Capítulo
5
Ha llegado el momento de hablar de alguien que no sea yo. Por favor, no os acongojéis; de vez en cuando necesitamos hablar de alguien que no sea tan encantador, inteligente e impresionante como yo.
Exacto, ha llegado el momento de hablar de vosotros.
De vez en cuando, en mis incursiones en las Tierras Silenciadas, me encuentro con gente joven y emprendedora que quiere enfrentarse al control bibliotecario de su país. Y me preguntáis qué podéis hacer para luchar. Bueno, tengo tres respuestas.
Primero, aseguraos de comprar montones de ejemplares de mis libros. Tienen múltiples usos (los analizaré dentro de un momento), y por cada uno que compréis donaré dinero a la Fundación en Defensa de la Vida Salvaje de Alcatraz Smedry para Comprar a Alcatraz Smedry Cosas Chulas.
Lo segundo que podéis hacer no es tan fantástico, pero sigue siendo bueno. Leed.
Los Bibliotecarios controlan el mundo a través de la información. El abuelo Smedry dice que la información es mucho mejor que las espadas y las lentes oculantistas, y empiezo a pensar que quizás esté en lo cierto (aunque la motosierra con gatitos de la que hablé en el segundo libro no le va a la zaga).
La mejor forma de luchar contra los Bibliotecarios es leer muchos libros. Todos los que podáis. Después, haced lo tercero que os voy a contar.
Comprad muchos ejemplares de mis libros.
No, esperad, ¿lo había mencionado ya? Bueno, pues entonces son cuatro las cosas que podéis hacer. Pero esta introducción se está alargando mucho, así que os contaré la última más tarde. Sin embargo, sabed que tiene que ver con palomitas.
—Vale —dije, volviéndome hacia Bastille—, ¿cómo encontramos a ese tal Folsom?
—No lo sé —respondió ella sin más, señalando algo—. ¿Quizá preguntándole a su madre, que está ahí mismo?
«Ah, claro —pensé—. El hermano de Quentin; eso significa que Pattywagon es su madre.»
Estaba hablando animadamente (porque ella siempre habla así) con Sing. Le hice un gesto a Bastille para que me acompañara, pero ella vaciló.
—¿Qué? —pregunté.
—Oficialmente, mi misión ha terminado —respondió mientras hacía una mueca y miraba a Draulin—. Tengo que presentarme en Cristalia para informar.
Draulin se había dirigido a la salida y miraba a Bastille de esa forma suya que conseguía combinar insistencia con paciencia.
—¿Y tu padre? —pregunté mirando hacia el lugar por el que el abuelo Smedry y él se habían marchado—. Apenas os ha visto.
—El reino tiene prioridad con respecto a todo lo demás.
Eso me sonó a frase ensayada. Seguramente, Bastille lo había escuchado más de una vez cuando era niña.
—Vale —dije—. Bueno, pues... nos vemos, entonces.
—Sí.
Me preparé para otro abrazo (conocido en la industria como «reinicio forzoso de adolescente»), pero se quedó plantada donde estaba; después dejó escapar un reniego y corrió detrás de su madre. Me quedé intentando averiguar cuándo exactamente nuestra relación se había vuelto tan incómoda.
Sentí la tentación de pensar en todos los buenos ratos que habíamos pasado juntos: Bastille pegándome en la cara con su bolso; Bastille dándome una patada en el pecho; Bastille burlándose de una estupidez que había dicho yo... Quizá pudiera haberla denunciado por abuso de no ser porque: (1) le rompí la espada, (2) la pateé antes y (3) yo era increíble.
Con una extraña sensación de abandono, me acerqué a mi tía Patty.
—¿Ya has terminado de ponerte cariñoso con la joven caballero? —me preguntó—. Mona, ¿verdad?
—¿Qué pasa aquí? —intervino Sing—. ¿Me he perdido algo?
—¿Eh? —exclamé, ruborizándome—. ¡No, nada!
—Estoy segura —repuso Patty con un guiño.
—Mira, ¡necesito encontrar a tu hijo Folsom!
—Ummm, ¿para qué?
—Asuntos importantes de los Smedry.
—Bueno, menos mal que soy una Smedry importante, ¿verdad?
Me había pillado.
—El abuelo quiere que le pregunte qué han estado haciendo los Bibliotecarios en la ciudad desde que él se fue.
—¿Y por qué no me lo has dicho antes? —preguntó Patty.
—Porque..., bueno...
—Corto de entendimiento —dijo Patty, como consolándome—. No pasa nada, cielo. Tu padre tampoco es demasiado listo. Bueno, ¡vamos a buscar a Folsom! ¡Hasta luego, Sing!
Me volví hacia Sing con la esperanza de que no me abandonara con aquella horrible mujer, pero él ya se había alejado con otra gente y Patty me tenía agarrado por el brazo.
Debería detenerme aquí para comentar que en los años transcurridos desde aquel día he llegado a cogerle mucho cariño a la tía Pattywagon. Esta afirmación no tiene nada que ver con que me haya amenazado con lanzarme por una ventana si no la incluyo.
La descomunal señora me sacó a rastras de la sala y tiró de mí por el pasillo. No tardamos en salir a los escalones de la entrada, donde esperamos a la luz del sol mientras Patty enviaba a uno de los criados a por un transporte.
—En realidad, si me dices dónde está Folsom puedo ir yo solo a buscarlo —le dije—. No hace falta...
—Está por ahí ocupándose de un asunto muy importante —respondió ella—. Tendré que llevarte. No puedo decirte adónde. Verás, como experto en Bibliotecarios, lo han puesto al mando de una deserción muy reciente.
—¿Deserción?
—Sí. Ya sabes, cuando un agente extranjero decide unirse al otro bando. Una Bibliotecaria huyó de su tierra y se unió a los Reinos Libres. La misión de mi hijo es ayudarla a acostumbrarse a la vida de aquí. ¡Ah, aquí está nuestro transporte!
Me volví, casi esperando encontrarme con otro dragón, pero, al parecer, no nos merecíamos un dragón de tamaño natural para los dos solos, así que nos enviaron a un cochero con un carruaje abierto tirado por dos caballos bastante corrientes.
—¿Caballos? —pregunté.
—Por supuesto —respondió Patty mientras subía—. ¿Qué esperabas? ¿Un...? ¿Cómo lo llamáis? ¿Un ortomóvil?
—Automóvil —respondí, subiendo detrás de ella—. No, no esperaba eso. Es que los caballos parecen muy... rústicos.
—¿Rústicos? —repitió mientras el cochero urgía a sus animales a ponerse en movimiento—. Bueno, ¡son mucho más avanzados que esos ascomóviles que usáis en las Tierras Silenciadas!
En los Reinos Libres es habitual creer que todo lo que tienen es más avanzado que lo que tenemos en las atrasadas Tierras Silenciadas. Por ejemplo, les gusta decir que las espadas son más avanzadas que las pistolas. Puede que os suene ridículo, pero eso solo será hasta que os deis cuenta de que las espadas son mágicas y, efectivamente, son mucho más avanzadas que algunas pistolas... Que las primeras pistolas que los de los Reinos Libres usaban antes de pasarse a la tecnología silimática.
Sin embargo, los caballos... Eso no me lo he tragado nunca.
—Vale, mira —le dije—. Los caballos no son más avanzados que los coches.
—Claro que lo son —insistió Patty.
—¿Por qué?
—Sencillo. La caca.
—¿La caca? —repetí, desconcertado.
—Sí. ¿Qué fabrican esos tontomóviles? Gas que huele mal. ¿Qué fabrican los caballos?
—¿Caca?
—Caca. Fertilizante. Sirven para llegar a donde quieras y, encima, consigues un subproducto útil.
Me eché atrás, algo inquieto. No por lo que había dicho Patty, ya que estaba acostumbrado a las racionalizaciones de los de los Reinos Libres, sino por habérmelas apañado de algún modo para hablar sobre excrementos y flatulencias a lo largo de dos capítulos.
Si por casualidad lograra meter también los vómitos, tendría una trifecta escatológica completa.
Ir en el carruaje me permitió echar un buen vistazo a la gente de la ciudad, los edificios y las tiendas. Aunque resulte curioso, me sorprendía lo..., bueno, lo normal que parecía todo el mundo. Sí, había castillos. Sí, la gente llevaba túnicas y togas en vez de pantalones y blusas. Pero sus expresiones —la risa, la frustración e incluso el aburrimiento— eran iguales que las de casa.
Conducir por aquella calle tan concurrida —con las cimas de los castillos elevándose como escarpadas montañas camino del cielo— se parecía una barbaridad a ir en taxi por Nueva York. Las personas son personas; vengan de donde vengan o tengan el aspecto que tengan, todas son iguales. Como dijo una vez el filósofo Garnglegoot el Confundido: «Póngame un plátano y un sándwich de ceras de colores, por favor.» Cabe aclarar que Garnglegoot se iba siempre por las ramas.
—¿Y dónde vive toda esta gente? —pregunté, aunque después me encogí un poco a la espera de que Bastille me soltara algo en plan: «En sus casas, estúpido.»
Tardé un segundo en recordar que Bastille no podía burlarse de mí porque no estaba allí. Aquello me entristeció, a pesar de que evitar la burla debería haberme alegrado.
—Bueno, la mayoría es de la ciudad de Nalhalla —respondió Patty—, aunque es probable que bastantes hayan llegado hoy a través del cristal de transportador.
—¿Cristal de transportador?
La rubia tía Patty asintió.
—Se trata de una tecnología muy interesante desarrollada por el Instituto Kuanalu de Halaiki, en la que utilizan la arena que tu padre descubrió hace unos años. Permite a la gente cubrir grandes distancias en un instante mediante un gasto bastante reducido de arena brillante. He leído unos estudios muy emocionantes sobre el tema.
Parpadeé. Creo haber mencionado ya que el clan de los Smedry es tan erudito que resulta irracional. Una cantidad notable de sus miembros son catedráticos, investigadores o científicos. Somos como una mezcla nefasta de La tribu de los Brady con el programa de estudios avanzados de la Universidad de California.
—Eres profesora universitaria, ¿verdad? —pregunté, acusador.
—¡Pues claro, querido!
—¿Silimática?
—Exacto; ¿cómo lo has averiguado?
—Pura chamba —respondí—. ¿Alguna vez has oído la teoría de que los oculantistas pueden insuflar energía a cristales tecnológicos, además de a sus lentes?
—Veo que has estado hablando con tu padre —dijo ella después de carraspear.
—¿Mi padre?
—Conozco muy bien el estudio que escribió —siguió diciendo la tía Patty—, pero no me lo trago. Afirmar que los oculantistas son, de algún modo, arena brillante en forma humana... ¿No te parece una tontería? ¿Cómo puede la arena tener forma humana?
—Pues...
—Reconozco que existen ciertas discrepancias —continuó sin hacer caso de mi intento de intervenir—. Sin embargo, tu padre saca conclusiones apresuradas. ¡Haría falta investigarlo mucho más de lo que lo ha investigado él! Y tendría que hacerlo gente con mucha más experiencia en la verdadera silimática que ese sinvergüenza. Oh, por cierto, creo que te está saliendo una espinilla en la nariz. Qué pena que el hombre del carruaje de al lado acabe de hacerte una foto.
Di un bote y miré hacia el carruaje que acababa de acercarse. El hombre de dentro sostenía unos cuadrados de cristal de unos treinta centímetros de lado y los apuntaba hacia nosotros antes de darles unos toquecitos. Para mí era algo nuevo, pero estaba bastante seguro de que aquello era muy similar a hacer fotos con una cámara. Cuando se percató de mi atención, bajó los paneles de cristal y se llevó la mano a la gorra para saludarme antes de alejarse con su carruaje.
—¿De qué iba eso? —pregunté.
—Bueno, cielo, al fin y al cabo perteneces al linaje de los Smedry, por no mencionar que eres un oculantista criado en las Tierras Silenciadas. Esa clase de historias interesan a la gente.
—¿La gente me conoce? —pregunté, sorprendido.
Sabía que había nacido en Nalhalla, pero había dado por hecho que los habitantes de los Reinos Libres se habían olvidado de mí.
—¡Por supuesto que sí! Eres famoso, Alcatraz... ¡El Smedry que desapareció misteriosamente de pequeño! Se han escrito cientos de libros sobre ti. Hace unos años, cuando se corrió la voz de que te estaban criando en las Tierras Silenciadas, el asunto se volvió aún más interesante. ¿Crees que todas esas personas de ahí me están mirando a mí?
No había estado antes en Nalhalla (evidentemente), así que no me había resultado raro que la gente estuviera parada en las aceras observando la calzada. En aquel momento, sin embargo, me di cuenta de la cantidad de viandantes que señalaban nuestro transporte.
—Cristales rayados —susurré—. Soy Elvis.
Puede que los de los Reinos Libres no conozcáis ese nombre. Elvis fue un poderoso monarca del pasado de las Tierras Silenciadas conocido por sus apasionados discursos a sus compañeros de celda, por su extraño calzado y por parecerse menos a sí mismo que la gente que lo imitaba. Desapareció como por arte de magia como resultado de un encubrimiento bibliotecario.
—No sé quién es ese, cielo —dijo la tía Patty—, pero, sea quien sea, seguramente es mucho menos conocido que tú.
Me eché atrás, pasmado. El abuelo Smedry y los demás habían intentado explicarme lo importante que era nuestra familia, pero nunca lo había entendido del todo. Teníamos un castillo tan grande como el palacio del rey, controlábamos una riqueza increíble, teníamos poderes mágicos que otros envidiaban y se habían escrito montones de libros sobre nosotros.
En aquel instante, montado en aquel carruaje, por fin fui consciente del asunto. Lo entendí. «Soy famoso», pensé, esbozando una sonrisa.
Fue un momento muy importante de mi vida, cuando empecé a darme cuenta del poder que tenía. La fama no me intimidaba, sino que me resultaba emocionante. En vez de ocultarme de la gente con cámaras silimáticas, empecé a saludarla. La gente se puso a señalarme con más ganas, y la atención me hizo sentir bien; un cosquilleo cálido, como si de repente me bañara la luz del sol.
Algunos dicen que la fama es algo efímero. Bueno, pues a mí se me ha pegado con tenacidad, como un chicle en la acera, ennegrecido de pisarlo mil veces. No consigo sacudírmela de encima, por mucho que me empeño.
Algunos dicen que la fama es superficial. Es fácil afirmarlo cuando no te has pasado la niñez yendo de una familia a otra, soportando burlas y desprecios por una maldición que te hacía romper todo lo que tocabas.
La fama es como una hamburguesa con queso. Quizá no sea la mejor comida ni la más saludable, pero te llena. En realidad no te importa lo sana o no que sea una cosa hasta que la pierdes durante mucho tiempo. Como una hamburguesa con queso, la fama cubre una necesidad y está muy rica cuando te la tragas.
Hasta que no pasan unos cuantos años no te das cuenta de lo que le has hecho a tu corazón.
—¡Ya estamos aquí! —exclamó la tía Patty al mismo tiempo que frenaba el carruaje.
Me llevé una sorpresa, puesto que, después de enterarme de que mi primo Folsom estaba a cargo de proteger a antiguos Bibliotecarios, esperaba que me llevaran a una especie de comisaría o de escondite del servicio secreto. Pero nos encontrábamos en un barrio comercial con tiendecitas abiertas en los bajos de los castillos. La tía Patty pagó a nuestro cochero con unas monedas de cristal y bajamos del carruaje.
—Creía que me habías dicho que estaba protegiendo a una espía bibliotecaria —dije al salir.
—Así es, cielo.
—¿Y dónde se hace eso?
La tía Patty señaló una tienda que mostraba un sospechoso parecido con una heladería.
—¿Dónde, si no?