Capítulo
10

En las Tierras Silenciadas existe un horrendo método de tortura diseñado por los Bibliotecarios. Aunque se supone que este libro es para todas las edades, me parece que ha llegado el momento de enfrentarnos a esta práctica tan inquietante como cruel. Alguien debe demostrar el valor necesario para sacarla a la luz.

Efectivamente, ha llegado el momento de hablar de los especiales para después del cole.

Los especiales para después del cole son unos programas de la tele estadounidense que los Bibliotecarios ponen justo cuando los chavales llegan a casa después del colegio. Los especiales suelen ser películas sobre un crío que se enfrenta a un problema absurdo, como el bullying, la presión del grupo o los resoplidos de un gerbo. Vemos la vida del chico, su lucha, sus problemas... y después la película nos ofrece una solución bonita y sencilla que lo arregla todo al final.

Por supuesto, el objetivo de estos programas es que sea tan doloroso y completamente insoportable verlos que los niños prefieran estar en clase. Así, cuando tienen que levantarse a la mañana siguiente para hacer largas divisiones, piensan: «Bueno, al menos no estoy en casa viendo ese horrible especial para después del cole.»

Incluyo esta explicación para todos los de los Reinos Libres, para que entendáis lo que estoy a punto de decir. Es muy importante que comprendáis que no quiero que este libro suene como un especial para después del cole.

Había dejado que la fama se me subiera a la cabeza. El objetivo de este libro no es demostrar que eso sea malo, sino mi verdadera forma de ser. Demostrar de lo que soy capaz. Creo que aquel primer día en Nalhalla dice mucho sobre mí.

Ni siquiera me gustan las aspirapilas.

En las profundidades del Torreón Smedry llegamos hasta una habitación protegida por seis guardias que recibieron al abuelo con un saludo marcial; el abuelo Smedry los saludó agitando los dedos (a veces tiene esas cosas).

Dentro descubrimos a un grupo de personas con túnicas negras que sacaban brillo a una gran caja metálica.

—Menuda caja —comenté.

—¿Verdad? —respondió el abuelo, sonriendo.

—¿No deberíamos llamar a un dragón o algo así para que nos lleve a Cristalia?

—Esto será más rápido.

El abuelo hizo un gesto hacia una de las personas con túnica (las túnicas negras en los Reinos Libres son como las batas blancas de los laboratorios, aunque el negro tiene mucho más sentido porque, así, cuando los científicos vuelan algo en pedazos, al menos las túnicas tienen alguna posibilidad de volver a utilizarse después).

—Señor Smedry —dijo la mujer—. Hemos solicitado un momento de intercambio con Cristalia. Todo estará listo dentro de unos cinco minutos.

—¡Excelente, excelente! —exclamó el abuelo Smedry; de repente, perdió la sonrisa.

—¿Qué? —pregunté, alarmado.

—Bueno, es que... hemos llegado pronto. No sé bien qué pensar al respecto. ¡Debes de ser una mala influencia para mí, muchacho!

—Lo siento —respondí.

Me costaba controlar los nervios. ¿Por qué no había pensado antes en ayudar a Bastille? ¿Llegaría a tiempo para que sirviera de algo? Si un tren sale de Nalhalla a cinco kilómetros por hora y otro sale de Bermuda a 45 MHz, ¿a qué hora tiene tortitas la sopa?

—Abuelo, hoy he visto a mi madre —dije mientras esperábamos.

—Folsom me lo mencionó. Demostraste una gran iniciativa al seguirla.

—Debe de estar tramando algo.

—Por supuesto, chaval. El problema es ¿qué?

—¿Crees que estará relacionado con el tratado?

El abuelo Smedry sacudió la cabeza.

—Puede. Shasta es astuta, no creo que trabaje con los Guardianes de la Norma en uno de sus proyectos, a no ser que eso la ayude a lograr sus propios objetivos. Sean cuales sean.

Aquello parecía inquietarlo. Me volví hacia los hombres y mujeres con túnicas, que estaban concentrados en unos grandes pedazos de cristal pegados a las esquinas de las caja metálica.

—¿Qué es esa cosa? —pregunté.

—¿Ummm? Ah, ¡un cristal de transportador, chaval! O, bueno, eso es lo que hay en las esquinas de la caja. Cuando llegue el momento, el que hemos programado con los ingenieros de Cristalia, que tienen una caja similar, ambos grupos iluminarán con arena brillante esos fragmentos de cristal. Entonces esta caja se intercambiará con la de Cristalia.

—¿Se intercambiará? —pregunté—. ¿Quieres decir que nos teletransportaremos allí?

—¡Efectivamente! Es una tecnología fascinante. Tu padre ayudó a desarrollarla, ¿sabes?

—¿Ah, sí?

—Bueno, fue el primero en descubrir lo que hacía la arena. Sabíamos que la arena tenía distorsiones oculantistas, pero no sabíamos lo que hacía. Tu padre se pasó muchos años investigándola y descubrió que esta nueva arena podía teletransportar cosas. Pero solo funcionaba si dos juegos de cristal de transportador se exponían a la vez a la arena brillante y si se transportaban dos artículos de exactamente el mismo tamaño.

Arena brillante. Era el combustible de la tecnología silimática. Cuando expones otros tipos de arena a la reluciente luz de la arena brillante, hacen cosas muy curiosas. Algunos tipos, por ejemplo, empiezan a flotar. Otros se vuelven muy pesados.

Vi unos contenedores enormes en las esquinas de la sala, seguramente llenos de arena brillante. Los laterales de los contenedores podían retirarse para que la luz iluminara el cristal de transportador.

—Entonces —dije—, habéis tenido que avisar a Cristalia y decirles a qué hora llegamos para que puedan activar su cristal de transportador en ese mismo momento.

—¡Exacto!

—¿Y si otra persona activara su arena brillante a la vez que nosotros? ¿Podríamos teletransportarnos allí por accidente?

—Supongo —respondió el abuelo Smedry—, pero tendrían que enviar una caja del mismo tamaño exacto que esta. No te preocupes, chaval. ¡Es prácticamente imposible que ocurra algo así!

Prácticamente imposible. En cuanto habéis leído esto, seguro que habéis dado por sentado que ese error sucederá antes de que acabe el libro. Nos ponéis muy difícil a los escritores sorprenderos de verdad porque...

¡¡¡Mirad allí!!!

¿Veis? No ha funcionado, ¿a que no?

—De acuerdo —dijo una de las personas con túnica negra—, ¡métanse en la caja y empecemos!

Todavía un poco preocupado por un desastre que era «prácticamente» imposible que sucediera, seguí al abuelo al interior de la caja. Era como meterse en un ascensor grande. Las puertas se cerraron y se volvieron a abrir de inmediato.

—¿Pasa algo? —pregunté.

—¿Pasar? ¡Hombre, si hubiera pasado algo estaríamos hechos pedacitos en un charco de lodo!

—¿Qué?

—Ah, ¿se me olvidó comentarte esa parte? —preguntó el abuelo Smedry—. Como dije, prácticamente imposible. ¡Venga, muchacho, tenemos que correr! ¡Llegamos tarde!

Salió a toda velocidad de la caja, pero yo lo seguí con más cautela. Efectivamente, nos habíamos teletransportado a otro lugar; había sido tan rápido que ni había notado el cambio.

La habitación a la que acabábamos de llegar era por entero de cristal. De hecho, todo el edificio que me rodeaba parecía estar hecho de cristal. Entonces recordé el enorme champiñón de cristal que había visto al llegar volando a la ciudad, con el castillo cristalino construido encima. Me pareció que podía afirmar sin miedo a equivocarme que estaba en Cristalia. Por supuesto, también estaban los dos caballeros con espadones tremendos fabricados en cristal que protegían la puerta. Eso era otra pista.

Los caballeros saludaron con la cabeza al abuelo Smedry, y él salió a toda prisa del cuarto. Corrí tras él.

—¿De verdad que estamos allí? —pregunté—. ¿En lo alto del champiñón?

—Efectivamente. Es un privilegio poco habitual que te permitan entrar en este lugar. Cristalia está prohibido para los de fuera.

—¿En serio?

—Como Smedrius, Cristalia antes era un reino soberano —me explicó el abuelo—. Durante los primeros días de Nalhalla, la reina de Cristalia se casó con el rey y tomó juramento a sus caballeros como protectores de su noble linaje. En realidad es una historia bastante romántica y dramática... Y te la contaría si no fuera porque hace poco que la olvidé debido a su excesiva longitud y su lamentable escasez de decapitaciones.

—Una razón justa para olvidar cualquier historia.

—Lo sé. En fin, que el acuerdo por el que se unieron Nalhalla y Cristalia estipulaba que la tierra que se encuentra sobre el champiñón se convertiría en el hogar de los caballeros, así que queda fuera del alcance de los ciudadanos normales. La orden de los caballeros también conservó el derecho a castigar y entrenar a sus miembros, una vez reclutados, sin que el exterior se entrometiera.

—Pero ¿no hemos venido a entrometernos?

—¡Por supuesto! —exclamó el abuelo Smedry, alzando una mano—. ¡Así somos los Smedry! ¡Nos entrometemos en todo! Pero también formamos parte de la nobleza de Nalhalla, y los caballeros han jurado protegernos y, lo más importante, no matarnos si nos colamos.

—No es un razonamiento demasiado tranquilizador para explicar por qué deberíamos estar a salvo.

—No te preocupes —repuso el abuelo alegremente—, lo he comprobado antes. ¡Tú disfruta de las vistas!

Era difícil. No porque las vistas no fueran espectaculares, claro. Estábamos caminando por un pasillo construido con bloques de cristal. Era última hora de la tarde, así que las paredes translúcidas refractaban la luz del sol y hacían brillar el suelo. Veía las sombras de las personas que se movían por los pasillos más alejados y distorsionaban aún más la luz. Era como si el castillo estuviera vivo y viera el latido de sus órganos dentro de los muros que me rodeaban.

El conjunto quitaba el aliento. Sin embargo, yo todavía le daba vueltas al hecho de que había traicionado a Bastille, de que acababa de arriesgarme a acabar convertido en un charco de pringue y de que lo único que evitaba que me hiciera pedazos un puñado de caballeros territoriales era mi apellido.

Además, estaba el sonido. Se oía un tintineo de fondo, como un cristal vibrando a lo lejos. No era muy fuerte, pero es una de esas cosas en las que cuesta mucho no fijarse una vez que te has dado cuenta.

Estaba claro que el abuelo Smedry conocía Cristalia, porque no tardamos en llegar a una cámara protegida por dos caballeros. Las puertas de cristal estaban cerradas, pero distinguía vagamente formas de personas al otro lado.

El abuelo se acercó para abrir la puerta, pero uno de los caballeros alzó una mano.

—Llega tarde, señor Smedry. El juicio ya ha comenzado.

—¿Cómo? —exclamó el abuelo—. ¡Me dijeron que no empezaría hasta dentro de una hora!

—Ya ha empezado —repuso el caballero.

Aunque me gustan mucho los caballeros debo reconocer que pueden ser muy..., bueno, muy directos. Y tozudos. Y que tienen poco sentido del humor (por eso me siento en la necesidad de mencionar de nuevo la página 47, solo por irritarlos).

—Seguro que puedes permitirnos pasar —dijo el abuelo Smedry—. ¡Somos testigos importantes de este caso!

—Lo siento —respondió el caballero.

—También somos amigos personales de la caballero implicada.

—Lo siento.

—Y tenemos buenos dientes —añadió el abuelo, y sonrió.

Aquello pareció desconcertar al caballero (el abuelo Smedry suele tener ese efecto en los demás). Sin embargo, de nuevo, el caballero negó con la cabeza y dijo:

—Lo siento.

El abuelo dio un paso atrás, enfadado, y yo sentí una punzada de desesperación. Había fracasado en mi intento de ayudar a Bastille después de todo lo que ella había hecho por mí. La pobre debería haber sabido que no se puede confiar en Alcatraz Smedry.

—¿Cómo te sientes, chaval? —me preguntó el abuelo.

Me encogí de hombros.

—¿Molesto? —sugirió.

—Sí.

—¿Frustrado?

—Un poco.

—¿Amargado?

—No estás ayudando.

—Lo sé. ¿Enfadado?

No respondí. Lo cierto era que sí que estaba enfadado. Sobre todo conmigo. Por haber estado de fiesta con Rodrayo y sus amigos mientras Bastille tenía problemas. Por olvidarme de Mokia y sus problemas. Por decepcionar a mi abuelo. Hasta no hacía mucho, daba por hecho que siempre decepcionaría a todo el mundo. Me dedicaba a apartar de mí a la gente antes de que pudiera abandonarme.

Pero después de trabajar con el abuelo y los demás, había empezado a sentir que podía llevar una vida normal. Quizá no tuviera que alejarme de todos. Quizá fuera capaz de tener amigos, familia...

Se oyó un crujido.

—¡Ups! —exclamó el abuelo en voz alta—. ¡Parece que alguien ha molestado al muchacho!

Me sobresalté, bajé la mirada y me di cuenta de que mi Talento había roto el cristal que tenía bajo los pies. Dos telarañas de grietas gemelas partían de mis zapatos y afeaban el cristal, que por lo demás era perfecto. Me ruboricé, avergonzado.

Los caballeros habían palidecido.

—¡Imposible! —exclamó uno.

—¡Se supone que este cristal es irrompible! —añadió el otro.

—Mi nieto tiene el Talento de Romper, ya sabéis —dijo el abuelo con orgullo—. Si lo molestáis mucho, podría romperse toda la planta. En realidad, todo el castillo podría...

—Pues sáquelo de aquí —dijo uno de los caballeros, espantándome como si yo no fuera más que un cachorro abandonado.

—¿Cómo? —repuso el abuelo—. ¡Si lo contrariáis echándolo, podría destruir el castillo entero! Solo tenemos que conseguir que se calme. Su Talento es bastante impredecible cuando se pone emotivo.

Me daba cuenta de lo que pretendía el abuelo. Vacilé, pero después concentré mi poder para intentar agrietar aún más el cristal del suelo. Fue algo realmente temerario; y por eso era justo la clase de plan que se le habría ocurrido al abuelo Smedry.

Las telarañas del cristal crecieron. Me apoyé en la pared para guardar el equilibrio y, de inmediato, se formó un anillo de grietas alrededor de mi mano.

—¡Espere! —exclamó uno de los caballeros—. ¡Entraré a preguntar si pueden pasar!

El abuelo esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

—Qué tipo más simpático —dijo mientras me cogía por el brazo para evitar que siguiera rompiendo.

El caballero abrió la puerta y entró.

—¿Acabamos de chantajear a un caballero de Cristalia? —pregunté por lo bajo.

—A dos de ellos, creo. Y ha sido más «intimidación» que «chantaje». Puede que con un toque de «extorsión». ¡Siempre es mejor emplear la terminología correcta!

El caballero regresó y, con un suspiro, nos hizo un gesto para que entráramos en la sala. Lo hicimos, impacientes.

Y, entonces, el abuelo Smedry estalló.