Capítulo
2

Odio las explosiones. No solo son malas para la salud, en general, sino que también son muy exigentes. Siempre que surge una, hay que prestarle atención en vez de dedicarse a lo que estuvieras haciendo. De hecho, en ese sentido, las explosiones se parecen sospechosamente a las hermanas menores.

Por suerte, ahora mismo no os voy a hablar de la explosión del Viento de Halcón, sino de algo que no tiene nada que ver: los palitos de merluza. Acostumbraos; hago este tipo de cosas continuamente.

Los palitos de merluza son, sin duda, lo más repugnante que se ha inventado. El pescado normal ya es malo de por sí, pero los palitos de merluza... Bueno, llevan la asquerosidad a un nivel superior. Es como si solo existieran para que los escritores inventáramos palabras nuevas para describirlos, ya que las antiguas no son lo bastante horribles. Estoy pensando en usar cacapusqueroso.

Definición de cacapusqueroso: «Adj. Se usa para describir un artículo que es tan nauseabundo como los palitos de merluza.» Nota: Esta palabra solo puede utilizarse para describir los palitos de merluza en sí, ya que no se ha encontrado todavía nada igual de cacapusqueroso. Aunque el hueco sucio, mohoso y desordenado debajo de la cama de Brandon Sanderson no le anda a la zaga.

¿Que por qué os estoy hablando sobre palitos de merluza? Bueno, pues porque, además de ser una plaga malsana sobre la faz de la Tierra, son todos más o menos iguales. Si no te gustan de una marca, lo más probable es que no te guste ninguno.

El asunto es que me he dado cuenta de que la gente suele tratar los libros como si fueran palitos de merluza: prueba uno y cree que ya los ha probado todos.

Los libros no son palitos de merluza. Aunque no todos son tan geniales como el que tenéis ahora entre las manos, hay tanta variedad que resulta perturbador. Incluso dentro del mismo género, nunca hay dos libros iguales.

Después hablaremos más sobre el tema. Por ahora procurad simplemente no tratar los libros como si fueran palitos de merluza. Y si os veis obligados a comer una de las dos cosas, elegid los libros. Confiad en mí.

El lateral derecho del Viento de Halcón estalló.

El vehículo se escoró y los relucientes fragmentos de cristal roto salieron volando por los aires. A mi lado, la pata del pájaro de cristal se rompió, y el mundo se sacudió, giró y distorsionó; era como montar en un tiovivo diseñado por un loco.

En aquel momento, presa del pánico, me di cuenta de que el trozo de cristal que tenía bajo los pies —ese al que todavía estaban pegadas mis botas— se había desprendido del Viento de Halcón. El vehículo seguía volando como podía, pero yo no. A no ser que caer en picado hacia la muerte a ciento sesenta kilómetros por hora cuente como volar.

Lo veía todo borroso. El gran trozo de cristal al que estaba pegado daba vueltas sobre sí mismo, ya que el viento lo zarandeaba como si fuera una hoja de papel. No tenía mucho tiempo.

«¡Rómpete!», pensé, enviando una descarga de mi Talento a través de las piernas, que rompió las botas y la hoja de cristal bajo ellas. Los fragmentos estallaron a mi alrededor, pero dejé de dar vueltas. Me volví, mirando hacia las olas. No tenía lentes que pudieran salvarme, tan solo las de traductor y las de oculantista. Todas las demás se habían roto, las había regalado o habían vuelto a manos del abuelo.

Eso me dejaba con mi Talento. El viento me silbaba en los oídos; alargué los brazos. Siempre me había preguntado qué podría romper mi Talento si se le daba la oportunidad. ¿Podría, quizás...? Cerré los ojos y reuní mi poder.

«¡¡¡Rómpete!!!», pensé mientras disparaba el poder por las manos y lo lanzaba al aire.

No pasó nada.

Abrí los ojos, aterrado, mientras las olas corrían a mi alcance. Y seguían corriendo. Y corriendo. Y... corriendo un poco más.

«Pues sí que estoy tardando en caer en picado hasta la muerte», pensé. Era como si cayera, pero las cercanas olas no parecían seguir aproximándose.

Me volví y miré hacia arriba. Allí, cayendo hacia mí, estaba el abuelo Smedry, con la chaqueta del esmoquin ondeando al viento y una cara de concentración extrema mientras me ofrecía una mano con los dedos extendidos.

«¡Me está haciendo llegar tarde a mi caída!», comprendí. Yo había conseguido alguna vez utilizar mi Talento a distancia, pero era difícil e impredecible.

—¡Abuelo! —chillé de emoción.

Justo en ese momento, cayó sobre mí de cara y los dos nos sumergimos en el océano. El agua estaba fría, y mi exclamación de sorpresa no tardó en convertirse en un borboteo.

Salí del mar entre escupitajos. Por suerte, el agua estaba en calma, aunque helada, y las olas no eran grandes. Me enderecé las lentes —que, curiosamente, no se me habían caído—, y busqué con la mirada a mi abuelo, que salió del agua unos segundos después con el bigote goteando y los mechones de pelo blanco pegados a la cabeza medio calva.

—¡Por el walkman de Westerfeld! —exclamó—. Ha sido emocionante, ¿verdad, chaval?

Me estremecí a modo de respuesta.

—Vale, prepárate —dijo el abuelo Smedry, que, sorprendentemente, tenía pinta de estar cansado.

—¿Para qué?

—Estoy dejando que lleguemos tarde a parte de esa caída —respondió—, pero no puedo anularla por completo. ¡Y no creo que pueda contenerla mucho más!

—Entonces, quieres decir que...

Dejé de hablar al sentirlo. Fue como si cayera de nuevo al mar; me quedé sin aliento y me hundí en el agua, desorientado y helado, para después obligarme a bucear como pude hacia la luz. Salí al exterior y tomé aire, jadeando.

Entonces me golpeó otra vez. El abuelo Smedry había fragmentado nuestra caída en pequeños pasos, así que apenas pude ver a mi abuelo, que intentaba mantenerse a flote y no le iba mejor que a mí.

Me sentía impotente, debería haber podido hacer algo con mi Talento. Todos me decían que mi habilidad para romper cosas era poderosa y, de hecho, había logrado hazañas asombrosas con ella. Sin embargo, todavía no poseía el control que tanto envidiaba al abuelo y a mis primos.

Cierto, solo hacía unos cuatro meses que era consciente de mi herencia como Smedry, pero cuesta no decepcionarse con uno mismo cuando estás a punto de ahogarte. Así que hice lo más sensato y me desmayé.

Cuando desperté estaba —por suerte— vivo, aunque parte de mí deseaba no estarlo. Me dolía casi todo, como si me hubieran metido dentro de un saco de boxeo que hubiese después pasado por una batidora. Gruñí y abrí los ojos. Una joven esbelta estaba arrodillada junto a mí. Tenía una larga melena plateada y vestía un uniforme de estilo militar.

Parecía enfadada. En otras palabras: tenía el mismo aspecto de siempre.

—Lo has hecho a propósito —me acusó Bastille.

Me senté y me llevé una mano a la cabeza.

—Sí, Bastille, me paso el día intentando que me maten solo para molestarte.

Me miró. Era evidente que una pequeña parte de ella creía en serio que los Smedry nos metíamos en líos para complicarle la vida.

Todavía tenía mojados los vaqueros y la camiseta, y me encontraba tumbado en un charco de agua de mar salada, así que probablemente no hacía mucho de la caída. Veía el cielo abierto sobre mí y, a la derecha, el Viento de Halcón permanecía apoyado en su única pata, sobre un muro. Parpadeé y me fijé en que estábamos encima de una especie de torre de castillo.

—Australia consiguió hacer descender el Viento de Halcón para sacaros a los dos del agua —explicó Bastille en respuesta a mi pregunta silenciosa mientras se levantaba—. No estamos seguros de qué provocó la explosión. Procedía de uno de los cuartos, es lo único que sabemos.

Me obligué a ponerme de pie mientras observaba el vehículo silimático. Todo el lateral derecho había volado en pedazos, así que se veían las habitaciones del interior. Una de las alas estaba cubierta de grietas y —como con tanta claridad había descubierto— un gran trozo del pecho del pájaro se había desprendido.

Mi abuelo estaba sentado al lado de la barandilla de la torre y me saludó con cansancio cuando lo miré. Los demás intentaban salir poco a poco del pájaro. La explosión había destruido los escalones de acceso.

—Iré a buscar ayuda —dijo Bastille—. Échale un vistazo a tu abuelo y procura no caerte por el borde de la torre o algo así mientras yo no esté.

Tras decir aquello bajó corriendo unas escaleras que entraban en la torre.

Me acerqué al abuelo.

—¿Estás bien?

—Claro que sí, chaval, por supuesto.

El abuelo Smedry sonrió a través de su empapado bigote. Solo lo había visto tan cansado una vez, justo después de nuestra batalla con Blackburn.

—Gracias por salvarme —le dije mientras me sentaba a su lado.

—Solo te devolvía el favor —respondió con un guiño—. Creo que tú fuiste el que me salvó en aquella infiltración en la biblioteca.

Aquello había sido cuestión de suerte, más bien. Miré a Viento de Halcón, donde nuestros acompañantes seguían intentando encontrar el modo de salir.

—Ojalá pudiera usar mi Talento como tú el tuyo.

—¿Qué? Alcatraz, tú utilizas muy bien tu Talento. Te vi destruir ese cristal al que estabas pegado. No podría haberte tenido a la vista a tiempo de no haberlo hecho. Lo que te ha salvado la vida ha sido tu agilidad mental.

—Intentaba hacer más. Pero no funcionó.

—¿Más?

Me ruboricé porque ahora sonaba tonto.

—Supuse... Bueno, creía que podría romper la gravedad, que podría volar.

El abuelo se rio entre dientes.

—Conque romper la gravedad, ¿eh? Muy osado, sí. ¡Un intento muy Smedry! Pero un poquito más allá del alcance de tu poder, diría. ¡Imagínate el caos si la gravedad dejara de funcionar en todo el mundo!

No me lo tengo que imaginar: lo he vivido. Pero ya llegaremos a eso. En algún momento.

Oímos un tumulto, y por fin una figura consiguió saltar del lado roto del Viento de Halcón y aterrizar en lo alto de la torre. Draulin, la madre de Bastille, era una mujer austera con armadura plateada. Caballero de Cristalia de pleno derecho —un título que Bastille había perdido hacía poco—, Draulin era muy eficiente en todo lo que hacía. Entre lo que hacía se incluía: proteger a los Smedry, que todo le disgustase y conseguir que los demás nos sintiéramos unos vagos.

Una vez en el suelo pudo ayudar a bajar a los otros dos ocupantes del vehículo. Australia Smedry, mi prima, era una chica mokiana rellenita de dieciséis años. Llevaba un vestido colorido que parecía una sábana y, como su hermano, tenía la piel tostada y el pelo oscuro, ya que los mokianos son parientes de los polinesios de las Tierras Silenciadas. Al llegar al suelo, corrió hacia nosotros.

—¡Ay, Alcatraz! ¿Estás bien? No te vi caer, estaba demasiado ocupada con la explosión. ¿La has visto?

—Estooo, claro, Australia. Fue lo que me echó volando del Viento de Halcón.

—Ah, sí —respondió ella mientras rebotaba sobre los talones una y otra vez—. ¡De no ser por Bastille, que estaba mirando, no habríamos visto dónde caíais! No te dolió mucho cuando te dejé caer en la torre, ¿no? Tuve que recogeros del agua con la pata de Viento de Halcón y dejaros aquí para poder aterrizar. Ahora le falta una pata. No sé si te has dado cuenta.

—Sí —respondí con cansancio—. La explosión, ¿recuerdas?

—¡Por supuesto que lo recuerdo, tonto!

Esa es Australia. No es que sea boba; es que le cuesta recordar ser lista.

La última persona en salir del Viento de Halcón fue mi padre, Attica Smedry. Era un hombre alto con el pelo alborotado y llevaba unas lentes de oculantista con cristales rojos. De algún modo, cuando las lucía él no resultaban rositas y tontas, como siempre me lo parecían cuando me las ponía yo.

Se nos acercó al abuelo Smedry y a mí.

—Ah, bien, veo que todo el mundo está a salvo. Genial.

Nos quedamos mirando durante un embarazoso momento. Era como si mi padre no supiera qué más decir, como si la necesidad de actuar como un padre le resultara incómoda. Cuando Bastille apareció escaleras arriba, pareció aliviado; detrás de ella iba toda una flota de criados con el atuendo estándar de los Reinos Libres: túnicas y pantalones.

—Ah —dijo mi padre—, ¡excelente! Seguro que los criados sabrán qué hacer. Me alegro de que no estés herido, hijo.

Tras decir aquello, se fue rápidamente hacia las escaleras.

—¡Señor Attica! —dijo uno de los criados—. Cuánto tiempo.

—Sí, bueno, he regresado. Necesitaré que arreglen de inmediato mis habitaciones y que me preparen un baño. Decid al Consejo de los Reyes que me dirigiré a ellos a la mayor brevedad para informar sobre un asunto muy importante. Además, que los periódicos sepan que estoy disponible para entrevistas. —Vaciló—. Ah, y atended a mi hijo. Necesitará..., estooo..., ropa y cosas así.

Desapareció escaleras abajo con una manada de criados detrás siguiéndolo como cachorros.

—Espera un segundo —dije mientras me levantaba y miraba a Australia—. ¿Por qué obedecen tan deprisa?

—Son sus criados, tonto. Es lo que hacen.

—¿Sus criados? —pregunté mientras me acercaba al lateral de la torre para asomarme y ver mejor el edificio de abajo—. ¿Dónde estamos?

—En el Torreón Smedry, claro —respondió Australia—. ¿Dónde si no?

Miré hacia la ciudad y me di cuenta de que habíamos aterrizado el Viento de Halcón en una de las torres del robusto castillo negro que había visto antes. El Torreón Smedry.

—¿Tenemos nuestro propio castillo? —pregunté, perplejo, al volverme hacia mi abuelo.

Le había sentado bien descansar unos minutos, y había recuperado el brillo de los ojos cuando se levantó mientras se sacudía el esmoquin empapado.

—¡Por supuesto, chaval! ¡Somos Smedry!

Smedry. Todavía no entendía bien lo que significaba. Para vuestra información, significaba... Bueno, lo explicaré en el siguiente capítulo. Ahora mismo estoy un poco vago.

Uno de los criados, una especie de médico, empezó a toquetear al abuelo Smedry y a mirarle los ojos mientras le pedía que contara hacia atrás. El abuelo tenía cara de querer escapar, pero entonces vio a Bastille y a Draulin hombro con hombro, con los brazos cruzados e igual de decididas. Por sus posturas, estaba claro que el abuelo y yo pasaríamos por un examen médico aunque eso supusiera que nuestras caballeros tuvieran que atarnos y colgarnos de los pies.

Suspiré y apoyé la espalda en el borde de la torre.

—Oye, Bastille —dije mientras algunos criados nos traían toallas.

—¿Qué? —preguntó, acercándose.

—¿Cómo has bajado? —pregunté con un gesto de cabeza hacia el vehículo roto—. Todos los demás estaban atrapados dentro cuando desperté.

—Pues...

—¡Salió de un salto! —exclamó Australia—. Draulin dijo que el cristal era frágil y que debería examinarlo primero, ¡pero Bastille saltó sin más!

Bastille lanzó una mirada asesina a Australia, pero la mokiana siguió hablando sin percatarse.

—Debía de estar muy preocupada por ti, Alcatraz, porque corrió a tu lado. Y...

Bastille intentó pisarle un pie con mucha sutileza.

—¡Ay! —exclamó Australia—. ¿Es que estamos aplastando hormigas?

Curiosamente, Bastille se ruborizó. ¿Se avergonzaba por haber desobedecido a su madre? Siempre intentaba con todas sus fuerzas agradar a aquella mujer, pero yo estaba bastante seguro de que agradar a Draulin era poco menos que imposible. Es decir, seguro que no saltó del vehículo porque estuviera preocupada por mí. Yo era muy consciente de lo irritante que me encontraba.

Pero... ¿y si estaba preocupada por mí de verdad? ¿Qué quería decir? De repente, yo también me ruboricé.

Y ahora voy a hacer todo lo que esté en mis manos por distraeros de ese último párrafo. Lo cierto es que no debería haberlo escrito. Debería haber sido lo bastante listo como para cerrar el pico. Debería haber ahuecado el ala para alejarme del tema pisando huevos.

¿He mencionado ya que puedo llegar a ser un poco gallina?

En aquel momento, Sing apareció en las escaleras y nos ahorró a Bastille y a mí nuestro momento incómodo. Sing Sing Smedry, mi primo y hermano mayor de Australia, era un titán de hombre. Medía más de metro ochenta y era bastante rellenito (que es una forma amable de decir que estaba gordo). El mokiano tenía el Talento Smedry de tropezar y caer al suelo, cosa que hizo en cuanto llegó a lo alto de la torre.

Juro que sentí temblar las piedras. Todos nos agachamos mientras intentábamos localizar el origen del peligro. El Talento de Sing suele activarse cuando algo está a punto de hacerle daño. Sin embargo, en ese momento no ocurrió nada. Sing miró a su alrededor, se puso de pie y corrió a levantarme (ya que yo me había hecho un ovillo) para darme un abrazo asfixiante.

—¡Alcatraz! —chilló. Alargó un brazo y agarró a Australia para abrazarla también a ella—. ¡Chicos, tenéis que leer el trabajo que he escrito sobre las técnicas de regateo y la metodología publicitaria de las Tierras Libres! ¡Es muy emocionante!

Veréis, Sing era antropólogo, especializado en la cultura y el armamento de las Tierras Libres, aunque, por suerte, esta vez no parecía llevar ningún arma colgando del cuerpo. Lo más triste es que la mayoría de la gente que he conocido en los Reinos Libres —sobre todo mi familia— piensa que leer un estudio antropológico es algo emocionante. Necesitan que alguien les enseñe lo que es un videojuego.

Sing nos soltó al fin, se volvió hacia el abuelo Smedry y se inclinó brevemente.

—Señor Smedry —dijo—. Tenemos que hablar. Hemos tenido algunos problemas en tu ausencia.

—Siempre hay problemas en mi ausencia —respondió el abuelo—. Y también los hay de sobra cuando estoy aquí. ¿Qué es esta vez?

—Los Bibliotecarios han enviado un embajador al Consejo de los Reyes —explicó Sing.

—Bueno —respondió el abuelo Smedry como si nada—, espero que el trasero del embajador no se hiciera demasiado daño cuando Brig lo echó de la ciudad.

—El rey supremo no desterró al embajador, mi señor —dijo Sing en voz baja—. De hecho, creo que van a firmar un tratado.

—¡Eso es imposible! —exclamó Bastille—. ¡El rey supremo nunca se aliaría con los Bibliotecarios!

—Escudera Bastille, guarda silencio y no contradigas a tus superiores —le espetó Draulin, que estaba de pie, muy derecha, con las manos detrás de la espalda.

Bastille se ruborizó y bajó la vista.

—Sing —dijo el abuelo Smedry con urgencia—, ¿qué dice este tratado sobre la lucha en Mokia?

Sing miró a un lado.

—Pues... Bueno, el tratado entregaría Mokia a los Bibliotecarios a cambio del fin de la guerra.

—¡Por el dubitativo Dashner! —exclamó el abuelo—. ¡Llegamos tarde! ¡Tenemos que hacer algo!

De inmediato salió corriendo por el tejado y se puso a bajar las escaleras a toda prisa.

Los demás nos miramos los unos a los otros.

—¡Debemos actuar con osada imprudencia y un intenso vibrato! —Nos llegó el eco de su voz desde las escaleras—. ¡Pero así somos los Smedry!

—Creo que deberíamos seguirlo —dije.

—Sí —repuso Sing, mirando a su alrededor—. Es que se emociona mucho. ¿Dónde está el señor Kazan?

—¿No está aquí? —preguntó Australia—. Fue el que envió al Viento de Halcón a por nosotros.

Sing negó con la cabeza.

—Kaz se fue hace unos días diciendo que se reuniría con vosotros.

—Su Talento debe de haberlo perdido —dijo Australia con un suspiro—. A saber dónde estará.

—Estooo, ¿hola? —dijo el abuelo Smedry asomando la cabeza desde las escaleras—. ¡Por el jacarandoso Jones, gente! ¡Tenemos un desastre que evitar! ¡Hay que ponerse en movimiento!

—Sí, señor Smedry —respondió Sing mientras se le acercaba con sus andares de pato—. Pero ¿adónde vamos?

—¡Pide un reptista! —ordenó el anciano—. ¡Tenemos que llegar al Consejo de los Reyes!

—Pero... ¡están en sesión!

—Mejor que mejor —respondió el abuelo Smedry mientras alzaba una mano en un gesto teatral—. ¡Así nuestra entrada será mucho más interesante!