo que, en vez de volar, caminaba. Cuando lo rodeamos pude verlo mejor.

Me quedé paralizado en medio de la calle.

—¿Un cerdo?

Sing se encogió de hombros. Bastille, sin embargo, corrió hacia el cerdo con mucha decisión. Parecía menos aturdida, aunque seguía como... rendida. Tenía ojeras y bolsas bajo los ojos, y la cara demacrada y exhausta. Corrí detrás de ella. Cuando llegamos al enorme cerdo, una parte del cristal del trasero se abrió deslizándose y dejó a la vista a alguien que estaba de pie en el interior.

Me siento en la necesidad de parar aquí para explicar que no apruebo en absoluto el humor de caca, pedo, culo, pis. Ya hemos tenido bastante de eso en este libro y, trifecta o no, no resulta apropiado. El humor escatológico es el equivalente literario a las patatas fritas de bolsa y los refrescos: puede que sean atractivos, pero, a la vez, son malísimos y de mal gusto. Debéis saber que no defiendo tales recursos y que —como en anteriores volúmenes de mi narrativa— pretendo mantener unos estándares de calidad muy rigurosos en esta historia.

—¡Caca pedorra con cara de pota! —exclamó una voz desde el interior del culo del cerdo.

Permitidme que suspire. Lo siento. Al menos, es otro párrafo estupendo para intentar meterlo en una conversación al azar.

El hombre que estaba en el trasero del cerdo no era otro que el príncipe Rikers Dartmoor, el hermano de Bastille e hijo del rey. Todavía llevaba su túnica azul real y la gorra de béisbol roja coronando su mata de pelo rojo.

—¿Perdón? —pregunté mientras me paraba de golpe junto al cerdo—. ¿Qué habéis dicho, Vuestra Alteza?

—He oído que a los de las Tierras Silenciadas os gusta usar sinónimos de excrementos como exclamaciones —respondió el príncipe—. ¡Intentaba que te sintieras como en casa, Alcatraz! ¿Qué diantres haces en medio de la calle?

—Necesitamos que nos lleves, Rikers —dijo Bastille—. Deprisa.

—¡Diarrea explosiva! —exclamó el príncipe.

—Y, por última vez, deja de intentar hablar como los de las Tierras Silenciadas. Suenas como un idiota.

Bastille subió al cerdo de un salto y me ofreció una mano para ayudarme.

Sonreí y la acepté.

—¿Qué? —me preguntó.

—Me alegro de ver que te sientes mejor.

—Me siento fatal —me espetó mientras se ponía las gafas de sol, digo, las lentes de guerrero—. Apenas logro concentrarme y me pitan los oídos sin parar. Ahora, cállate y sube al culo del cerdo.

Hice lo que me ordenaba y dejé que me alzara. Hacerlo le resultaba más difícil que antes, ya que la habían desconectado de la piedra mental y eso debía de haberle arrebatado parte de sus habilidades, pero seguía siendo mucho más fuerte de lo que debería serlo cualquier chica de trece años. Es probable que, en parte, fuera cosa de las lentes de guerrero; eran unas de las pocas clases de lentes que podía llevar todo el mundo.

Bastille ayudó a Sing a subir mientras el príncipe corría por el cerdo de cristal —que por dentro era muy bonito y lujoso— y le pedía a su chófer que diera media vuelta.

—Ummm, ¿adónde nos dirigimos en nuestra asombrosa aventura? —preguntó a gritos el príncipe.

«¿Asombrosa aventura?», pensé.

—Al palacio —respondí—. Debemos encontrar a mi primo Folsom.

—¿Al palacio? —preguntó el príncipe, claramente decepcionado; para él era un lugar bastante mundano, pero dio la orden de todos modos.

El cerdo empezó a moverse de nuevo, marchando calle abajo. Al parecer, los peatones estaban acostumbrados a apartarse de su camino y, a pesar de su gran tamaño, iba a buen ritmo. Me senté en uno de los majestuosos sofás rojos, y Bastille se sentó a mi lado mientras suspiraba y cerraba los ojos.

—¿Duele? —pregunté.

Se encogió de hombros. Se le da bien hacerse la dura, pero me daba cuenta de que perder el vínculo todavía la inquietaba mucho.

—¿Por qué necesitamos a Folsom? —preguntó sin abrir los ojos, en un claro intento de evitar que siguiera interrogándola.

—Estará con Himalaya —respondí, y entonces caí en la cuenta de que Bastille no conocía a la Bibliotecaria—. Es una Bibliotecaria que, en teoría, desertó a nuestro bando hace seis meses, aunque creo que no es de fiar.

—¿Por?

—Es muy sospechoso que Folsom esté siempre a su lado —respondí—. Rara vez la pierde de vista. Creo que le preocupa que, en realidad, se trate de una espía de los Bibliotecarios.

—Estupendo —repuso Bastille—. ¿Y vamos a pedirle ayuda?

—Es nuestra mejor opción. Es una Bibliotecaria bien entrenada; si hay alguien capaz de organizar el lío de los Archivos Reales...

—¡Que no son una biblioteca! —gritó Rikers desde la lejana cabeza del cerdo.

—... es una Bibliotecaria. Además, si es una espía, quizá sepa lo que busca el otro bando y podamos obligarla a contárnoslo.

—Entonces, tu genial plan consiste en ir a buscar a alguien que sospechas que es nuestro enemigo para llevarlo justo al sitio en el que intentan entrar por la fuerza los Bibliotecarios.

—Pues... sí.

—Maravilloso. ¿Por qué me da la impresión de que acabaré esta ridícula farsa deseando haber renunciado a ser caballero para dedicarme a la contabilidad?

Sonreí. Sentaba bien recuperar a Bastille. Me costaba dejarme impresionar por mi fama teniéndola a ella para señalar los puntos flacos de mis planes.

—No lo dices en serio, ¿verdad? —le pregunté—. ¿Lo de renunciar a ser caballero?

Ella suspiró y abrió los ojos.

—No. Por mucho que odie reconocerlo, mi madre estaba en lo cierto: no solo se me da bien esto, sino que lo disfruto. —Me miró a los ojos—. Alguien me tendió una trampa, Alcatraz. Estoy segura. Querían que fracasara.

—Tu... madre fue la que se mostró más en contra de tu readmisión.

Bastille asintió, y vi que estaba pensando lo mismo que yo.

—Menudos padres los nuestros, ¿eh? —comenté—. Mi padre no me hace ni caso; mi madre se casó con él por su Talento.

Si te casas con un Smedry, obtienes su Talento. Al parecer, daba igual que fuera por sangre o por matrimonio: un Smedry era un Smedry. La única diferencia estribaba en que, en el caso del matrimonio, el cónyuge adquiría el mismo Talento de su mujer o su marido.

—Mis padres no son así —respondió Bastille con vehemencia—. Son buenas personas. Mi padre es uno de los reyes más respetados y populares que haya conocido Nalhalla.

—Aunque esté dispuesto a ceder Mokia —intervino Sing desde el asiento que teníamos enfrente.

—Cree que es la mejor opción —repuso Bastille—. ¿Te gustaría tener que decidir si pones fin a una guerra, salvando miles de vidas, o sigues luchando? Ve la oportunidad de alcanzar la paz, y la gente quiere paz.

—Mi gente quiere paz, pero nos importa más la libertad —dijo Sing.

Bastille guardó silencio.

—En cualquier caso —contestó al fin—, suponiendo que fuera mi madre la que me tendió la trampa, entiendo muy bien por qué lo haría. Le preocupa demostrar cualquier favoritismo conmigo. Se siente en la necesidad de ser más dura de lo normal, y por eso me envió a una misión tan difícil: para ver si fracasaba y si, por tanto, necesitaba seguir con mi entrenamiento. Pero se preocupa por mí. Lo que pasa es que lo demuestra de un modo muy raro.

Apoyé la espalda en el sofá y pensé en mis propios padres. Quizá Bastille fuera capaz de encontrar buenos motivos para los actos de los suyos, pero se trataba de un noble rey y una valiente caballero. ¿Qué tenía yo? Un científico egoísta con complejo de estrella de rock y una Bibliotecaria malvada que ni siquiera caía demasiado bien a los otros Bibliotecarios.

Attica y Shasta Smedry no eran como los padres de Bastille. A mi madre yo no le importaba: solo se había casado para conseguir el Talento. Y estaba claro que mi padre no deseaba pasar tiempo conmigo.

Con razón salí como salí. En los Reinos Libres hay un dicho: «El rugido de un osezno no es más que el eco del oso.» Se parece un poco al que usamos en las Tierras Silenciadas: «De tal palo, tal astilla.» Como cabía esperar, la versión de los Bibliotecarios usa ramitas en vez de algo guay, como osos.

No sé si alguna vez tuve la oportunidad de ser algo más que el imbécil egocéntrico en el que me convertí. A pesar de la reprimenda del abuelo Smedry, todavía ansiaba la fugaz satisfacción de la fama. Había resultado muy agradable oír a la gente decir lo genial que era.

El gusto por la fama se plantó en mi interior como una semilla corrupta, ennegrecida y putrefacta que esperaba para brotar en forma de oscuras enredaderas viscosas.

—¿Alcatraz? —preguntó Bastille, dándome un codazo.

Parpadeé y me di cuenta de que me había quedado en babia.

—Perdón —mascullé.

Ella señaló a un lado con la cabeza: el príncipe Rikers se acercaba.

—He llamado para avisar que llegábamos, y Folsom no está en palacio —nos advirtió.

—¿Ah, no? —pregunté con sorpresa.

—No, los criados dicen que él y una mujer le echaron un vistazo al acuerdo y se marcharon. ¡Pero no temas! Podemos proseguir nuestra búsqueda, ya que un criado añadió que podríamos encontrarlo en los Jardines Reales...

—Que no son un parque —intervino Sing—. Estooo, da igual.

—... del otro lado de la calle.

—De acuerdo. ¿Y qué hace en los jardines? —pregunté.

—Algo increíblemente emocionante e importante, supongo —respondió Rikers—. ¡Eldon, toma notas!

Un criado con toga de escriba salió de una habitación cercana, como si surgiera de la nada, llevando un cuaderno en la mano.

—Sí, mi señor —respondió mientras garabateaba.

—Esto dará para un libro excelente —comentó Rikers al sentarse.

Bastille puso los ojos en blanco.

—Pero, espera —dije—. ¿Llamasteis para avisar? ¿Cómo lo habéis hecho?

—Por cristal de comunicador —respondió Rikers—. Te permite hablar con alguien a distancia.

Cristal de comunicador. Sin embargo, había algo que me preocupaba. Me metí la mano en el bolsillo y saqué mis lentes. Una vez tuve unas lentes que me permitían comunicarme a distancia. Ya no contaba con ellas, se las había devuelto al abuelo Smedry. Sin embargo, sí que tenía unas nuevas, las de disfrazador. ¿Qué pasaba con el poder que me otorgaban? Si pensaba en otra persona, podía adoptar su aspecto...

Por cierto, sí, esto es una anticipación. No obstante, habréis tenido que leer los dos libros anteriores de la serie para averiguar lo que está ocurriendo. Así que, si no lo habéis hecho ya, ¡peor para vosotros!

—Espera —dijo Bastille, señalando las lentes de buscaverdades que tenía yo en la mano—. ¿Son las que encontraste en la Biblioteca de Alejandría?

—Sí. El abuelo averiguó que son lentes de buscaverdades.

Bastille se animó.

—¿En serio? ¿Es que no sabes lo excepcionales que son?

—Bueno..., si te soy sincero, casi que desearía que pudieran volar cosas en pedazos.

Bastille puso los ojos en blanco.

—No sabrías distinguir unas lentes útiles ni cortándote con ellas, Smedry.

Ahí tenía razón.

—Tú sabes mucho más de lentes que yo, Bastille —reconocí—. Pero creo que hay algo raro en todo esto. Los Talentos de los Smedry, las lentes oculantistas, la arena brillante... Está todo conectado.

—¿De qué hablas? —preguntó mientras me observaba.

—Mira, deja que te lo enseñe.

Guardé las lentes, me levanté y examiné la cámara en busca de un candidato adecuado. En una pared había un pequeño estante con algunos equipos de cristal.

—Alteza, ¿qué es eso?

El príncipe Rikers regresó.

—¡Ah! ¡Mi nuevo fonógrafo silimático! Pero todavía no lo he conectado.

—Perfecto —respondí, y me acerqué a la caja de cristal para cogerla; era del tamaño aproximado de un maletín.

—No funcionará, Alcatraz —dijo el príncipe—. Necesita una placa de energía silimática o algo de arena brillante para...

Canalicé mi poder hasta el cristal. No el poder de romper de mi Talento, sino la misma energía que había empleado para activar las lentes. Antes no tenía más que tocar las lentes para energizarlas; ahora estaba aprendiendo a controlarme para no activarlas sin querer.

En cualquier caso, la caja empezó a tocar música, una sinfonía muy alegre. Menos mal que Folsom no estaba por allí, porque habría empezado a «bailar».

—Eh, ¿cómo lo has hecho? —preguntó el príncipe Rikers—. ¡Es asombroso!

Bastille me miró con curiosidad. Dejé la caja de música en el suelo y siguió tocando un rato, activada por la carga que le había metido.

—Empiezo a pensar que las lentes oculantistas y el cristal tecnológico normal son lo mismo.

—Eso es imposible —respondió ella—. Si lo fueran, podrías activar las lentes de oculantista con arena brillante.

—¿No se puede?

Ella negó con la cabeza.

—Puede que no esté lo bastante concentrado —respondí—. Sí que se pueden energizar las lentes con sangre de Smedry, si las forjas con ella.

—Puaj —comentó—. Es cierto, pero puaj de todos modos.

—¡Ah, aquí estamos! —exclamó de repente Rikers, que se puso de pie al frenar el cerdo.

Lancé una mirada a Bastille, que se encogió de hombros; ya hablaríamos del tema más adelante. Nos levantamos y nos unimos a Rikers, que miraba por la ventanilla (o, bueno, por la pared) los jardines a los que nos acercábamos. De nuevo me entraron las prisas: teníamos que encontrar a Himalaya y regresar a los Archivos, no biblioteca, Reales.

Rikers tiró de una palanca, y el trasero del cerdo se desplegó formando escalones. Bastille y yo salimos corriendo, con Sing detrás. Los Jardines Reales eran un enorme campo abierto de hierba salpicado de esporádicos lechos de flores. Examiné el césped intentando localizar a mi primo. Por supuesto, Bastille lo encontró primero.

—Ahí —exclamó, señalándolo.

Entorné los ojos, y vi que Folsom e Himalaya estaban sentados en una manta, disfrutando de lo que parecía ser un pícnic.

—¡Esperad ahí! —grité a Sing y a Rikers mientras Bastille y yo cruzábamos la mullida hierba, dejando atrás familias que disfrutaban de la tarde y niños jugando—. ¿Qué narices hacen esos dos? —pregunté, sorprendido, mientras miraba a Folsom e Himalaya.

—Pues..., creo que se llama pícnic, Smedry —respondió Bastille sin más.

—Lo sé, pero ¿por qué iba Folsom a llevar de pícnic al enemigo? Quizás está intentando que Himalaya se relaje para poder sacarle información.

Bastille los miró mientras ellos seguían sentados en su manta y disfrutaban de la comida.

—Espera un momento —dijo sin dejar de correr—, ¿siempre están juntos, dices?

—Sí, la vigila como un halcón. Siempre la está mirando.

—¿Dirías que ha estado pasando mucho tiempo con ella?

—Una sospechosa cantidad de tiempo.

—¿Comiendo en restaurantes?

—En heladerías. Afirma que le enseña Nalhalla para que se familiarice con sus costumbres.

—Y tú crees que lo hace porque sospecha que es una espía —repuso Bastille, casi como si le hiciera gracia.

—Bueno, ¿por qué si no...?

Entonces me paré de golpe en la hierba. Justo delante de nosotros, Himalaya le puso la mano en el hombro a Folsom y se echó a reír por algo que había dicho él. Él la miró, al parecer hipnotizado por su rostro. Era como si se divirtiera, como si...

—Ah —dije.

—Los chicos sois idiotas —repuso Bastille sin aliento, mientras echaba a correr de nuevo.

—¿Cómo iba a saber yo que estaban enamorados? —le solté al alcanzarla.

—Idiota —repitió.

—Mira, aun así, podría ser una espía. ¡Si hasta podría estar seduciendo a Folsom para sonsacarle todos sus secretos!

—Las seducciones no son tan cursis —respondió Bastille cuando llegamos a su manta—. De todos modos, hay un método muy sencillo para averiguarlo. Saca tus lentes de buscaverdades.

«Eh, buena idea», pensé. Busqué las lentes, las saqué y miré a la Bibliotecaria a través de ellas.

Bastille fue directa a la manta.

—¿Eres Himalaya? —preguntó.

—Pues sí —respondió la Bibliotecaria.

Cuando la miré a través de las lentes, su aliento brillaba como una nube blanca. Supuse que significaba que decía la verdad.

—¿Eres una espía de los Bibliotecarios? —preguntó Bastille; ella es así, sutil como una roca en la cabeza y el doble de malhumorada.

—¿Qué? —repuso Himalaya—. ¡No, claro que no!

Su aliento era blanco.

Me volví hacia Bastille.

—El abuelo Smedry me advirtió que a los Bibliotecarios se les daban bien las medias verdades, lo que podría ayudarlos a engañar a mis lentes de buscaverdades.

—¿Estás diciendo medias verdades? —preguntó Bastille—. ¿Intentas engañar a las lentes, timarnos, seducir a este hombre o algo así?

—No, no, no —respondió Himalaya, ruborizada.

Bastille me miró.

—Su aliento es blanco —respondí—. Si miente, lo hace realmente bien.

—Pues con eso me basta —dijo Bastille mientras señalaba con el dedo—. Vosotros dos, al cerdo. Tenemos el tiempo justo.

Se pusieron en pie de un salto sin hacer ni una pregunta. Cuando Bastille utiliza ese tono de voz, te apresuras a hacer lo que te pida. Por primera vez me di cuenta de dónde procedía la habilidad de mi amiga para mandonear a la gente: era una princesa; seguramente se había pasado la infancia dando órdenes.

«Por las Primeras Arenas —pensé—. Es una princesa.»

—De acuerdo —dijo ella—. Ya tenemos a tu Bibliotecaria, Smedry. Esperemos que de verdad sirva de algo.

Regresamos al cerdo, y entonces vi la puesta de sol. No quedaba casi tiempo. La siguiente parte iba a tener que ser rápida (os sugiero respirar hondo).