Capítulo
13

La gente tiende a creerse lo que le cuentan los demás. Sobre todo ocurre cuando la gente que le cuenta a la gente lo que le cuenta es la gente que tiene un título universitario en aquello que le está contado a la gente (¿no contabais con ello?).

Los títulos universitarios son muy importantes. Sin ellos, no sabríamos distinguir a un experto de alguien que no lo es, y si no supiéramos quién es el experto, no sabríamos a qué opinión hacer más caso.

O, al menos, eso es lo que los expertos quieren que creamos. Los que han hecho caso a Sócrates saben que se supone que deben hacer preguntas. Preguntas como: «Si todos somos iguales, ¿por qué mi opinión vale menos que la de un experto?» o «Si me gusta leer este libro, ¿por qué debería permitir que alguien me dijera que no debería leerlo?».

Eso no significa que no me gusten los críticos. Mi primo lo es y, como habéis visto, es un tipo muy agradable. Lo único que digo es que deberíais cuestionaros lo que os cuenten los demás, aunque tengan un título universitario. Hay muchas personas que quizás intenten evitar que leáis este libro. Se os acercarán y dirán cosas como: «¿Por qué lees esa porquería?» o «Deberías estar haciendo los deberes» o «¡Ayúdame, estoy ardiendo!».

Que no os distraigan. Es de vital importancia que sigáis leyendo. Este libro es muy muy importante.

Al fin y al cabo, trata sobre mí.

—Los Archivos Reales —dije, alzando la vista hacia el enorme edificio que tenía frente a mí.

—Que no son una biblioteca —añadió Sing.

—Gracias, Sing —respondí con brusquedad—. Casi se me había olvidado.

—¡Encantado de ayudar! —respondió mientras subíamos los escalones.

Bastille iba detrás; seguía igual, casi no reaccionaba. Había acudido a nosotros porque la habían echado de Cristalia. Desvincularla de la roca mágica de los caballeros también exigía un periodo de exilio de su champiñón de cristal gigante.

Para los que habitáis en las Tierras Silenciadas, os reto a convertir ese último párrafo en una conversación: «Por cierto, Sally, ¿sabías que si te desvinculan de la roca mágica de los caballeros también te exigen un período de exilio de su champiñón de cristal gigante?»

Un dragón subía arrastrándose por los muros de los castillos que tenía encima, gruñendo en voz baja para sí. Los Archivos Reales (que no son una biblioteca) se parecían mucho a un edificio sacado de la historia griega, con sus magníficos pilares y sus escalones de mármol. La única diferencia estribaba en que tenía torres de castillo. En Nalhalla, todo tiene torres de castillo, incluso las letrinas (ya sabéis, por si a alguien se le ocurre tomar por la fuerza el trono).

—Hace mucho tiempo que no vengo por aquí —dijo Sing, que caminaba a mi lado, tan contento. Me alegraba volver a pasar un rato con el simpático antropólogo.

—¿Ya habías estado antes?

—Durante mi época de estudiante de grado tuve que investigar sobre nuestras armas antiguas. Aquí hay libros que no se pueden encontrar en ninguna otra parte. En realidad, me da un poco de pena volver.

—¿Tan malo es este sitio? —pregunté al entrar en la cavernosa sala principal de los Archivos Reales. No veía ningún libro, casi parecía vacía.

—¿Este sitio? Oh, no me refería a los Archivos Reales, que no son una biblioteca, sino a Nalhalla. ¡No pude investigar en las Tierras Silenciadas todo lo que me habría gustado! Estaba inmerso en un estudio sobre el transporte en esas tierras cuando tu abuelo fue a buscarme y dimos inicio a la infiltración.

—Aquello no es tan interesante.

—¡Eso es porque te has acostumbrado! —exclamó Sing—. ¡Todos los días sucedía algo nuevo y emocionante! Justo antes de irnos, por fin conseguí conocer a un taxista de verdad. Le pedí que me diera una vuelta por la manzana y, aunque me decepcionó no verme envuelto en ningún accidente, estoy seguro de que podría haber experimentado alguno al cabo de unos días.

—Los accidentes son peligrosos, Sing.

—Oh, estaba preparado para el peligro. ¡Me aseguré de llevar gafas protectoras!

Suspiré, pero no hice más comentarios. Intentar refrenar el amor de Sing por las Tierras Silenciadas era como..., bueno, como darle patadas a un cachorrito al que le gustara llevar armas de fuego.

—Este sitio no parece tan impresionante —dije mientras miraba a mi alrededor, a los majestuosos pilares y los enormes pasillos—. ¿Dónde están los libros?

—Ah, es que estos no son los archivos —respondió Sing, señalando una puerta—. Los archivos están ahí.

Arqueé una ceja y me acerqué a la puerta, y la abrí. Dentro me encontré con un ejército.

Había unos cincuenta o sesenta soldados, todos firmes en fila, con los cascos de metal relucientes a la luz de las lámparas. Al fondo de la sala se veían unas escaleras que bajaban.

—Guau —dije.

—¡Vaya, el joven señor Smedry! —atronó una voz. Me volví y me sorprendió ver caminando hacia mí a Archedis, el caballero de Cristalia de gran mentón que conocí en el juicio de Bastille—. ¡Qué sorpresa encontrarlo aquí!

—Sir Archedis —respondí—. Supongo que podría decir lo mismo.

—Siempre hay dos caballeros de Cristalia de pleno derecho protegiendo los Archivos Reales.

—Que no son una biblioteca —añadió uno de los soldados.

—Estaba supervisando un cambio de guardia —dijo Archedis al acercarse.

Resultaba mucho más intimidante de pie. Armadura plateada, rostro rectangular, una barbilla que podría destruir países si cayera en las manos equivocadas. Sir Archedis era la clase de caballero que la gente pone en los carteles de reclutamiento.

—Bueno —respondí—, hemos venido a investigar los Archivos Reales...

—Que no son una biblioteca —apuntó Sir Archedis.

—... porque creemos que los Bibliotecarios podrían estar interesados en ellos.

—Están bastante bien protegidos —respondió Archedis con su voz profunda—. ¡Medio pelotón de soldados y dos crístines! Pero supongo que no vendrá mal tener también por aquí a un oculantista, ¡sobre todo cuando hay Bibliotecarios en la ciudad!

Miró detrás de mí.

—Veo que ha traído a la joven Bastille —añadió—. Buen trabajo, ¡mantenerla en movimiento para que no se regodee en su castigo!

Volví la vista hacia Bastille. Estaba concentrada en Sir Archedis, y me pareció ver que empezaba a demostrar alguna emoción. Seguramente estaría pensando en lo mucho que le gustaría atravesarle el pecho con algo largo y puntiagudo.

—Siento que hayamos tenido que conocernos en tan lamentables circunstancias, señor Smedry —me dijo Archedis—. He seguido de cerca sus hazañas.

—Oh —repuse, ruborizándome—. ¿Se refiere a los libros?

Archedis se rio.

—¡No, no, a sus hazañas reales! La batalla contra Blackburn fue bastante impresionante, por lo que cuentan, y me habría gustado ser testigo de la pelea con el Animado. He oído que se manejó bastante bien.

—Ah, bueno, gracias —respondí, sonriendo.

—Pero, dígame —dijo mientras se inclinaba sobre mí—: ¿de verdad rompió una espada crístina con ese Talento suyo?

Asentí.

—La empuñadura se soltó cuando la tenía en la mano. No me daba cuenta, pero el problema eran mis emociones. Estaba tan nervioso que el Talento se activó con gran cantidad de poder.

—Bueno, ¡supongo que tendré que aceptar su palabra! —exclamó Archedis—. ¿Le gustaría contar con un caballero como guardia personal durante la investigación?

—No, estoy bien así.

—Estupendo —respondió mientras me daba una palmada en la espalda. Por cierto: que te dé una palmada en la espalda alguien con guantelete no es agradable, por mucho cariño que le ponga—. Adelante, y mucha suerte. —Después, volviéndose hacia los soldados, añadió—: ¡Dejadlo pasar y seguid sus órdenes! ¡Es el heredero de la Casa Smedry!

Los soldados me saludaron todos a una, y Archedis se fue por la puerta, entre tintineos de armadura.

—Me gusta ese tío —dije una vez que se hubo marchado.

—Le gusta a todo el mundo —repuso Sing—. Sir Archedis es uno de los caballeros más influyentes de la orden.

—Bueno, no creo que le guste a todo el mundo, la verdad —dije mirando a Bastille, que observaba la puerta.

—Es asombroso —susurró ella, para mi sorpresa—. Él es una de las razones por las que decidí unirme a la orden.

—¡Pero si fue uno de los que votó para que te quitaran el rango!

—Fue el menos severo de los tres —respondió Bastille.

—Solo porque yo lo convencí.

Ella me miró con una cara rara; al parecer, empezaba a salir de su bajón.

—Creía que te gustaba —comentó.

—Bueno, y me gusta.

O, al menos, me gustaba... hasta el momento en que Bastille había empezado a hablar de lo maravilloso que era. De repente, estaba convencido de que Sir Archedis era soso y lerdo. Me preparé para explicárselo a Bastille, pero me interrumpieron los soldados al abrirnos paso.

—Ah, bien —dijo Sing mientras entraba—. La última vez tardé una hora en satisfacer sus requisitos de seguridad.

Bastille lo siguió. Estaba claro que no se había recuperado del todo, aunque estuviera un poco más animada. Llegamos a las escaleras y, por un breve instante, recordé la Biblioteca de Alejandría, con sus Bibliotecarios espectrales y sus interminables hileras de tomos y pergaminos polvorientos. También se encontraba bajo tierra.

Las similitudes acababan ahí. No solo porque los Archivos Reales no fueran una biblioteca, sino porque las escaleras no acababan en una extraña oscuridad teletransportadora, sino que se alargaban un buen trecho, sucias y secas. Cuando por fin alcanzamos el fondo, nos encontramos con dos caballeros de Cristalia haciendo guardia junto a otras puertas. Saludaron, ya que al parecer nos reconocieron a Sing y a mí.

—¿Durante cuánto tiempo necesitará tener acceso a las instalaciones, mi señor? —preguntó uno de los caballeros.

—Ah, pues no estoy seguro.

—Si no le importa, pásese por aquí dentro de una hora —dijo el otro caballero, una mujer corpulenta de pelo rubio.

—De acuerdo.

Tras el intercambio, los dos caballeros abrieron las puertas y nos dejaron entrar a Sing, a Bastille y a mí en los archivos.

—Guau —dije, pero no parecía suficiente—. ¡Guau! —repetí, esta vez con más énfasis.

Es probable que ahora estéis esperando una descripción por todo lo alto, algo impresionante para ilustrar la majestuosa colección de tomos que componía los archivos.

Eso es porque habéis malinterpretado mis «guaus». Veréis, como casi todas las exclamaciones basadas en idiomas animales, «guau» puede interpretarse de muchas formas diferentes. Es lo que llamamos «versátil», que no es más que otro modo de decir que es una palabra muy tonta.

Al fin y al cabo, «guau» puede querer decir que algo es genial o que algo te inquieta. También: «Eh, oye, mira, ¡está a punto de comerme un dinosaurio!» O incluso podría significar: «Acabo de ganar la lotería, aunque no sé qué hacer con todo ese dinero porque estoy en el estómago de un dinosaurio.»

Como nota al margen dentro de esta nota al margen, cabe comentar que, como descubrimos en el primer libro, es cierto que la mayoría de los dinosaurios son buena gente y no todos comen hombres. Sin embargo, existen algunas notables excepciones, como Quesadilla y el infame Hermanabrontë.

En mi caso, «guau» no se refería a ninguna de estas cosas, sino a algo así como: «¡Este sitio está hecho una pena!»

—¡Este sitio está hecho una pena! —exclamé.

—No hace falta que te repitas —masculló Bastille, que habla con fluidez el guaunés.

Los libros estaban amontonados como pilas de chatarra en un viejo desguace en ruinas. Había montañas enteras de ellos, descartados, destrozados y totalmente desorganizados. La cueva parecía no acabarse nunca, y los libros formaban montes y colinas, como dunas de arena hechas de páginas, letras y palabras. Volví la vista hacia los guardias que protegían la entrada.

—¿Esto está organizado de alguna manera? —pregunté con un atisbo de esperanza.

El caballero palideció.

—¿Organizado? ¿Se refiere a... un sistema de catalogación?

—Sí, ya sabe, para poder encontrar las cosas fácilmente.

—¡Eso es lo que hacen los Bibliotecarios! —exclamó la caballero rubia.

—Genial —respondí—. Simplemente genial. Gracias, de todos modos.

Suspiré y me aparté de la puerta, que los caballeros cerraron a mi paso. Después cogí una lámpara de la pared.

—Bueno, pues vamos a investigar —les dije a los demás—. A ver si encontramos algo sospechoso.

Vagamos por la sala, e intenté que mi fastidio no me traicionara. Los Bibliotecarios habían hecho muchas cosas horribles a los Reinos Libres; tenía sentido que los de Nalhalla sintieran un miedo irracional por sus costumbres. Sin embargo, me resultaba asombroso que un pueblo al que le gustaba tanto aprender tratara los libros de un modo tan horrendo. Por el modo en que estaban esparcidos los volúmenes, daba la impresión de que su método para «archivarlos» consistía en tirarlos a la cámara de almacenamiento y olvidarse de ellos.

Las pilas se hacían cada vez más grandes y descomunales a medida que nos acercábamos al fondo de la cámara, como si un infernal bulldozer con fobia a las letras los hubiera ido empujando sistemáticamente hacia allí. Me detuve con las manos en las caderas. Yo me esperaba un museo o, al menos, un cubil lleno de estanterías, pero me había encontrado con el dormitorio de un adolescente.

—¿Cómo pueden saber si falta algo? —pregunté.

—No pueden —respondió Sing—. Suponen que si nadie puede entrar para robar libros, no tienen por qué llevar la cuenta ni organizarlos.

—Qué estupidez —repuse, luz en alto.

La cámara era más larga que ancha, así que veía las paredes a ambos lados de mí. No parecía tan infinito como la Biblioteca de Alejandría; en resumen, era una habitación muy grande llena de miles y miles de libros.

Retrocedí por el camino entre los montículos. ¿Cómo saber si había algo sospechoso en un sitio en el que no habías estado nunca? Estaba a punto de rendirme cuando lo oí: un ruido.

—No sé, Alcatraz —decía Sing—, quizás...

Levanté una mano para silenciarlo.

—¿Has oído eso? —pregunté.

—¿El qué?

Cerré los ojos para escuchar mejor. ¿Me lo habría imaginado?

—Allí —dijo Bastille. Abrí los ojos y vi que señalaba una de las paredes—. Arañazos, como...

—Como alguien excavando —respondí mientras me subía a una pila de libros.

La trepé entera, resbalando en lo que parecían ser varios volúmenes del código tributario real, hasta que llegué a la cima y pude tocar la pared. Era de cristal, por supuesto. Apreté la oreja contra ella.

—Sí —confirmé—, sin duda se oyen ruidos de excavación que proceden del otro lado. Mi madre no se coló aquí, ¡se coló en un edificio cercano! ¡Están abriendo un túnel hasta los Archivos Reales!

—No... —empezó a decir Sing.

—Sí, que no son una biblioteca, lo capto.

—En realidad iba a decir que no pretendo llevarte la contraria, Alcatraz, pero que es imposible entrar en este sitio por la fuerza.

—¿Qué? —pregunté mientras resbalaba montaña de libros abajo—. ¿Por qué?

—Porque está construido con cristal de reforzador —respondió Bastille, que tenía mejor aspecto, aunque todavía parecía un poco aturdida—. No se puede romper, ni siquiera con los Talentos de los Smedry.

Miré otra vez hacia la pared.

—He visto cómo sucedían cosas imposibles. Mi madre tiene las lentes de traductor; vete a saber qué ha aprendido ya gracias al idioma olvidado. Puede que hayan encontrado el modo de atravesar ese cristal.

—Es posible —dijo Sing, que se rascaba la barbilla—. Aunque, si te soy sincero, de estar en su lugar me habría limitado a hacer un túnel hasta las escaleras de ahí para después entrar por la puerta.

Miré la pared. Lo que decía Sing tenía sentido.

—Vamos —les dije mientras corría a abrir la puerta. Los dos caballeros de fuera se asomaron al interior.

—¿Sí, señor Smedry? —preguntó uno.

—Puede que alguien intente abrir un túnel hasta las escaleras —respondí—. Bibliotecarios. Pidan refuerzos para la puerta.

Los caballeros pusieron cara de sorpresa, pero obedecieron mis órdenes; uno de ellos salió corriendo escaleras arriba, tal como le pedía.

Miré a Bastille y Sing, que todavía estaban en la sala. Los soldados no bastarían; no pensaba esperar a ver qué estratagema pensaban poner en práctica los Bibliotecarios. Mokia tenía problemas y yo debía ayudar. Eso significaba detener lo que estuvieran haciendo mi madre y los otros, puede que incluso exponer su doble juego ante los monarcas.

—Tenemos que averiguar qué desea encontrar aquí mi madre y cogerlo primero —dije.

Bastille y Sing se miraron, y después miraron de nuevo a la ridícula cantidad de libros que tenían detrás. Casi podía leerles el pensamiento en la cara.

¿Encontrar lo que buscaba mi madre? ¿En ese follón? ¿Cómo iba nadie a encontrar nada allí dentro?

Entonces fue cuando dije algo que creía que nunca diría, por muy mayor que me hiciera.

—Necesitamos a un Bibliotecario —afirmé—. Ahora mismo.