Capítulo
16
Ahora bien, me gustaría dejar claro que la violencia rara vez es la solución a los problemas.
Por ejemplo, la próxima vez que os ataque un grupo de ninjas cabreados, una solución sería darle una patada al jefe, robarle la katana y proceder a destrozar con ella al resto del grupo en una increíble demostración de furor creativo. Aunque quizás os resultaría satisfactorio —e incluso algo divertido—, también sería bastante pringoso y os ganaría la ira de un clan ninja entero. Enviarían a asesinos a por vosotros durante el resto de vuestras vidas (y luchar contra un ninja en medio de una cita puede resultar bastante embarazoso).
Así que, en vez de luchar, podéis sobornar a los ninjas con salsa de soja y enviarlos a atacar a vuestros hermanos. Así os libráis de la salsa de soja que os sobre. ¿Veis qué fácil es evitar la violencia?
Por otro lado, en algunas ocasiones la violencia resulta apropiada. Suelen ser las ocasiones en las que quieres darle una paliza a alguien. Por desgracia, en aquel momento, el «alguien» era yo. El puñetazo de Folsom fue completamente inesperado y me dio en toda la cara.
Justo entonces me di cuenta de algo bastante interesante: era la primera vez que me daban un puñetazo. Fue un momento especial. Diría que fue un poco como si me dieran una patada, solo que con más nudillos y un toque de limón.
Quizá lo del limón fuera solo cosa del cortocircuito de mi cerebro al caer de espaldas contra el suelo de cristal de la cámara. El golpe me dejó aturdido y, cuando por fin me despejé, la escena que tenía delante era puro caos.
Los soldados intentaban contener a Folsom. No querían hacerle daño, ya que era un noble, así que se veían obligados a intentar agarrarlo y sujetarlo. No estaba funcionando demasiado bien. Folsom luchaba con una extraña mezcla de aterradora falta de control y calculada precisión. Era como una marioneta de cuyas cuerdas tirara un maestro de kung fu. O al revés.
De fondo sonaba una trillada melodía: al parecer, mi banda sonora.
Folsom se movía entre los soldados convertido en un remolino de torpes (aunque bien colocados) puñetazos, patadas y cabezazos. Ya había derribado a unos diez soldados, y a los otros diez no les iba mucho mejor.
—¡Qué emocionante! —exclamó el príncipe—. ¡Espero que alguien esté tomando notas! ¿Por qué no se me habrá ocurrido traer a uno de mis escribas? ¡Debería enviar a alguien a por uno!
Rikers estaba cerca del centro de la pelea.
«Por favor, pégale —pensé mientras me levantaba con rodillas temblorosas—. Solo un poquito.»
Pero no estaba escrito... Folsom se concentraba en los soldados. Himalaya les gritaba que intentaran taparle los oídos. ¿Dónde estaba Bastille? Debería haber acudido corriendo al oír la batalla.
El tema de Alcatraz Smedry siguió tocando su alegre melodía; procedía de algún lugar cerca del príncipe.
—¡Príncipe Rikers! —chillé—. ¡El libro! ¿Dónde está? ¡Tenemos que cerrarlo!
—Oh, ¿qué? —preguntó, volviéndose—. Pues... creo que lo dejé caer cuando empezó la pelea.
Estaba de pie junto a una pila de libros sin clasificar. Maldiciendo mi suerte, corrí a la pila como pude. Si lográbamos detener la música, Folsom dejaría de bailar.
En aquel momento, la batalla se volvió hacia mí. Folsom —con ojos de loco y cara de sentirse culpable— dio una vuelta alrededor de un grupo de soldados y lanzó a cuatro de ellos por los aires.
Me puse frente a él. No creía que me fuera a infligir un daño grave. Es decir, los Talentos de los Smedry son impredecibles, pero rara vez hieren demasiado a nadie.
Aunque... ¿no había usado yo mi Talento para romper algunos brazos y hacer caer a unos monstruos a la muerte?
«Porras», pensé. Folsom alzó el puño, preparado para golpearme en plena cara.
Y, entonces, se activó mi Talento.
Una de las cosas curiosas que tienen los Talentos de los Smedry, y el mío en concreto, es que a veces funcionan por su cuenta. El mío rompe armas a distancia si alguien intenta matarme.
En este caso, algo oscuro y salvaje pareció salir disparado de mí. No lo veía, pero sí que noté cómo atacaba a Folsom, que abrió mucho los ojos y tropezó al fallarle por un instante su elegante poder de artes marciales. Era como si, de repente, hubiera perdido su Talento.
Cayó al suelo delante de mí. En aquel preciso momento, un libro de la pila que tenía a mi lado estalló, esparciendo trocitos de papel y cristal. La música paró.
Folsom gruñó. El tropezón lo había dejado de rodillas frente a mí, mientras los fragmentos de confeti llovían a nuestro alrededor.
La bestia de mi interior se calmó, se retiró de nuevo y guardó silencio.
Cuando era niño, consideraba mi Talento una maldición. En aquel momento empezaba a entenderlo como una especie de superpoder. Sin embargo, esa fue la primera vez que lo vi como si tuviera algo ajeno a mí dentro de mi cuerpo.
Algo vivo.
—¡Eso ha sido realmente increíble! —exclamó uno de los soldados.
Levanté la mirada y los vi observarme con admiración. Himalaya parecía perpleja. El príncipe estaba de pie, con los brazos cruzados, sonriendo de satisfacción por haber sido testigo al fin de una batalla.
—Lo he visto —susurró uno de los soldados—. Era como una onda de energía que salía de usted, señor Smedry. Que incluso era capaz de detener a otro Talento.
Era agradable que te admiraran. Me hacía sentir un líder. Un héroe.
—Ocúpense de sus amigos —les dije, señalando a los soldados caídos—. Infórmenme sobre los heridos.
Después me agaché para ayudar a Folsom a levantarse.
Él se miraba los zapatos, avergonzado, mientras Himalaya se acercaba para consolarlo.
—Bueno, me doy nueve puntos sobre diez en ser un idiota —dijo Folsom—. No puedo creerme que dejara que sucediera. ¡Debería ser capaz de controlarlo!
—Sé lo difícil que es —respondí—. Créeme. No ha sido culpa tuya.
La túnica azul del príncipe Rikers hacía frufrú cuando se acercó para unirse a nosotros.
—Eso ha sido maravilloso —dijo—. Aunque es un poco triste que el libro haya acabado así.
—Se me rompe el corazón —respondí bruscamente mientras buscaba a Bastille con la mirada. ¿Dónde se debía de haber metido?
—Oh, no pasa nada —repuso Rikers, metiéndose la mano en el bolsillo—. ¡También tienen la secuela!
Sacó un libro y se dispuso a abrir la cubierta.
—¡Ni se os ocurra! —exclamé mientras le sujetaba el brazo.
—Oh, sí, no creo que sea buena idea. —Después me miró la mano que le sujetaba el brazo—. ¿Sabes qué? Me recuerdas muchísimo a mi hermana. Creía que serías un poquito menos estirado.
—No soy estirado —le espeté—. Estoy enfadado. Hay una diferencia. Himalaya, ¿cómo va la clasificación?
—Pues..., más o menos a la mitad —respondió.
Efectivamente, las montañas de libros empezaban a parecer pilas grandes como paredes. Una pila mucho más pequeña me resultaba de especial interés: contenía los libros en el idioma olvidado.
Hasta aquel momento solo había cuatro, pero me asombraba que hubiéramos conseguido encontrarlos entre todos los demás libros.
Me acerqué a la pila mientras sacaba mis lentes de traductor del bolsillo de la chaqueta.
Me quité las lentes de oculantista y me puse las de traductor. Casi se me había olvidado que llevaba puestas las de oculantista, porque empezaba a verlas como algo natural, supongo. Con las de traductor podía leer los títulos de los libros.
Uno parecía ser una especie de tratado filosófico sobre la naturaleza de las leyes y la justicia. Interesante, pero no creía que fuera lo bastante importante como para que mi madre se arriesgara tanto por él.
Los otros tres libros también eran poco impresionantes. Un manual para fabricar carros, un libro de contabilidad que hablaba sobre el número de pollos que un comerciante había vendido en Atenas y un libro de cocina. En fin, supongo que incluso las sociedades antiguas y todopoderosas necesitaban ayuda para hornear galletas.
Fui a hablar con los soldados y me alivió comprobar que ninguno de ellos estaba herido de gravedad. Folsom había dejado inconscientes a seis, por los menos, y algunos de los demás tenían varias extremidades rotas. Los heridos se fueron a la enfermería y los otros siguieron ayudando a Himalaya. Ninguno había visto a Bastille.
Empecé a dar vueltas por la sala, que se estaba convirtiendo a toda prisa en un laberinto de enormes pilas de libros. Quizá Bastille estuviera buscando pruebas de la entrada de los excavadores. Los ruidos procedían de la esquina sureste, pero, al acercarme, ya no los oía. ¿Se habría dado cuenta mi madre de que la habíamos descubierto? Sin aquel sonido, sí que oía otra cosa: susurros.
Curioso y un poco asustado, caminé hacia el sonido. Doblé la esquina de una pared de libros y me encontré con un pequeño hueco sin salida del laberinto.
Allí estaba Bastille, hecha un ovillo en el frío suelo de cristal, susurrando para sí y temblando. Dejé escapar un improperio y corrí a arrodillarme a su lado.
—¿Bastille?
Ella se encogió un poco más. Se había quitado las lentes de guerrero, que sujetaba con fuerza en una mano. Tenía cara de sentirse angustiada; se la veía perdida, triste, como si le hubieran arrancado una parte esencial de sí misma y no fueran a devolvérsela jamás.
Me sentía impotente. ¿Le habían hecho daño? Tembló y se movió; después me miró y enfocó la vista. Acababa de percatarse de mi presencia.
De inmediato, se apartó de mí y se sentó. Después suspiró y se envolvió las rodillas con los brazos mientras metía la cabeza entre ellas.
—¿Por qué siempre tienes que verme de este modo? —preguntó en voz baja—. Soy fuerte, de verdad.
—Lo sé —respondí, incómodo y avergonzado.
Seguimos así un rato, Bastille callada, y yo sintiéndome como un completo imbécil, aunque no estaba seguro de qué había hecho mal. (Nota para todos los varones jóvenes que lean esto: acostumbraos a esa sensación.)
—Entonces... —dije—. Estooo..., ¿todavía tienes problemas con lo de la desconexión esa?
Ella alzó la mirada; tenía los ojos rojos, como si se los hubiera restregado con lija.
—Es como... —respondió en voz baja—. Es como si antes tuviera recuerdos. Buenos recuerdos de los sitios que me gustaban y de la gente que conocía. Pero ahora no están. Sigo sintiendo el lugar en el que estaban, aunque ahora es un agujero que me han abierto dentro.
—¿Tan importante es la Piedra Mental? —pregunté. Era una pregunta estúpida, pero creía que debía decir algo, lo que fuera.
—Conecta a todos los caballeros de Cristalia —susurró—. Nos fortalece, nos consuela. Gracias a ella compartimos parte de lo que somos.
—Debería haberles destrozado las espadas a los idiotas que te hicieron esto —gruñí.
Bastille se estremeció y se abrazó más fuerte.
—Me volverán a conectar tarde o temprano, así que seguramente debería decirte que no te enfadaras. Son buenas personas y no se merecen que te burles de ellas. Sin embargo, la verdad es que en estos momentos me cuesta solidarizarme con ellos —comentó, esbozando una lánguida sonrisa.
Intenté devolvérsela, pero me costaba.
—Alguien quería que te sucediera esto, Bastille. Te tendieron una trampa.
—Puede —respondió, suspirando. Al parecer, la crisis había pasado, aunque la había dejado aún más débil que antes.
—¿Puede? —repetí.
—No lo sé, Smedry. Puede que no me tendieran ninguna trampa. Puede que de verdad me ascendieran demasiado deprisa y fracasara yo sola. Puede... puede que no exista ninguna gran conspiración contra mí.
—Supongo que es posible.
Por supuesto, vosotros no lo creéis. Es decir, ¿cuándo no hay una gran conspiración? Toda esta serie va sobre un culto secreto de Bibliotecarios malvados que dirige el mundo, por amor de las Arenas.
—¿Alcatraz? —me llamó una voz. Sing apareció un segundo después—. Himalaya ha encontrado otro libro en el idioma olvidado. Supuse que querrías echarle un vistazo.
Miré a Bastille, que me hizo un gesto para que me largara.
—¿Qué pasa? ¿Crees que necesito niñera? —me soltó—. Ve. Te sigo dentro de un rato.
Vacilé, pero seguí a Sing por unos cuantos pasillos de libros hasta el centro de la habitación. El príncipe estaba sentado con cara de aburrimiento en lo que parecía ser un trono de libros (todavía no estoy seguro de a quién le ordenó su construcción). Folsom dirigía el traslado de las pilas; Himalaya todavía estaba clasificando, y no parecía que fuera a frenar.
Sing me había entregado el libro. Como todos los demás en el idioma olvidado, el texto parecía un montón de garabatos locos.
Antes de morir, Alcatraz I —mi último antepasado— había usado su Talento para romper el idioma de su gente, de modo que nadie pudiera leerlo.
Nadie salvo los que contaran con unas lentes de traductor. Me puse las mías y volví la primera página con la esperanza de que no fuera otro libro de cocina.
«Observaciones sobre los Talentos de los Smedry —decía el título— y una explicación de lo que condujo a su caída. Escrito por Fenilious K. Wandersnag, escriba de Su Majestad Alcatraz Smedry.»
Parpadeé y volví a leerlo entero.
—¿Chicos? —dije, volviéndome hacia ellos—. ¡Chicos!
El grupo de soldados vaciló, mientras que Himalaya miró hacia mí. Sostuve el libro en alto.
—Creo que acabamos de encontrar lo que buscábamos.